PARA ÉL, ELLA ERA LA NIÑA MÁS HERMOSA DEL MUNDO (RELATO)
El día es gris. Flotan el frío y tristeza en el aire desapacible. Nubes oscuras, cambiantes, ocultan el cielo. Tardará poco en anochecer. No se ven ni se escuchan pájaros. Al muro del patio, durante la noche pasada, a su parte superior, se le ha caído una nueva fila de ladrillos.
Un viejo mira por encima de ese deteriorado muro y observa la montaña de escombros en que se ha convertido la vivienda vecina. En la tristeza de sus ojos cansados, empequeñecidos dentro de las telas de araña que forman las arrugas que los rodean, se licuan dos lágrimas extraordinariamente limpias, brillantes, dolorosas.
El tiempo y la memoria son para él un acordeón que se expande y se retrae. Le parece que fue ayer que él se subía de pies en lo alto de una carretilla para poder ver a Encarnita jugando con su muñeca. Encarnita tenía mejillas de melocotón, ojos de mar y trenzas de alargado azabache. Para él, ella era la niña más hermosa del mundo. Y su alma, convertida en paloma, volaba hacia ella cuando Encarnita lo miraba con sus grandes ojos muy abiertos y su boquita risueña, y con su voz de música le decía:
<<Buenos días, vecino mío. ¿Cómo estás hoy?>>
Él se derretía de gusto, viéndola y escuchándola y, con la garganta atorada por la emoción apenas lograba musitar:
<<Hola... bien. ¿Y tú?>>
<<Maravillosamente>>.
Y se reían como si acabaran de decirse algo extraordinario, fantástico, inmejorable. Y se miraban con esa inocente ternura que, cuando los seres humanos la pierden, jamás pueden recuperarla.
Con que cruel y vertiginosa rapidez giró la inmisericorde rueda del tiempo. Con que premura crecieron los dos. Ella aumentó su belleza, él aumentó su adoración por ella.
Y una tarde, con el sol sonriente, cegador todavía, amparados ambos en la sombra del viejo roble que había en el camino que iba al viejo molino en ruinas, se detuvieron. El deseo no podía esperar ya más. Quedaron presos sus ojos. Brillaba en ellos tanto el amor que se tenían, que los deslumbraba. Sus labios temblaban, sus labios se atraían como dos imanes hipnóticos. Y cuando sus bocas se unieron ocurrió el prodigio de fundir sus almas en una sola.
No se dijeron que se amaban. Llevaban años sabiendo que era así.
Luego sobre ella cayó la maldición del cielo. Una inesperada, traidora, fatídica enfermedad.
Y a los pocos meses ella tendida en su cama, inerte, vestida inmaculadamente de blanco, su divina cara sin color, sus adorables ojos cerrados, sus largas pestañas inmóviles, sus dulces labios marchitos, silenciados para siempre.
Todos cuantos la conocían y la amaban, transidos de dolor, destrozados, inconsolables. Él derramó entonces, en algunas horas, las lágrimas que debieron durarle toda su vida. Quedo secó para siempre su manantial. Su corazón siguió latiendo, aunque él lo sabía muerto; incomprensiblemente obstinado en continuar activo.
Qué lenta y, a la vez, que rápida pasa la vida. Un día eres niño y parece que lo seguirás siendo durante una eternidad, otro día, sin que apenas te hayas dado cuenta, eres anciano.
El viejo que miraba por encima de lo que restaba del muro que separa su casa del derrumbado edificio vecino no ve más cuanto lo rodea. Han huido todos sus sentidos al pasado donde puede recoger algunas migajas de felicidad.
Este hombre viejo piensa, a menudo, en la muerte. No lo asusta. Sigue manteniendo viva la esperanza de un posible encuentro con la adorable Encarnita, su vecina, el grande y único amor de su vida.
Esa noche una nueva fila de ladrillos se derrumba del muro de su patio. El nostálgico, melancólico y pesaroso anciano no lo oye.
(Copyright Andrés Fornells)