DÍGALE A LORENA QUE HA VENIDO SAN VALENTÍN (RELATO)

DÍGALE A LORENA QUE HA VENIDO SAN VALENTÍN (RELATO)

Lorena y yo nos habíamos enfadado. Nos habíamos enfadado por un fallo psicológico mío. Ella había estado en la peluquería y le habían hecho un peinado con muchos tirabuzones y yo abrí mi bocaza para decirle que no la favorecía nada, que con el pelo así se parecía a la tísica de la Dama de las Camelias. Lorena, que se había gastado un buen dinero y esperaba cayese yo rendido de admiración viéndola con aquel peinado, se disgustó de un modo terrible, me llamó de todo, menos bonito, y me dijo no quería volver a verme el resto de su longeva vida. Yo le pedí perdón al aire pues ella se alejaba ya más rápido que si acabara de montarse en una moto
A mí Lorena me gustaba, como suele decirse, exageradamente, a morir. Así que un día 14 de febrero por la mañana me presenté en su casa. Me abrió la puerta su madre que, seguramente conocía lo ocurrido entre nosotros dos porque me dijo mirándome con lástima:
—Mi hija no querrá verte.
Improvisé, aprovechando que hay momentos del día en que mi cerebro funciona como si fuese uno de los buenos:
—Dígale que ha venido san Valentín para hablar con ella.
A mi posible futura suegra le entró una risa de garganta, asintió con la cabeza, se adentró en la casa, escuché un cuchicheo y, segundos más tarde Lorena llegó junto a mí, más seria que el Cobrador del Frac y me dijo en un tono agresivo:
—¿No me escuchaste cuando te dije que no quería volver a verte en lo que me resta de vida, grosero?
—Pensé que a lo mejor te habías arrepentido y como hoy es san Valentín, pensé que era un día muy bueno para hacer tú y yo las paces. Te he traído estas flores —las había mantenido ocultas detrás de la espalda y se las entregué.
Ella cogiéndolas, sin desarrugar el ceño, dijo:
—Me las has traído con toda la intención de que me pinche las manos con sus espinas, ¿verdad?
Saqué la otra mano que guardaba detrás de la espalda y le entregué una caja de bombones, que ella también cogió sin desarrugar el ceño.
—Ya, tú lo que quieres es que yo engorde, me ponga como una foca y no le guste a nadie —sentenció sin devolverme ninguna de las dos cosas.
Saqué un papelito que llevaba en el bolsillo superior de mi chaqueta y se lo ofrecí. Y por fin, desarrugando ella el entrecejo y curvando sus labios con esa sonrisa suya que yo nunca me cansaba de besar, leyó:
—Vale por un peinado estilo Dama de las Camelias.
Rompió a reír y dijo mirándome como si hubiese recuperado de golpe su amor por mí:
—Pero que encantadoramente sinvergüenza eres.
—Vamos, dame un besito rápido antes de que venga tu madre, a ver si nos estamos tirando de los pelos.
Y así fue como Lorena y yo hicimos las paces con veinte  besos, que pusieron ser más pues su madre estaba viendo en la tele un culebrón y habría tardado una hora en preocuparse por lo que pudiéramos estar haciendo nosotros dos. Lo que acabo de contar no evita que yo siga odiando ese peinado con tirabuzones a lo Marguerite Gautier.

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