UN LADRÓN DE JOYAS ACORRALADO (RELATO NEGRO)
UN LADRÓN DE JOYAS ACORRALADO
(Copyright Andrés Fornells)
En un barrio marginal del extrarradio de la ciudad de Londres, Paloma Lassard, una bella joven cuyo esbelto cuerpo cubría un discreto vestido de color verde, después de recoger del panadero la bolsa con los dos panes redondos que acababa de pagar salió a la calle. Se detuvo un momento en la acera como si dudase de algo. No era así, sabía muy bien lo que hacía. Estar siempre alerta y precavida se había convertido en algo imprescindible para ella. Sus agudizados ojos recorrieron todo cuanto se hallaba a su alcance.
Llamó su atención un hombre con traje gris parado junto a un quiosco de prensa. Parecía estar sumido en la lectura de un periódico que sujetaba con ambas manos. El corazón le dio un vuelco al considerar la posibilidad de que la hubiesen localizado y siguiéndola a ella dieran con René, su marido.
Disimulando el repentino pánico que le había entrado ca minó hacia donde se encontraba aquel individuo y pasó por delante suya, con fingida tranquilidad y sin tan siquiera mirarlo.
Enseguida, este hombre comenzó a seguirla manteniendo entre ambos una prudente distancia. Andados unos veinte metros, Paloma se fijó en otro hombre, éste vestido con un traje marrón que, situado delante del escaparate de una ferretería, fingía estar viendo los artículos allí expuestos. Pasó también por su lado sin prestarle atención ninguna.
A espaldas de ella, el individuo que había comenzado a seguirla inmediatamente le hizo una seña al sujeto del traje marrón y este marchó en busca de la calle paralela a la que caminaban él y Paloma. Ella, que era muy intuitiva, se detuvo de pronto delante de una zapatería y por la luna del escaparate pudo ver como se detenía también, a corta distancia de ella el tipo del traje gris.
El corazón le dio un vuelco. Sin duda alguna la policía había descubierto que ella y su marido vivían en este barrio londinense. Se puso muy nerviosa. Tendría que ingeniárselas para escapar de su vigilancia. El tipo era bastante obeso. Quizás ella consiguiese escapar de él, corriendo. Su cerebro, un tanto obnubilado por el inminente peligro, le aconsejo tomar una decisión que resultaría errónea por completo. Se subió la falda varios centímetros por encima de las rodillas echó a correr con la máxima rapidez que le permitieron sus piernas. Para no perder ni un segundo, no volvió ni una sola vez la cabeza. Recorridos unos cincuenta metros llegó a la esquina y giró.
El agente estaba gordo, pero era joven y fuerte. Ella solo había conseguido distanciarse de él unos diez metros. Cuando él llegó a la esquina por la que había desaparecido ella miró a lo largo de la calle y no la vio. Se detuvo jadeante. El policía del traje marrón tardó solo unos segundos en reunirse con él. Aunque estaba más delgado, jadeaba también y el rostro lo tenía bañado en sudor.
—Ha debido meterse dentro de alguno de estos tres primeros edificios. Solo la perdí de vista un segundo —afirmó su compañero—. Tendremos que registrarlos, y para eso necesitaremos ayuda. Voy a llamar a la comisaría y pedir que nos envíen algunos hombres.
—Esta vez no conseguirán escapar de nosotros, René el Camaleón y su cómplice.
—Los dos tienen que estar en uno de estos tres edificios. Más lejos no ha podido ir ella. Me llevaba una ventaja muy corta.
—Los cogeremos.
Diez minutos tardó la furgoneta con ocho agentes dentro en llegar junto a los dos inspectores de policía. Los recién llegados fueron distribuidos de manera que los tres inmuebles pudieran ser registrados a la vez.
Los dos detectives entraron juntos en el primer edificio. La mujer que se ocupaba de la portería echó una mirada a las fotos que ellos dos le mostraron y quiso saber:
—¿Por qué los buscan?
—Eso no es de su incumbencia. ¿Se alojan aquí o no? —impaciente, avasallador, uno de los policías.
La mujer se mostró renuente, calmosa, desde su actitud a su habla.
—Sin mostrarme ustedes una orden judicial, creo que no estoy obligada a responder a sus preguntas.
—Como no me responda inmediatamente la acusaremos de obstrucción a la justicia y de encubridora y puede que termine en la cárcel hoy mismo —amenazó, enfurecido, el inspector del traje gris.
La mujer se asustó.
—En el tercero “C” hay dos personas que se parecen a las personas de estas fotos —devolviéndoselas.
