UNA TRISTÍSIMA HISTORIA DE AMOR (MICRORRELATO)
Regresé a España después de una larga estancia en Alemania, donde tengo varios amigos estupendos. Esperaba a que las cintras transportadoras trajeran los equipajes del vuelo en el que yo había ve nido, cuando una mujer vino a colocarse a mi lado. La miré. Ella me miró y a pesar de los casi veinte años que llevábamos sin vernos nos reconocimos, y a la vez exclamamos:
—¡Primo Antonio!
—¡Prima Elisa!
Nos abrazamos cariñosamente. Nos examinamos sonrientes.
—¡Qué cambiado estás!
—¡También tú!
—Para creerse lo de aquel tango que decía: Que veinte años no es nada…
—¿Recuerdas que lo bailamos en tu boda?
—Lo recuerdo. Nos gustaba tanto bailar.
—Éramos jóvenes y sabíamos divertirnos. Hemos venido en el mismo avión desde Stuttgart y no nos hemos visto durante el viaje.
—He estado todo el tiempo leyendo un libro. Sigue siendo, la lectura, una de mis grandes pasiones.
—Yo me he entretenido con la traducción de un texto en inglés que me ha encargado una sociedad colombófila. Nos perdimos la pista hace una eternidad. Tu marido era director de una empresa metalúrgica alemana —recordé.
—Sí, por eso nos fuimos a vivir a Stuttgart y sigo viviendo allí. Mi marido murió el año pasado. Estoy aquí para ver a mi hijo que está estudiando en la universidad Pompeu Fabra.
—¿Cuántos hijos tienes?
—Solo éste. ¿Y tú?
—Ninguno. Sigo solterón.
—Si no fuese por este hijo al que quiero tanto y él me quiere a mí, de igual modo más me habría valido a mí no haberme casado.
Su rostro adquirió una repentina tristeza, una profunda amargura. Me despertó inmediatamente un sentimiento compasivo.
—Fuiste desdichada en tu matrimonio creo entender —manifesté cogiéndole con suave afecto un brazo.
—Muy desdichada —sus ojos llenándose de lágrimas.
Imagínate vivir veinte años en compañía de un hombre y haber gozado con él de una sola noche de amor, aquella en que engendramos a nuestro hijo. No quise ahondar su dolor diciéndole lo que yo (y algunos más) con el tiempo habíamos sospechado sobre su esposo. Tuve la discreción de no decírselo.
Yo estaba vigilando la cinta. Le pedí perdón para coger mi maleta. Enseguida vino la suya y la cogí yo en un gesto caballeroso que me correspondía.
Ella había sacado un pañuelito de su bolso y se estaba secando los empapados ojos.
—¿Vives aquí en Barcelona? —me preguntó, anhelante.
—No. Solo permaneceré aquí dos días. Debo visitar a un amigo y también una empresa que contrata mis servicios como traductor.
—¿Te gustaría que nos visemos y tomando un café recordásemos los tiempos en que fuimos jóvenes, alegres, divertidos y esperábamos tener un futuro esplendoroso?
De nuevos se asomó el llanto a sus melancólicos, bonitos ojos grises.
Me sentí en la obligación de mostrarle la generosidad por mi parte que ella necesitaba y le dije:
—Claro que me gustaría muchísimo eso. Dame el número de tu teléfono móvil, y yo te daré el número del mío.
Lo hicimos así. Cuando salimos a la sala exterior ella se abrazó a un risueño joven que entendí era su hijo. Yo seguí adelante, cogí un taxi y le di la dirección del hotel donde tenía reservada una habitación. Ella me había transmitido su tristeza. La arrinconé enseguida. Ella no había logrado ver realizados sus sueños de juventud y, por el contrario, yo tenía la clase de vida que siempre había querido: no tener que ocuparme nada más que de mí. No tener responsabilidades ninguna, y me gustaban mi trabajo y mi libertad. Tal vez, si ella me lo pidiese, fuésemos a una sala de baile y bailásemos un tango igual que lo habíamos bailado durante su boda.
(Copyright Andrés Fornells)