UNA INOLVIDABLE TARDE DE TOROS (RELATO)

(Copyright Andrés Fornells)
La Monumental Plaza de Toros de Méjico. Aforo: más de cuarenta y una mil personas. A diferencia de España, en vez de a las cinco de la tarde, allí las corridas comienzan a las cuatro.
Aquella tarde toreaban tres diestros, uno era mujer, y los otros dos, hombres. Yo ocupé en la plaza, abarrotada de taurinos, una localidad de sol que era a lo más que entonces podía llegar mi pobre economía de mochilero trotamundos.
En lo alto, un cielo deslumbrante y colérico arrojaba sobre los que estábamos en la zona mía, una despiadada lluvia de plomo derretido.
A mi lado derecho tenía a dos tipos que por su habla, totalmente desconocida para mí, debían provenir de algún país del Este de Europa. Y a mi izquierdo tenía a un hombrecillo de mediana edad, muy moreno de cara, de lacios cabellos canosos, tres mechones de ellos colgándole cerca de los ojos. Sudaba él tanto como yo y, a no tardar, con esa naturalidad que todavía sobrevive en tanta gente de nuestros pueblos, me dirigió la palabra:
—La fiesta de los toros es lo más grande del mundo, ¿verdad, señor?
—Pocas cosas más grandes habrá, si es que hay alguna —respondí imitándole la vehemencia y el gesto de secarme la frente con un pañuelo que se estaba empapando por momentos.
—Antonio González —dijo ofreciéndome su mano pequeña, callosa, sincera.
La estreché con firmeza, al tiempo que le decía mi nombre.
—Por el habla me parece que usted no es de por acá…
—Soy español.
—¡Ah, caray! Un pueblo hermano el español —muy amistosa su voz y su actitud.
A partir de aquel momento compartimos con agrado y apasionamiento conocimientos taurinos y opiniones. Y como era de prever coincidimos en lo principal y es que las corridas de toros representan como ningún otro festejo de cuantos se celebran en nuestro superpoblado planeta, todo el arte, la elegancia y el valor que un ser humano es capaz de derrochar mientras se juega la vida.
—Y quienes critican, atacan y tratan de acabar con nuestra fiesta, son unos absolutos cobardes, además de ignorantes —sentenció Antonio González, acalorado ahora por el coraje que sentía, además de por la inclemente climatología.
Asentí enérgicamente con la cabeza y le pregunté si había visto torear antes a Guadalupe Morales, y descubrí que a él lo había traído a la plaza la misma curiosidad que a mí.
—Dicen que tiene tanto valor y arte como cualquier hombre, si no más. Yo nunca antes he visto torear a una mujer, mano. Siempre me ha parecido que esto del toreo es cosa de hombres. A lo mejor hoy cambio de idea.
—Estoy en el mismo caso que usted, amigo —coincidí con él.
El clarín anunció que iba a dar comienzo la corrida. Muy gallardos y serios los tres matadores dieron el paseíllo. Aplausos y silbidos, especialmente para Guadalupe Morales, que era esbelta y muy guapa.
—Es mucha la gente que no le gusta que las mujeres toreen —reconocí.
—La falta de costumbre, digo yo que será.
—Algo de eso habrá.
Actuaron primero los dos diestros. Estuvieron bastante bien y consiguieron una oreja cada uno además de la vuelta al ruedo. El respetable se estaba divirtiendo. En la parte del ruedo donde yo me encontraba empezaba a darnos la sombra. El calor se volvía más soportable.
Y salió el tercer toro, impetuoso, zaino, con unos pitones enormes. Se dio una veloz carrera dentro del ruedo. Eludió los capotes de dos subalternos. Entre los espectadores se produjo disparidad de opiniones. Unos aficionados le vieron mucha casta al animal, y otros juzgaron que tenía poca. Lo acostumbrado. Apareció el picador con su puya. Era un veterano sobrado de peso y experiencia. Surgieron de inmediato voces reclamando que saliera Guadalupe Morales a acercarle el astado al hombre montado a caballo. Había muchas ganas de verla enfrentarse a aquel morlaco de casi seiscientos quilos.