—Deme un duplicado de la llave del tercero “C”—exigente, apremiante.
Consiguió intimidar a la portera que dirigiéndose a un cuadrito de madera que había fijo en la pared, en el cual había una serie de alcayatas con llaves colgadas, cogió una de ellas y se la entregó.
Los dos inspectores salieron corriendo hacia el ascensor. Alguien estaba haciendo uso de él en ese momento.
En el tercero “C” Paloma que todavía no había recobrado el aliento perdido en la veloz carrera, después de haberle contado a su marido la persecución que había sufrido, al borde ya del llanto, se disculpó:
—Lo siento, mi amor. Me asusté tanto que lo único que se me ocurrió fue venir aquí y ahora ellos nos detendrán.
René el Camaleón la estrechó en sus brazos y trató de tranquilizarla:
—Tú no tienes culpa ninguna, cariño. Yo debí haberme retirado tiempo atrás. Mi último robo en el dúplex, del multimillonario Mauricio Coudreux nos ha traído mala suerte. Debía haber alguna cámara oculta en la planta baja que te filmó cuando me esperabas con el coche.
Mientras consideraba esta posibilidad, la mente del famoso ladrón de joyas buscaba afanosamente alguna posibilidad de escapar. Solo encontró una y era tan peligrosa que podría costarle la vida. Decidió que no le quedaba otra, pues prefería morir a pasarse un montón de años preso.
—¿Qué podemos hacer ahora, René? —angustiadísima Paloma, bañándole con su llanto la pechera de la camisa.
—Lo estoy pensando, Paloma.
—Por favor no le dispares —conocedora de que él poseía un arma—. Es preferible unos años de encierro que la muerte. Yo te esperaré el tiempo que haga falta. Te amo con toda mi alma.
—Lo sé, Paloma. Eres lo mejor que me ha sucedido jamás. No te atormentes, no pienso emplearla. Escucha, amor mío, los maderos tardarán muy poco minutos en localizar nuestro paradero. No ofrezcas resistencia ninguna. Te someterán a varios interrogatorios No podrás acusarte de nada. Tú di todo el tiempo que ignoras las actividades delictivas mías. Que tú nunca has actuado conmigo. A excepción del último robo, todos los demás los cometí antes de que tú y yo nos conociéramos. Ocurra lo que ocurra nos reuniremos de nuevo en el café donde nos conocimos. ¿De acuerdo? Procura ser fuerte y proclama todo el tiempo tu inocencia.
En aquel momento escuchar un veloz y fuerte ruido de pasos.
—Ya están aquí —dijo convencido René—. Pon la cadena de la puerta y entretenles un momento preguntándoles quienes son y qué quieren.
—¿Qué vas a hacer tú? —corriendo ella hacia la puerta y siguiendo, enseguida la orden de él.
No obtuvo respuesta por parte de su marido. Los pasos se habían detenido y una llave entró en la cerradura de la puerta.
Paloma, que había llegado a tiempo de poner la cadena y santiguarse después de haberlo hecho. El que empujaba la puerta notó la resistencia de la cadena.
—¿Qué ocurre? —preguntó Paloma haciéndose visible en la pequeña abertura que había quedado, mostrando cara de sorpresa.
—Quite la cadena o tiramos la puerta abajo —advirtió el policía que acababa de abrir con la llave.
—¿Por qué tengo que quitar la cadena? ¿Quiénes son ustedes? ¿Qué quieren? —pretendiendo Paloma ganar todo el tiempo posible.
La respuesta fue una brutal patada a la puerta, por parte del policía obeso. Con su violenta acción arrancar la cadena y, por muy pocos milímetros no golpeó la puerta a Paloma. Los policías viéndola con los brazos en alto pasaron por delante de ella, cruzaron el saloncito y se metieron en el dormitorio ambos con sus pistolas preparadas.
Pastora aprovechó para cerrar del todo la ventana de la sala de estar que se encontraba solo ajustada. Se apartó enseguida de ella. Los agentes estaban haciendo un gran ruido tirando al suelo el contenido del armario, de la cómoda, de los cajones de la mesita de noche.
Finalmente, transcurridos algunos minutos vinieron junto a Paloma y apuntándola con sus armas le preguntaron extremadamente furiosos:
—¿Dónde está el canalla de tu marido? ¡Habla!
Ella rompió a llorar y con voz entrecortada respondió:
—No lo sé. Se marchó esta mañana y no ha vuelto.
—¿A dónde ha ido?
—No lo sé. No me lo dijo.
—¿Dónde tenéis escondido todo lo que habéis robado?
Ella puso cara de sorpresa.
