¿QUÉ ES EL AMOR? (RELATO)

¿QUÉ ES EL AMOR? (RELATO)

¿QUÉ ES EL AMOR?

(Copyright Andrés Fornells)

Hubo una vez un rey muy rico y poderoso que, impulsado por una ocurrencia que acababa de tener, le hizo una inesperada pregunta al más sabio de sus consejeros:

—Dime, hombre sabio, ¿qué es el amor según tú?

Su consejero, que era muy prudente y astuto le respondió de inmediato:

—El inmenso cariño que yo siento por su majestad es amor.

—No, lo que tú sientes por mí no es amor. Es reconocimiento por lo generosamente que pago tus servicios y quizás también algo de miedo a lo que puedo hacerte si me traicionas.

Su consejero, temiendo poder enojarle contrariándole, guardó respetuoso silencio. En días sucesivos, a todos aquellos a los que el monarca hizo la misma pregunta, le dieron parecida respuesta a la del precavido consejero suyo. Disgustado, el monarca consideró:

—Tengo muy claro, que ninguno de vosotros sabéis lo que es el amor.

Una mañana, este rey sintió el deseo de darse un largo paseo y salió de su palacio rechazando el ofrecimiento de sus guardias de acompañarle.

—No hace falta. En mi reino no tengo enemigos —presumió, temerario.

El soberano se alejó mucho más de lo que acostumbraba y se adentró por una larga extensión de terreno yermo, abandonado. <<Qué tierra tan mala. Aquí no crecen ni los cardos, pensó>>.

De repente le entró hambre. Y como era buen comedor, siempre que abandonaba su palacio solía llevarse con él un gran bocadillo. Lo sacó del bolsillo, le dio un primer mordisco y de pronto descubrió que un chiquillo desarrapado, delgadísimo, lo estaba observando medio oculto detrás de un árbol.

El rey se compadeció de él y lo llamó:

—Ven. Acércate.

Despacio, temeroso, observándole con ojos desconfiados, el pequeño dio unos cuantos pasos y se detuvo a prudente distancia de él.

—¿Tienes hambre? —le preguntó el rey, convencido de que su respuesta sería afirmativa.

Y en efecto, el niño asintió repetidas veces con la cabeza.

El monarca alargó el brazo y le ofreció el bocadillo casi entero.

Tímidamente, a pasitos muy cortos, escrutando todo el tiempo el mofletudo rostro del soberano, el pequeño llegó junto a él y elevó sus sucias y temblorosas manos. Manos que se cerraron con avidez en torno de la comida y, cuando el rey la soltó el niño la abrazó contra su pecho musitando:

—Gracias… Muchísimas gracias.

Transcurrieron varios segundos. El rey y el niño permanecieron inmóviles, observándose. Extrañado por la conducta del chiquillo, el monarca quiso saber:

—Si tienes mucha hambre, ¿por qué no te comes el bocadillo que te he dado?

—Porque voy a llevárselo a mi madre y a mis dos hermanitos que lo necesita más que yo.

Dicho esto, el niño salió corriendo, sus flacas piernas fortalecidas por la alegría que, con aquella comida iba a procurar a los suyos.

El soberano, conmovido, decidió que castigaría a sus chambelanes por permitir que hubiese pobres en su reino, y ordenaría premiaran al niño que había sabido contestar a la pregunta que no habían sabido responder los hombres más ilustrados, más eminentes de su corte: qué era el amor.

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