DIEGO EGARA, DETECTIVE (CAPÍTULO II PÁGINAS 19 Y 20)

CAPÍTULO II
En el primer piso de un edificio antiguo situado en uno de los barrios viejos de la Ciudad Condal tengo ubicada mi pequeña agencia. Mide en su totalidad unos veinte metros cuadrados. Cuento dentro de ella con media docena de baqueteados muebles, adquiridos de segunda mano con los pocos ahorros que conseguí trabajando de profesor de karate durante varios meses, ocupación a la que me dediqué nada más abandonar la universidad antes de terminar la carrera de Derecho, causándoles una enorme decepción a mis sacrificados padres que soñaban con verme convertido en un importante abogado.
A la entrada tengo un felpudo rectangular con deste-ñidas amapolas impresas, para restregar los zapatos moja-dos en época de lluvias. Algunos centímetros más allá del felpudo se encuentra la puerta provista de cristales opacos. Uno de ellos, situado en el centro, lleva escrito, en artísticas letras doradas, Diego Egara, detective privado (mi nombre y mi profesión).
En el interior del local, casi pegado a la ya mencionada puerta, ofrece su cilíndrica boca un paragüero de plásticos de color marfil con figuritas en relieve de cisnes, cuyo habitual y fiel ocupante es un grande y viejo paraguas negro que heredé de mi abuelo Silvino. Al lado del mismo, monta guardia la esperpéntica figura de un perchero antiguo. Es de madera y posee cuatro colgadores que, por la forma que tienen, un hambriento, podría confundir con champiñones.
Arrimado a la pared izquierda, según se entra, un destartalado sofá de dos plazas mantiene su estabilidad apoyándose contra ella. En la pared del fondo, para que los vea bien quien entre, está mi mesa escritorio con cuña debajo de una de sus patas para quitarle su afición al baile. Detrás de esa mesa, mi silla giratoria con tendencia a chirriar cuando no le gusta alguna de las posturas que adopta mi cuerpo. Y situados frente a mi protestona silla, separados por la mesa, cuento con dos gimientes sillones destinados a los traseros de mis visitantes.
Al lado derecho de mi silla se encuentra el archivo metálico que me regaló mi cuñado Sergi, cambiando, en mala hora, su buena idea inicial de tirarlo a la basura. Lo acepté para no disgustarle. Este archivo retro no lo he usado ni lo usaré nunca, y para lo único que sirve es de vivienda a varias familias de arañas y a sus repetitivas y jamás innovadas construcciones.
Repartidos en lo alto de mi mesa-escritorio de barniz empobrecido, conviven, pacíficas, dos guías de teléfono, una montaña de facturas caducadas, un ordenador antiguo, portátil, que no siempre demuestra deseos de funcionar, y un teléfono rojo estilo Hollywood años cincuenta que adquirí en el Mercat del Encants un día que unos pocos euros me quemaban el bolsillo y me deshice de ellos.
En cuanto a las paredes, pintadas de un desvaído color azul, comparten espacio con la autorización enmarcada para ejercer la profesión que, llevado de mi espíritu curioso y aventurero escogí, y uno de esos planos de la ciudad que la oficina de turismo

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