UN GRAN PECADOR (MICRORRELATO)
Anacleto Porrones huyó siempre del trabajo, igual que la mosca viva huye de la sopa de un mendigo. Su extremadamente trabajador padre trató de despertarle el amor al trabajo con máximas tan sensatas como ésta:
—Hijo trabaja en algo. Serás muy desdichado si no lo haces. Si continúas ocioso. La holgazanería es la madre de todos los vicios, y los vicios acaban destruyendo al hombre que les permite entren en él.
—Tranquilo, papá. Yo sé que un día me entrarán las ganas de trabajar y entonces seré tan trabajador como eres tú, pues heredé tus laboriosos genes, estoy seguro de ello. A menudo me entran ganas de hacer cosas, y me cuesta mucho combatir esas ganas y derrotarlas.
—No sé si eso ocurrirá alguna vez, hijo. Ojalá sea así —resignándose, ante lo inevitable, aquel buen hombre
La suerte, que no es como el buen Dios <<que premia a los buenos y castiga a los malos>>, se mostró exagerada e inmerecidamente generosa con Anacleto, pues le envió a su padre, un sábado por la mañana mientras él lavaba su Rolls-Royce un fulminante ataque al corazón que lo dejó con una esponja en su mano y una expresión de sorpresa en su cara difunta.
Amanda Lunares, la madre de Anacleto, cuando él era todavía un niño de pantalón corto y calcetines comidos por sus zapatos de puntas romas, se convirtió en mánager de un guapo motorista, marcharon los dos a inscribirse en un premio que se celebraba en Italia y ninguno de los dos regresó.
Al no venir ella a reclamar nada, el muy descansado Anacleto se encontró, a sus 25 años dueño de una saneada fortuna.
Rico y sin nadie que lo frenara con consejos que lo hicieran reflexionar sobre el más importante principio económico de cuantos predicó el sabio Salomón:<<Quien practica la suicida idiotez de sacar y sacar, sin meter y meter, tiene la ruina asegurada>>.
Por esta falta de buenos consejos, Anacleto malgastó, prodiga y estúpidamente su dinero en orgías, en todo tipo de placeres, aberraciones y timbas.
Y un mal día, para disgusto y perplejidad suya descubrió que estaba arruinado, que no le quedaba ni un céntimo, y lo único que seguía conservando era su pereza crónica.
A partir de aquel momento sobrevivió pidiendo limosna, sucio de cuerpo, de ropa y cargando todo el tiempo con la persistente y atormentadora compañía de los piojos.
Un compañero de mendicidad que, al igual que él, no tenía donde caerse muerto, le aconsejó:
—Si yo estuviera en tu lugar, ya que fortuna no te queda ninguna que poder salvar, por lo menos procuraría salva mi alma pecadora, para librarla del infierno, que es muy mal sitio sobre todo para entrar allí en verano. Busca un cura y pídele perdone todos tus pecados.
Dispuesto a seguir este buen consejo y limpiar su alma de todas las atrocidades cometidas, Anacleto se hizo con una libreta y un bolígrafo y dedicó un par de días a anotar en ella todos los desenfrenos, abusos e iniquidades que había cometido.
Y un sábado por la mañana entró en una iglesia, se acercó a un confesionario y, al sacerdote que se hallaba dentro de aquel pequeño habitáculo le dijo que deseaba obtener el perdón de todos sus pecados:
—En el nombre del padre, del hijo y del espíritu santo, confiesa tus culpas y la bondad del Señor limpiará tu alma ahora sucia —invitó el cura.
El representante de Dios en la tierra aguantó un cuarto de hora escuchando del pecador innumerables pecados, hasta que dando muestras de agotamiento le preguntó:
—¿Te quedan todavía muchos pecados por confesar?
—Unos pocos —dijo Anacleto comprobando los que le quedaban por tachar en su libreta.
El horrorizado eclesiástico le dijo que por la mañana, el día siguiente, pasase por la vicaría y terminarían.
—Hay más personas que quieren confesarse y que llevan casi dos horas esperando --justificó.
—Bueno. De acuerdo. Yo también estoy cansado de tanto monólogo mío.
El gran transgresor, tal como le había pedido el sacerdote, se pasó al día siguiente por la vicaría donde recibió, de éste, un sobre con una hoja de papel dentro. Sorprendido, antes de abrirlo quiso saber:
—¿Qué es esto, padre?
—Una petición a Lucifer, para que te castigue tal como mereces.
Nada afectado por la decisión del cura, Anacleto Porrones le pidió:
—¿No puede darme una limosna para ir yo tirando mientras espero me llegue la hora de recibir ese castigo que usted me pronostica voy a recibir?
El cura, cuando se recuperó de la sorpresa causada por la desfachatez del pecador, para quitárselo de encima, le obsequió con la absolución.
--Y yo te absuelvo de tus pecados en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
En vez de agradecérselo, Anacleto, lo criticó:
—Me lo temía, se ha decantado usted por lo que más barato le sale. ¿No me da una limosna?
El sacerdote lo castigo con la mirada y con sus próximas palabras:
—¿Crees tú que nosotros nos pasamos seis años estudiando en un seminario para salir de allí a perder dinero con nuestro trabajo? Vete y que el Señor se apiada de tu alma descarriada.
Anacleto, camino de la gran puerta de salida del templo pensó en un pecado que aún tenía por cometer. Forzó el cepillo de limosnas para los pobres y robó su contenido.
(Copyright Andrés Fornells)