UNO NO PUEDE HACER LO QUE LE APETECE Y CUANDO LO HACE… (MICRORRELATO)

UNO NO PUEDE HACER LO QUE LE APETECE Y CUANDO LO HACE… (MICRORRELATO)

No era la primera vez en la que yo me despertaba con una agobiante, crónica sensación de aburrimiento. Mi vida era una continua rutina. Nunca me ocurría nada emocionante. Nada extraordinario. Era desesperante. Me vestí, con desgana, la misma ropa que había llevado el día anterior. Me lavé los dientes en el lavabo del cuarto de baño. Presté disgustada atención a mi rostro. Me vi patéticamente feo. Murmuré, entre la amargura y la resignación:

—Con esta cara no es de extrañar que ligue menos que un payaso de escayola.

Decidí no afeitarme. La barba de dos días, casi me favorecía algo. Me peiné, y, una vez peinado, me despeiné para adquirir cierto aire de descuido que en nada me perjudicaba.

Finalmente abandoné mi apartamentito sin barrer ni pasarle la fregona otro día más, aunque la solería lo necesitaba desesperadamente. El desinterés por la limpieza es una de las cosas que diferencian notoriamente a algunos varones que viven solos, de algunas hembras que sí cuidan el tema de la limpieza. Hice la cama porque me era imposible dejar de escuchar, la reprimenda recordada de mi madre, desde mi venida al mundo: De casa no vas a salir tú sin haber hecho antes la cama.

En el ascensor coincidí con mi vecina Asunta. Asunta iba deliciosamente maquillada y emanaba de su persona un perfume embriagador. Se me fue la vista a su boca pintada de un rabioso color rojo. Y, como otros millares de veces, me vino de inmediato el irresistible deseo de besarla. La educación respetuosa y represiva que me inculcaron desde la niñez me dijo al oído: No puedes hacer eso, sería una trasgresión. La tentación latente en mí con mayor fuerza de la habitual esa mañana, que en otras anteriores, me dijo a los dos oídos: No es aceptable para una buena salud mental pasarse la vida entera sin hacer ninguna de las numerosas cosas que uno desea hacer con toda su alma.

Total, que convirtiéndome en un imperdonable transgresor, me incliné hacia Asunta y la besé en la cálida, pulposa, jugosa boca con todas mis ganas.

Su reacción fue la temida y merecida por mí, y la que todos los reprimidos de este mundo desean que sea, y aplauden: Asunta me dio una terrible bofetada que por un momento me aflojó todos los dientes y obligó a mi cerebro a dar un arriesgado salto mortal, al tiempo que escuchaba, como si fueran truenos, sus insultos:

—¡Sinvergüenza! ¡Desvergonzado! ¡Nunca perdonaré este violador atrevimiento tuyo!

El ascensor se detuvo en la primera planta. Asunta salió como un cohete, por la velocidad, y como una traca por el furioso taconeo de sus zapatos.

Aturdido, con la mejilla bien caliente, dolorida e hinchándose por momentos, también yo abandoné ese artilugio que sube y baja cuando cumple con su obligación de funcionar.

El aturdimiento me duró todo el día. Mi cerebro empezó a funcionar un poco, al mediodía, después de haberme yo comido unos espaguetis boloñesa en una tasca regida por un italiano del Rincón de la Serena, en que reconoció mi mente que había pagado un precio, incluso barato, por el besazo tan placentero que le había dado a la hermosa Asunta.

A las nueve de la noche me hallaba tumbado en el sofá, aburriéndome con la aburrida televisión, después de haber cenado un bocadillo de queso con mortadela, y manteniendo contra mi mejilla hinchada un paquete de guisantes congelados, cuando sonó el timbre de la puerta.

—¿Quién coñazos será ahora? —murmuré por lo bajo, malhumorado, soltando los aliviadores guisantes encima de la mesita baja.

Abrí la puerta y me llevé una inesperada, extraordinaria sorpresa. Asunta, con un favorecedor vestido floreado cubriendo su bien proporcionado cuerpo, oliendo toda ella a paraíso sensual y con sus labios pintados de un rojo más tentador que nunca, me dijo mostrando una expresión genuinamente arrepentida:

—He venido a pedirte disculpas por lo de esta mañana. No quiso ser tan violenta contigo. Es que no esperaba de ti me hicieras lo que me hiciste.

—Perdona. Verás, llevaba semanas deseándolo y refrenándome y, finalmente, los frenos me fallaron —me disculpé, compungido.

—Ya me había yo dado cuenta de eso. De lo que tanto deseabas —reconoció ella, honesta, lamentándolo, dirigiéndome una mirada compasiva—. ¿Te duele mucho mi bofetada?

—Me duele tanto como si me hubieses roto la mejilla —exageré forzando una sonrisa.

—Pobrecito. ¿Me podrás perdonar?

Yo no entiendo mucho de psicología femenina, pero por una vez creí tener clara la situación. A pesar de cómo ella había reaccionado conmigo en el ascensor, su presencia allí significaba, evidentemente, que mi beso le había gustado.

—Para que te perdone, tendrás que permitirme te bese de nuevo —propuse envalentonado.

—Eres un sinvergüenza —dijo con una gran sonrisa.

Esa noche Asunta y yo nos besamos por lo menos un centenar de veces y, en ninguna de esas veces ella volvió a llamarme sinvergüenza ni a demostrarme la dureza con que su bella mano podía pegar.

Para no alargarme mucho en este relato, añadiré que Asunta y yo llevamos meses besándonos y no tenemos la impresión de que tengamos cerca el día de cansarnos de este intercambio amoroso.

(Copyright Andrés Fornells)

Read more