INTERCAMBIANDO CUENTOS CON UN NIÑO FILIPINO (MIS VIAJES)

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(Copyright Andrés Fornells)

En mi último viaje a Filipinas un amigo que vive en Manila tuvo la gentileza de invitarme a  comer en su casa: lechón asado, el plato nacional más famoso en su país. Exquisitez que cocinan a fuego lento relleno de papayas y hojas de tamarindo. Por cierto, que los frutos del tamarindo son muy recomendados como laxantes, añado por si a alguien le sirve esta información.

Mi amigo, que es filipino, lo mismo que su señora y su hijo de ocho años, me mostraron en todo momento una cordialidad y hospitalidad dignas de los mayores elogios. Mientras disfrutábamos de la excelente comida, hablamos un poco de todo, en inglés, lengua que Filipinas domina una buena parte de su población. Hablamos de política, arte, deportes (especialmente, para satisfacer mi curiosidad, sobre la lucha de palos, lucha que en los tiempos antiguos era a muerte, y que durante mi estancia allí tuvo lugar todos los viernes después  de las peleas de gallos), y, como no podía ser de otra manera, hablamos de literatura también, pues este amigo tagalo es periodista.

Mientras tomábamos café después del suculento almuerzo, mi amigo me pasó una petición de su hijo, cuyos negrísimos, grandes y bellos ojos me habían estado observando todo el tiempo con extremado interés.

—Mi respetuoso hijo me ha rogado que te pida le cuentes un cuento para niños. Un cuento que sea muy popular en tu país.

Me avine enseguida a complacerle. Recordé que a mis hijos, de pequeños, les había impresionado mucho el cuento de Caperucita Roja y el lobo feroz, y le pregunté si le gustaría oírlo. Pero entonces intervino su padre y me dijo que su hijo no sabía lo que era un lobo, porque en su país no los tenían.

—Bien, entonces le contaré el de Los tres cerditos, que sí tenéis en vuestro país como acabamos de disfrutar.

Le conté el cuento y el niño lo escuchó entre continuas risas. Cuando terminé le pedí me dijera por qué se había reído tanto, y me contestó que le había hecho muchísima gracia que los cerditos de mi cuento supieran hablar y fueran tan divertidos. Entonces, animado, aquel niño me dijo si quería escuchar un cuento filipino, y le respondí inmediatamente que lo escucharía encantado.

Volviendo a componer una expresión ilusionada, el pequeño me contó que según una antigua leyenda, dentro de su país existe una montaña toda ella de oro, y que nadie sabe dónde está situada. Muchísima gente la ha estado buscando durante cientos de años, pero nadie ha conseguido encontrarla.

—¿Y sabes por qué no han podido encontrarla? —me preguntó el chiquillo.—. Moví negativamente la cabeza, pendiente por completo de su relato-. Pues no la han encontrado porque sólo podrá encontrarla un niño que sea bueno y obediente, pues sólo un niño que sea así podrá ver lo que existe en lo invisible y verá al Hada Chata sentada en la cumbre de la montaña de oro. Yo descubriré donde se encuentra el Hada Chata y esa montaña y se la regalaré a mis papás a los que quiero muchísimo.

Fue cuando él dijo está última frase que a mí se me llenaron de humedad los ojos, me acordé de mis hijos y decidí que había llegado el momento de hacer la maleta y regresar a casa. Llevaba ya demasiado tiempo lejos de mis seres queridos. 

 

 

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