—Mi marido y yo no hemos robado nada —defendió sin dejar de llorar.
—¿De qué vivís entonces vosotros dos?
—Mi marido tiene algo de dinero.
—¿De dónde ha sacado tu marido ese dinero? —agresivo, intentando intimidarla el más malcarado de los dos funcionarios.
—No lo sé. Llevamos muy poco tiempo casados.
—Claro que lo sabes —poniéndole, furioso, una mano en el cuello.
—Vamos a llevarnos a esta zorra a comisaría y allí la interrogaremos exhaustivamente —propuso su compañero guardándose el arma en su funda sobaquera.
El más violento de los dos policías soltó el cuello de la mujer para atender la llamada que acababa de recibir su teléfono móvil. Lo sacó del bolsillo y abrió línea. Su superior quería saber cómo iba la misión que les había encomendado.
—Lo hemos registrado todo y ni rastro de él y tampoco hemos encontrado joya ninguna. Tenemos aquí a su mujer que dice no saber nada sobre las delictivas actividades de su marido y tampoco conoce donde puede estar ahora. Dice que se fue de su lado esta mañana temprano y no ha vuelto a saber de él.
—“¡Mierda! Ese cabrón es escurridizo como una anguila. A su mujer traedla aquí quizás podamos sacarle algo. Y dejad a un par de hombres en ese apartamento por si ese delincuente regresa ahí.
A Paloma la esposaron y se la llevaron a comisaría. Allí la sometieron, durante horas y horas a un interrogatorio agotador, despiadado. Ella supo dar siempre una imagen de inocencia. Se mostró dócil y resignada a su mala suerte. René se le había mostrado siempre encantador. Ella nunca sospechó que pudiese ser un ladrón reclamado por la policía de varios países. Estando con ella jamás había cometido delito ninguno.
—¿Cómo le conociste?
—Lo conocí en el autobús de esta ciudad. Hace de eso unos dos meses. Yo estaba sentada junto a la ventanilla. Él ocupó el asiento vecino al mío. Hablamos. Simpatizamos. Me gustó desde el primer momento. Es un hombre educado, amable, culto.
—Y el mayor ladrón de joyas del mundo —saltó furioso el policía.
Ella se hizo la incrédula todo el tiempo.
—Me es imposible creer todas las cosas malas que me dicen sobre mi marido. Yo nunca le he visto hacer nada malo. Incluso lo he visto dar limosna a algunos sintecho que le pidieron ayuda. ¿Están seguros de no confundirlo con otro?
—Mujer, ¿tú eres estúpida o te lo haces? —perdiendo los estribos su interrogador.
Más paciente, el otro policía preguntó:
—¿Cuándo os casasteis y dónde?
—No estamos casados —mostrando ella un sentimiento de vergüenza—. Pero nos hemos tenido siempre un cariño como si lo estuviésemos. Como si estuviésemos casados.
Y rompió a llorar desconsoladamente. Los inspectores estaban empezando a aceptar la posibilidad que ella fuese una joven ingenua a la que el famoso ladrón, con su verborrea y el mucho mundo que tenía la hubiese conquistado fácilmente. Ni en el registro anterior, ni en otro nuevo que realizaron en el apartamento, dieron con nada que pudiese incriminar a sus ocupantes ni tampoco nada muy valioso. Sospecharon que René el Camaleón pudiera tener otra guarida donde podía estar escondido. A este respecto nada pudieron sacarle a Paloma que aseguró todo el tiempo que semejante cosa la consideraba totalmente imposible.
No pudieron acusarla de delito alguno, pues en el apartamento no encontraron nada que pudiese considerarse ilegal o delictivo. La retuvieron el máximo de tiempo que les permitía la ley.
El comisario, tan frustrado como sus colaboradores, expuso:
—Tendremos que soltarla. No tenemos pruebas de que ella supiera realmente quien era ese maldito ladrón con el que vivía, ni tampoco de que ella haya tomado parte en ninguno de sus robos. Las cuatro joyas que ella tiene son de bisutería. Aparte de que ese maldito ladrón llevaba muchos robos de joyas cometidos antes de conocerla a ella. Sin embargo, la vigilaremos todo el tiempo por si nos ha mentido sobre que desconoce su paradero, y si trata de reunirse con él los detendremos a los dos.
Este plan les pareció el mejor que podían seguir. La dejaron libre. Paloma agotada cogió un taxi dos calles más allá de la salida de la comisaría. Actuó como no tuviese ni la más remota sospecha de que pudieran seguirla.
