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CAPÍTULO I
Marta Martínez tiene veinte años, mide un metro setenta y, la última vez que se enfrentó al terror de subirse a una báscula, su peso fue de ciento trece kilos novecientos gramos. Debido a su gordura, Marta es víctima de una sociedad que sigue, borreguilmente, las modas que les imponen unos despiadados dictadores asexuados. En la actualidad poderosos sujetos imponen modelos de aspecto anoréxico, en contraposición a las mujeres de bellas y voluptuosas redondeces, únicamente preferidas ya por unos pocos hombres obstinados conservadores de gustos ancestrales que no se dejan influenciar por nada ni por nadie.
Marta, cuando es atrapada por los inmisericordes espejos, procura fijarse solo en su rostro, poseedor de cierto mofletudo encanto y no en su orondo cuerpo. Desesperada por perder peso, Marta ha probado infinidad de dietas milagrosas. Ninguna le ha servido para otra cosa que sumirla en la más absoluta frustración y continuar siendo una modelo ideal para ensalzadores de la gordura como el nunca bastante ensalzado Fernando Botero.
Antes de vestirse para salir, mientras escucha el tormento de sus tripas vacías, Marta quiere comprobar el resultado de la última dieta de quince interminables, famélicos y torturadores días seguida por su parte con espartana rigurosidad. Quince días comiendo pequeñísimas porciones de lechuga, tomate crudo, huevo duro, filete de rosada hervido sin sal, zumos de fruta sin azúcar, y agua mineral sin gas.
Desnuda, descalza, nerviosa y esperanzada a la vez, coloca la báscula en el centro del cuarto de baño. A continuación, poniendo sumo cuidado para no desnivelarla, ayudándose con ambas manos sobre el lavabo, sube encima del artilugio pesador. Su temerosa mirada busca el recuadro donde aparecerá la cifra que puede elevar su ánimo hacia el cielo de la esperanza o hundirlo en el infierno de la depresión. Parpadea varias veces, horrorizada, incrédula. Sus enormes sacrificios, sus extremados sufrimientos, su exasperante penuria alimenticia le han servido para perder tan solo setenta insignificantes gramos.
—¡Dios misericordioso, no! ¡Quiero morirme! —grita desesperada.
Corre, bamboleante, hacia su sólida cama y tirándose de bruces sobre ella llora desconsoladamente, acordándose de su tía Enriqueta, otra gorda desgraciada que, después de veinte años alimentándose únicamente de verduras hervidas sin conseguir mejorar su aspecto de hipopótamo con gafas, decidió un mal día, darse un brutal atracón de todas las cosas que más engordan, tragarse después del placer orgiástico de todos aquellos sublimes alimentos un tubo entero de barbitúricos y marcharse al otro barrio bien saciada y feliz.
Marta, aparte de obesa, es virgen. Virgen por obstinación suya, pues algún que otro voluntario dispuesto a quitarle la doncellez le ha salido. Pero Marta es romántica y aspira a ser desflorada por un hombre enamorado de ella y viceversa.
Marta tiene una hermana dos años más joven que ella. Se llama Clarita y, para suerte suya, es guapa y poseedora de un cuerpo de sílfide. Lógicamente, estos notorios encantos motivan tenga pretendientes a montones, a los que ella no hace el menor caso. La máxima ambición de Clarita es llegar a ser una gran tenista como Martina Navratilova, Steffi Graff y la todavía en penoso activo Serena Williams. Y persiguiendo esta ambiciosa meta, emplea sus máximas energías y su tiempo libre. Clarita lleva ganados media docena de torneos modestos y es una de las más firmes promesas jóvenes del club de tenis Martino. Demetrio, su entrenador, afirma que si ella consigue perfeccionar notablemente su saque y su revés, llegará muy alto en el deporte de la raqueta y de las pelotas llenas de aire presurizado.
