UNA MUY SENCILLA HISTORIA DE AMOR (RELATO)

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Ernesto Martos era un joven alto y desgarbado. Lo más bonito de su cara, las cejas, dos grandes medios arcos bastante igualados, exageradas cornisas para sus ojillos apocados. Trabajaba en un taller de reparación de bicicletas y, quizás por convivir todo el día con ellas y sus averías, las odiaba. Las odiaba hasta el punto de no poseer él uno de estos artilugios de dos ruedas, e ir caminando de su pisito de soltero al taller.
Ernesto Martos era lo que todos aquellos inclinados a la crítica simplista llamaría: un tipo anodino y más aburrido que un gato de escayola.
Una mañana de primavera que, en aquella región comenzó como era bastante habitual allí, con lluvias intermitentes, Ernesto Martos, dando muestras de cierta torpeza, provocó tropezase su paraguas con el paraguas de Elvirita Salas que había comenzado la semana anterior de dependienta en una mercería situada en la misma calle que el taller de bicicletas donde laboraba él.
—Perdón —se disculpó ella.
—Perdón. Ha sido culpa mía —reconoció él.
—Bueno, da igual…
—Bueno, adiós…
Debido a la notoria timidez poseída por ambos, apenas si se miraron.
Elvirita Salas no era guapa, no poseía uno de esos cuerpos voluptuosos que llaman la atención y despiertan deseo carnal en los hombres. Elvirita era delgada de cuerpo y feílla de cara, exceptuando sus grandes ojos claros en los que brillaba la limpia candidez de los niños que no han descubierto todavía la existencia del pecado.
Aquel fortuito encuentro sirvió para que, al día siguiente, sin lluvia y sin paraguas abiertos, los grises ojos de Ernesto Martos encontraron acogedor puerto en los ojos aguamarina de Elvirita. Y este encuentro visual les despertó el dormido sentimiento del amor. Cambiaron un escueto “Adiós” y cada uno siguió su camino pensando en el otro.
Ernesto Martos que seguía impactado por la límpida mirada de Elvirita, en un momento en que aflojó el trabajo, escribió el primer poema de su vida.
Supe, nada más verte,
que eras el sol de mi vida,
y que cerca de ti nunca más
me faltarán ni el calor ni la luz.
Como los dos eran personas sencillas, sinceras, directas, la próxima vez que se vieron en la calle, Ernesto le entregó a Elvirita, con mano temblorosa, la hoja de papel donde había escrito su primer poema.
—Toma —le dijo, trémulo de cuerpo y de voz—. Lo escribí para ti.
—¿Puedo leerlo ahora? —preguntó ella toda ilusionda.
—Me gustaría mucho que lo hicieras —respondió él nerviosísimo.
Los lindos ojos de Elvirita recorrieron el escrito, con voz enternecida recitó aquellas pocas palabrasal y llegada al final,  conmovida, preguntó:
—¿De veras te sucedió esto nada más verme?
—Sí. Y me sigue sucediendo —categórico, embelesado él.
—¿Te gustaría que diésemos un paseo juntos algún día?
—¿A qué hora cerráis esta noche la tienda donde trabajas?
—A las ocho —ansiosa ella.
—¿Quieres que pase a recogerte? —él más ansioso todavía.
—Me encantaría —ella encantada.
Y así fue como un chico y una chica, que no eran hermosos por fuera, pero sí lo eran por dentro, unieron sus vidas y conocieron la felicidad de las personas sencillas, que es una felicidad mansa y cantarina como la corriente de los riachuelos de los cuentos de hadas.

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