El taxi la llevó hasta el dentro de la ciudad. Ella se bajó y echó a andar. Se mostraba sorprendentemente tranquila. Caminaba sin prisa. Se detenía en escaparates de tiendas. Casi todas boutiques. Perdía tiempo observando lo que llevaban puesto las maniquís. Finalmente entró en una tienda de ropa. Estuvo viendo los vestidos de los expositores. Entró en el probador con un vestido y algunos minutos más salió del probador y le entregó el vestido a la dependienta diciéndole que lo quería.
Cogió otro vestido y se metió en un probador diferente al anterior. El sitio donde estaba situado ese probador quedaba fuera de la vista del agente que la había seguido hasta allí y la vigilaba.
Pasaron varios minutos. Ella no salía. Al agente le pareció sospechoso que tardase tanto. Alarmado entró en el local, pasó delante de la empleada que mantenía el vestido que Paloma le había entregado metido en una bolsa. Apartó la cortina del probador. Encima del asiento estaba el vestido que supuso quería probarse la sospechosa. Siguió adelante por un pasillo, encontró una puerta, y abriéndola descubrió que esa puerta daba a otra calle. Miró hacia todos lados. Ni rastro de su perseguida.
Nada volvió a saber la policía londinense de Paloma y René, que nunca volvieron a por las pertenecías suyas dejadas en el apartamento alquilado.
* * *
París. Zona de Pigalle. Bistró Les Amoureux. Hora del aperitivo. Lleno de clientes. Flota en el aire olor a café y a humanidad. Un travesti, sentado a una de las mesas del fondo no llama la atención de nadie en una ciudad tan liberal y cosmopolita. A pesar de lo bien afeitado que el travesti esta, un leve tono azul en parte de su cara revela que no ha querido practicar la depilación eléctrica para evitar que esto delate es en realidad un varón. No son una rareza, en muchas grandes ciudades modernas, los hombres que se visten de mujer por morbosa diversión.
Este hombre, en particular, viste así por precaución, pues la policía francesa lo tiene fichado.
Está él todo el tiempo pendiente de la puerta. Entra, a juzgar por las ropas que viste, un joven de rostro barbilampiño. Una gorra de lana cubre su cabeza y oculta sus cabellos largos. El joven se detiene nada más cruzar la puerta. Sus bellos ojos claros recorren, despacio, el interior del establecimiento. Descubren al travesti y una amplia sonrisa entreabre sus labios. Camina hacia donde se halla el travesti que le sonríe también. Cuando llega junto a él, se inclina y sus bocas se rozan.
—Estás guapísimo, René. ¿No han intentado ligarte? —sentándose el recién llegado en una silla que los deja frente a frente.
—Más de uno lo ha intentado, pero le he dicho que estoy casado y muy enamorado de mi mujer, la mujer más bella, valiente e inteligente del mundo.
—¡Ja, ja, ja! Al escuchar semejante exagerado panegírico los ligones habrán huido todos —y poniéndose repentinamente seria, Paloma expone lo que tan preocupada la ha tenido—: Supongo que fue peligrosísimo para ti huir por los tejados. Hasta que no he penetrado aquí y te he visto no he respirado aliviada.
—Bueno, para un consumado escalador como yo y experto en buildering, las cosas difíciles las convierto en fáciles —Poniéndose tierno y apasionado dice con voz susurrante—: Te he echado terriblemente, infinitamente de menos.
—Solo hemos estado separados cinco días —encantada de escucharlo.
—Cinco días que a mí me han parecido cinco siglos.
—Podemos estar algunas horas juntos en la habitación que he alquilado en un hotel modesto.
—Seguro de que tú vendrías, encargué a Gilbert hiciese para nosotros dos pasaportes falsos. Los tengo ya. Luego te daré el tuyo para que te vayas acostumbrando a tu nuevo nombre. Yo ya me lo sé de memoria señora Elisabeth Saymor.
—¿Inglesa? —riendo ella por lo bajo.
—Neozelandesa. En maorí ese país se llama Aotearoa (tierra de la gran nube blanca).
—¡Qué bonito! —entusiasmándose Paloma—. Me encantará vivir allí.
—Estaba esperando dijeras eso. Yo voy a pedir ahora mismo dos plazas para el próximo vuelo París-Wellington.
—No cojas dos billetes para hoy. Quiero pasar toda esta noche en la cama contigo.
Cambian ambos una profunda mirada amorosa.
—Viciosilla —bromea él.
—Lo soy tanto como tú —ríe, feliz, ella.
Cuando él terminó con su reserva y el pago, Paloma y René se besan apasionadamente. Nadie les presta el menor interés. París y l´amour fou tienen consolidada una unión perfecta.
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