Es noche de sábado. Mientras Marta se lleva el morrocotudo disgusto de haber fracasado en su última dieta, Clarita, su hermana, frente al espejo interior del armario ropero de su cuarto se contempla desde todos los ángulos posibles. Sonríe complacida. Le sienta de maravilla este precioso modelito nuevo en el que ha invertido sus pequeños ahorros de varios meses. El color amarillo siempre la favoreció. Ella no es supersticiosa, y esta prenda hace juego con sus grandes ojos dorados y su pelo rubio, que lleva cortito, a lo chico. Por la parte de arriba, el escote en forma de uve muestra el principio de sus firmes, helénicos senos, y por la parte de abajo buena parte de sus largas y bien torneadas piernas bronceadas por su continua exposición al sol de las pistas de tenis.
Marta, vestida ya, triste y desanimada, se acerca al cuarto de Clarita y le urge:
—Deja ya de contemplarte, presumida. Hemos de irnos. Se nos ha hecho muy tarde.
—Estoy lista, gruñona. Vámonos.
Recogen sus bolsos. Bajan con cuidado las escaleras porque ambas llevan zapatos con tacones altos. Salen a la calle. Sus ojos, de pestañas resaltadas con rímel procurador de volumen, reciben la agresión de las luces estáticas de las farolas, y las luces móviles de los faros de los automóviles soltando por sus tubos de escape el habitual, apestoso olor a carburante quemado.
No localizan ningún taxi libre. Se ven obligadas a darse una buena caminata, pues a esa hora de la noche no funciona más el servicio de autobuses. Clarita anda con su habitual agilidad. Marta camina con la acostumbrada pesadez, jadeante y disgustada.
—¡Cuando no los necesitas encuentras mil taxis! Cuando los necesitas: ninguno.
Media hora tardan en llegar al club de tenis Martino, donde tiene lugar la multitudinaria fiesta a la que han sido invitadas. El local se halla abarrotado de gente, joven la mayoría. Bullicio, risas, y cañonazos ensordecedores salidos de los potentes bafles. En la pista de baile, una multitud frenética se contorsiona, suda, jadea. En la barra se apiñan los sedientos y los adictos al alcohol.
Clarita, enseguida, se ve rodeada por una corte de admiradores. Miradas lujuriosas recorren su voluptuosa figura. Ella les demuestra fastidio, desdén. <<Jauría de lobos lascivos y babeantes. Cuanto menos caso les hago yo, más interés ellos demuestran por mí>>.
Por su parte Marta, fajada hasta casi no poder respirar, recibe humillante indiferencia. Próxima a la depresión decide no pensar en el cruel castigo de la báscula y acercarse al bar. Clavando codos en la muralla de cuerpos que se interponen en su camino, alcanza su meta. El tiempo que tarda el retaco de camarero, abrumado de trabajo, en atenderla, le ha dado tiempo sobrado de calcular las calorías que va a ingerir:
—Por favor, una Coca-Cola light con un chorrito muy pequeño de ginebra.
Cuando el sudoroso empleado se lo sirve, la sedienta Marta ingiere, de un largo trago la mitad de la bebida. Sus ojos buscan a Clarita. La localizan. Está bailando con su entrenador, dueño de tan exagerado tamaño de pies, que en vez de zapatos parece calzar tablas de surfing. Sonríe maliciosa. Tiene escuchado que el tamaño de los pies masculinos tiene relación directa con el de su aparato reproductor. De ser esto cierto, Demetrio igualará el de los asnos.
De pronto siente le tocan el hombro. Se vuelve. Agustín, compañero suyo de facultad; un fideo con bigote lineal y sonrisa cínica, mostrándole su dentadura penosamente desordenada le dirige una vaharada de alcohol y una maldad:
—Oye, Marta, con ese vestido rojo que llevas puesto pareces un camión de bomberos.
—¡Estúpido! ¡Aparta! Hueles a letrina —replica ella indignada, alejándose de él.
Le entran ganas de llorar. Le cuesta tan poco sentirse desdichada. Se acerca donde se encuentra el encargado de la música. Está enrollado con una rubia. Ella, riendo, le golpea las manos que él intenta meterle dentro del escote. Desiste de pedirle ponga una canción que le gusta: Entre la tierra y el cielo. Le pone temblores de emoción su estribillo: Voy a comerte el corazón a besos. Se aburre. Como suele ocurrirle siempre, en las fiestas, nadie la saca a bailar.
