UN HOMBRE Y UN CERDO MATEMÁTICO (RELATO)

UN HOMBRE Y UN CERDO MATEMÁTICO (RELATO)

UN HOMBRE Y UN CERDO MATEMÁTICO

(Copyright Andrés Fornells)

Mi vecina la señora Encarna estaba resfriada y me pidió que sacara su perrita Lucrecia a pasear. Lucrecia es una perrita muy inteligente. Cuando quiere hacer caca se detiene, me mira con ojos pedigüeños y espera a que yo le diga donde puede hacer sus necesidades. La llevo donde me parece mejor para que no molestar a nadie y le digo:

—Aquí y hora puedes aliviarte.

Lucrecia hace lo suyo. Yo lo recojo con un guante, lo pongo dentro de una bolsa y con pulcritud ciudadana lo tiro todo dentro de un contenedor de basura. Luego, Lucrecia y yo continuamos nuestro paseo, ella moviendo contenta su rabo, yo moviendo la lengua dentro de mi boca por si encuentro algún granito de la mermelada de fresa de mi desayuno.

Esta mañana en mi paseo por el parque descubrí a un hombre que llevaba un cerdo con él. Un cerdo blanco, muy limpio y tirando de una correa lo mismo que yo tiraba de Lucrecia. Yo lo miré, él me miró a mí, nos detuvimos, cambiamos sonrisas, y yo le dije:

—No es la cosa más normal del mundo tener de mascota a un cerdo.

Él puso cara de sabio Salomón y reconoció:

—Cierto, y eso es debido a que la gran mayoría de la gente solo piensa en los cerdos para comérselos, y desconoce lo inteligentes, sensibles que son, el afecto tan sincero que le tienen a su dueño y lo bien dotados que están para resolver problemas matemáticos. Por ejemplo, este compañero mío de paseo sabe sumar perfectamente

—Oiga, está usted de broma, ¿no? —pensando yo, que era así.

—No me cree, ¿eh?

—Bueno, perdone usted, pero es que me resulta difícil de creer.

—Pues voy a maravillarlo ahora mismo. Présteme usted su atención.

Se la presté mostrándome boquiabierto.

Estábamos en una zona en que el suelo era de tierra. Él cogió un palo, hizo dos rayas, las separó con el signo de sumar y dirigiéndose a su cerdo que, con el hocico levantado para oler mejor, él sabría qué estaba oliendo, nos observaba con ojos de aburrimiento, y le preguntó:

Sócrates, ¿cuánto son dos y dos?

Inmediatamente, el cerdo con sus pezuñas realizado cuatro líneas. Cuando el asombro le devolvió la movilidad a mi boca, le pregunté yo a aquel hombre ufano, para molestarlo, pues yo los mejores tratos que he tenido con cerdos ha sido siempre, comerme sus jamones, le pregunté:

—¿Cuánto quiere usted por él, por su cerdo matemático? Podría interesarme comprárselo para exhibir su talento en un circo.

Él me dirigió una mirada de auténtico enfado y respondió tajante:

—Yo no se lo vendería ni por todo el oro del mundo. Quiero a Sócrates como si él fuese un hijo mío.

Y se marchó extraordinariamente enojado conmigo. Les seguí con mirada socarrona, al hombre gordito y a su acompañante que me mostraba su trasero adornado con un rabo en forma de círculo, y me eché una risa yo solo. Una risa malvada porque acababa de ocurrírseme que existía, rabo aparte, un gran parecido entre aquel hombre y su cochino.

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