Guadalupe Morales se prestó a la petición generalizada y abandonó la protección de la barrera. Llevaba el pelo, negrísimo como el plumaje del cuervo, recogido detrás de la nuca, la cabeza alta y en su cara una expresión de valentía. El ajustado traje de luces resaltaba su escultural figura. Recibió además de los aplausos de rigor, silbidos de admiración y requiebros. Ella desplegó la capa y se fue para el fiero animal, elegante, sinuosa de movimientos, muy torera. Y logró con dos largas afaroladas dejar el toro delante del picador. La fiera, en una clara demostración de bravura, atacó con fuerza al caballo y su jinete le clavó la puya en todo lo alto. Puyazo certero y hondo. Comenzó a manar sangre de la herida. La gente protestó ruidosamente y Guadalupe Morales no permitió que lo castigaran más. Se aclamó su decisión. Los banderilleros lo hicieron muy mal y fueron abucheados. Sólo habían conseguido clavar en buen sitio la mitad de los palos.
—Ese animal está entero, mano —dijo mi vecino de asiento, preocupado.
Le di la razón, pues coincidíamos en esa apreciación. Un repentino, indefinido y sin embargo hondo malestar se estaba apoderando de mí.
La mejor actuación de la tarde la realizó Guadalupe Morales. Primero con el capote, envolviendo, burlando, mareando al morlaco, con bellísimos remolinos de paño rojo y viento ondulante, volatinero. Los espectadores, volcados con ella, nos rompíamos las manos aplaudiéndola, y enronquecían nuestras gargantas coreando su nombre y rematando el entusiasmo con enardecidos olés.
Y si ella lo hizo genial con el capote, en su faena con la muleta alcanzó la perfección. Burló al impetuoso animal una y otra vez realizando extraordinarias, sublimes figuras de ballet que enloquecieron de entusiasmo al respetable, cuyos maravillados ojos absorbían hasta el menor de sus movimientos. El triunfo de Guadalupe Morales se preveía apoteósico.
Llegó la hora de la verdad. Esa hora en que el diestro con un cuerno de acero se enfrenta a vida o muerte con los dos cuernos del astado.
Guadalupe Morales se llevó el toro al centro del ruedo para que todo el público pudiera presenciarlo bien, pudiera disfrutar el remate de su genial faena.
Se hizo un silencio absoluto. Todos los presentes contuvimos la respiración y dejamos de parpadear para no perdernos detalle. Guadalupe Morales no tardó en tener el toro posesionado como ella quería: con las pezuñas delanteras juntas y cuadradas con respecto a las patas traseras, y la cabeza humillada.
En el último instante sacrificial es cuando más igualados están la bestia y el diestro, pues éste deja de ver hacia dónde se dirigen los cuernos del toro. La suerte escogida por ella fue a volapié y recibiendo. Con la muleta enrollada en su mano izquierda, el otro brazo en alto, extendido y armado con la espada citó al toro al mismo tiempo que se adelantaba un paso. Fiera y matadora se juntaron y lograron su objetivo. Ella clavó hasta lo más hondo de las agujas del animal su estoque, y la fiera salvaje su cuerno derecho en el delicado pecho femenino.
La plaza entera soltó un ensordecedor, gemebundo alarido de dolor, que apagó el grito de la joven. Dos peones se la llevaron con la mayor rapidez posible hacia la enfermería. Del seno izquierdo de Guadalupe Morales salía ya la sangre a borbotones. Durante un par de minutos se mantuvo en la plaza un silencio total, estremecedor, dramático, trágico. Ni respirar se escuchaba. En los ojos de todos podía verse reflejado el más profundo, doloroso horror.
Después, poco a poco se fue formando un oleaje de voces pesarosas, patéticas, desdichadas.
Mi vecino de asiento y yo, nos miramos. Ambos con las lágrimas asomadas a los ojos y realizando titánicos esfuerzos por mantenerlas presas.
Yo me marché sin decir nada, muy consternado, igual que otro buen número de espectadores que buscó las salidas. Ríos de llanto rodaban por mis curtidas mejillas. Estaba pensando en mi madre y mis hermanas.
Jamás he vuelto a pisar una plaza de toros.