Termina junto a la pista de baile. Entre los que bailan no ve a su hermana ni a su entrenador. Supone estarán en el bar. De pronto descubre al feo y esmirriado Agustín bailando un lento con una morena imponente. Piensa con amargura: <>.
Marcha de allí para no seguir viéndolos. Amargada, pide al metro y medio de barman le preste el periódico doblado encima de uno de los anaqueles y también un bolígrafo. Con ambas cosas en sus manos encuentra un pequeño hueco en el mostrador y distrae su muermo haciendo el crucigrama del diario. Poeta japonés de visita en Elvissa. Indios del Lejano Oeste, seguidores de Jerónimo. Objeto decorativo situado en el morro de un Roll-Royce…
—¡Qué asco de fiesta! —abandonando finalmente el crucigrama sin terminarlo.
Se le viene encima un armario de cuatro puertas, embutido en un traje marrón. La transpiración empapa sus dos centímetros de frente. Con lengua estropajosa le ladra al camarero:
—¡Eh, enano! Un güisqui doble, que tengo el gañote seco.
Encogido de miedo, el interpelado le sirve enseguida. Marta queda pillada contra el mostrador por el corpachón del gigante, le grita indignada:
—¿Te quieres apartar de mí, tío bestia? Me estás aplastando.
—¡Vaca! —insulta él con ojos entrecerrados y boca floja.
—¡Hipopótamo!
Marta, empleando todas sus fuerzas consigue empujarlo lejos de ella. El gigantón pierde el equilibrio y en su caída derriba a varias personas. Se forma enseguida un pequeño grupo de curiosos. Clarita surge de entre ellos, toma a su hermana del brazo y la lleva hasta la pista de baile. Están tocando salsa.
—Siempre te metes en líos, Marta —acusa injustamente.
—Quiero irme —gime su hermana, al borde de las lágrimas.
Clarita no responde. Marta cambia de idea porque un chico guapísimo acaba de situarse delante de ella. Los indisciplinados bailes modernos permiten, en cualquier momento, bailar todos con todos. Marta, animándose, lanza siguiendo el acelerado ritmo de la musical sus abundantes carnes en todas direcciones. Durante algunos minutos la alegría encuentra acogedor nido dentro de su acomplejado corazón. Alegría que se esfuma cuando desaparece el joven apolíneo y ocupa su lugar el enclenque Agustín.
—Marta, con la boca abierta pareces una ballena sacada fuera del mar.
Con toda la intención, ella da un bamboleante medio giro y planta el estilete de su zapato encima del empeine del pie de su agraviador. El perjudicado suelta un alarido de dolor y con la pierna perjudicada encogida, cae en brazos del sayón que medio asfixió a Marta en la barra. Los altavoces extienden ahora una pieza lenta. Furioso, el grandullón, lanza a varios metros de distancia al flaco universitario.
—¡Te voy a machacar! —amenaza.
Una docena de pacifistas interviene. Uniendo fuerzas consiguen inmovilizarlo y evitan cumpla su violento propósito. Clarita baila de nuevo con su entrenador. Marta, dando y recibiendo codazos consigue acercarse a la barra. El sudor ha pegado la ropa a su cuerpo adiposo, y la incómoda. Llega junto a ella Ernesto Cuevas, un atractivo admirador de Lisa, la hermana mayor de Marta. Lisa, tres años atrás fue de vacaciones a Suiza, conoció allí a un rico agricultor helvético, se enamoraron, casaron, y allí se quedó ella.
—¿Cómo está Lisa? —se interesa al instante, ensombrecidos de melancolía los bellos ojos claros de Ernesto.
—Felizmente casada y a punto de ser madre.
—¿Puedes hacerme un favor muy grande, Marta? —suplica.
—Di lo que sea, y veré —ella esperanzada, a punto de creer posible lo imposible.
—Mira, cuando hables con Lisa dale cariñosos recuerdos de mi parte, y dile que sigo amándola y la esperaré hasta el fin de mis días.
—Mucha gente dice que Lisa y yo nos parecemos bastante —ofrece Marta, sofocada, es muy de su gusto este ex pretendiente de su hermana mayor.
Un grupito de jovenzuelos bullicioso, gritones, se interpone entre ellos dos obligándoles a separarse. Marta, tras una serie de empujones y tropezones, aterriza de nuevo en el mostrador del bar. El desbordado barman coloca un vaso largo delante de ella. Sin preocuparse de quien se lo ha pedido ni de lo que contiene, Marta está tan sedienta que se lo bebe de un solo trago. La oleada de calor que el líquido ingerido le produce, debido a su fuerte carga alcohólica, la obliga a lanzar un gemido lastimero. Nadie le hace caso. Ella solloza pensando en la enorme cantidad de calorías acabadas de ingerir.
De pronto se ve atacada por una apremiante necesidad y, apretando los gruesos muslos se dirige a los servicios. Hay cola. Se une a los que esperan. Trata de distraer las exigencias de su vejiga recordando la última conversación telefónica que mantuvo con su hermana Lisa. <<Marta, los inviernos son fríos en Berna y donde más calentito y mejor se está es en la cama. Y en la cama Heinz y yo lo pasamos de locura. Estoy segura de que acabaremos teniendo un montón de críos>>. Marta siente cariño hacia su hermana mayor y también envidia. Porque Lisa es guapísima y encima todo le ha salido maravillosamente bien en la vida.
La chica que tiene delante apesta a Seducción Nocturna. ¿Se habrá echado encima un frasco entero? Por la forma de inclinarse hacia delante, apretarse con la mano, sin disimulo, la entrepierna y la expresión de profunda angustia pintada en su huesuda cara denotan está pasando por el mismo apuro que ella. Marta pone en práctica lo que sirve de alguna ayuda en estos aprietos; distraerse, pensar en cualquier otra cosa diferente a estar a punto de orinarse encima. Por ejemplo, un enorme pavo asado encima de una bandeja. Y ella le arranca un muslo y lo acerca a su boca, y antes de hincarle el diente tiene el sibarita detalle de embriagarse con su perfume. Es su turno de entrar al servicio. Se le ha borrado la maravillosa imagen de un momento antes.
Papelinas en el suelo. Cada vez son más los adictos a las drogas. Ni ella ni Clarita caerán nunca en esa trampa mortal. Aliviada, abandona el servicio y se acerca a la multitud que baila. Su hermana sigue bailando con su entrenador. Bailan los dos tan separados, que cabría un contenedor de basura entre ambos. Marta sonríe aprobadoramente. Qué bien sabe Clarita lo que le conviene. El sexo no le interesa en absoluto. Triunfar en el tenis es lo único importante para ella. <>, sostiene Clarita cuando tocan este tema.
A las tres de la madrugada, aburrida como una ostra, bostezando todo el tiempo, Marta considera una buena idea abandonar una fiesta donde todos, menos ella, parecen divertirse de lo lindo.
—Marta, ¿qué haces? ¿No te saca nadie a bailar, tía?
Llegada a su lado, Juanita Palacios, un conjunto de palillos cubierto por un negro vestido de lentejuelas. Ha realizado la maliciosa pregunta, mostrando su boca abierta las treinta y dos fichas de dominó reunidas en su interior.
—Todo lo contrario, Juani. Tengo los pies y los zapatos destrozados de tanto bailar.
—A ti te sale barato el calzado. Como tu padre tiene una zapatería.
—Escucha, bonita, mi padre tiene una zapatería, pero los zapatos no se los regalan, ¿sabes, rica?
—Oye, Marta, ¿has vuelto a engordar o me lo parece a mí?
—¿Por qué no vas al oculista, cara de boñiga? Vamos, es que no ves tres montados en un tyrannosaurus. Precisamente este último mes he adelgazado cinco kilos.
La seriedad con que envuelve el embuste desconcierta a su condiscípula.
—Pues será el vestido que llevas el que te engorda. Oye, cuando decidáis tu hermana y tú iros del pisito que tenéis alquilado, avisadme a mí la primera, ¿eh? Menuda bicoca: un pisito de renta antigua, con tres habitaciones, dos baños y situado casi en el centro de la ciudad.
—De ese piso, nosotras, no nos iremos nunca. Se morirían de tristeza los tres geranios que tenemos en el balcón. Nos idolatran a Clarita y a mí.
—Yo también cuidaría muy bien de esas plantitas. Poseo ese don especial que llaman manos verdes.
—Más que manos verdes, Juani, tú las tienes de pelotari. ¡Mira que las tienes grandes, tía!
Esta malvada observación pone algo de colorido en las escurridas y pálidas mejillas de Juanita Palacios.
—Estás muy borde esta noche, Marta. ¿Has abusado del alcohol, rica?
—Ni lo he probado. Me habrá embriagado tu mirada ojituerta.
—Eres odiosa, Marta gorda. Con razón estás sola. ¡Quién va a aguantarte!
Juanita Palacios, furiosa a más no poder, se da media vuelta con la intención de alejarse.
—Arréglate el relleno de los pechos, Juani. Se te está cayendo y pronto los tendrás en el estómago.
Marta se siente invadida por una oleada de malsano placer. Acaba de ahuyentar a una que vino por lana y ha salido trasquilada. Quiere marcharse. Se siente muy desdichada. Se lo propondrá a su hermana. La buscan sus ojos. Clarita está bailando de nuevo, esta vez con un guaperas. No es conocido. Su hermana, con los codos clavados contra el pecho de su circunstancial pareja, le imposibilita arrimarse a ella. Marta sonríe y juzga: <Clarita sabe defenderse muy bien de los lujuriosos>.
Se empeña en sacarla a bailar un medio hombre cuarentón que ni siquiera le llega a la altura de sus generosos senos y que, cuando Dios repartió gracias faciales a él debió pillarle escondido en alguna parte.
—Se te agradece la invitación, hermoso; pero estoy muy cansada y no bailo más.
—Pues si estás cansada vete a dormir y no nos hagas perder el tiempo a los que no estamos cansados —argumenta él, quisquilloso.
Ella le vuelve la espalda y se hace con otra Coca-Cola light. Y mientras distrae su mirada entre los que bailan descubre, al individuo que ella rechazó unos pocos minutos antes, abrazado a la mujer más alta y llamativa que hay en la fiesta. <<Qué asco de mundo. Siempre hay alguien dispuesto a recoger lo que otros desechan>>.
Cerca de las tres y media Clarita se reúne con ella.
—¿Nos vamos, Marta? —propone.
—Sí, sí. La casmodia me está matando.
—Y a mí —Clarita, bosteza también—. No te has divertido mucho, ¿eh?
—Como me ocurre casi siempre: no me he divertido nada. Te he visto bailar con un tío muy guapo al que tus codos le habrán dejado el pecho lleno de moratones.
—Él se lo ha buscado tratando de arrimarme su cosa medio activa. Se llama Gregorio y sus padres tienen una joyería en la Avenida de la Constitución. Me ha ofrecido una joya bonita a cambio de la joya mía.
Caminan ya hacia la salida. Ansiosa por escuchar algo que le alegre la noche, Marta quiere saber:
—¿Y qué le has contestado a ese corruptor?
—Que se adorne con esa joya bonita el agujero de sus desahogos.
Abandonan el local riendo. La madrugada es fresca, el cielo está estrellado y la luna no se deja ver. Toman un taxi de los aparcados casi delante de la puerta. Poco movimiento de vehículos por las calles. Farolas con insectos revoloteando en torno a sus globos de cristal. El taxista en ningún momento les dirige la palabra. Las dos chicas creen que es mudo, hasta que al final de la carrera les pide por el viaje más de la cuenta.
—No es mudo el tío, Clarita, si no sinvergüenza.
Se pelean con el profesional del volante y consiguen de su parte una corta rebaja en la suma inicial que pidió, y también un par de maldiciones.