UN ABUELO, SU NIETO Y EL MAR (RELATO)

El anciano caminaba encorvado por el peso de los muchos años que sumaba y lo durísimamente que había trabajado. Sus pasos eran lentos, torpes y temblorosos. Cruzó la Avenida del Paseo Marítimo sin preocuparse de los vehículos que circulaban por allí.
Un par de ellos frenaron a tiempo, evitando con su rápida maniobra atropellarle. Las ruedas chirriaron dejando sobre el asfalto surcos negros. Sus conductores, sobresaltados, con el corazón alterado por la desgracia que sin tener culpa alguna habían estado a punto de causar, afearon su conducta e insultaron al hombre temerario que había estado a punto de causarles un gran problema de haber llegado a arrollarlo.
El anciano alcanzó la otra acera. No se había enterado del peligro que había corrido y hecho corrieran otros. Con sus titubeantes pasos logró llegar junto al pequeño y viejo puerto de pescadores. Inconsciente del riesgo que corría se acercó a la orilla donde a aquellas horas de la tarde reposaban las embarcaciones. No había nadie por allí. La febril actividad de la mañana, en la lonja, con la llegada y subasta de las capturas, había cesado horas atrás.
El anciano escuchó, como si le viniera de muy lejos, el gemir de las amarras y el chapoteo que producía el suave oleaje golpeando los cascos panzudos de las pequeñas barcas rudimentariamente pintadas por sus dueños. La mayoría de ellas llevaban nombres de mujeres y también de Vírgenes. La Virgen de las Tormentas, La Virgen del Mar, María Rosa, Lupita Madre. Asunción de mi Alma, etc.
Olía fuertemente a yodo, sal y algas podridas. Sobre la ondulante superficie negruzca flotaba porquería. Media docena de gaviotas surcaban un cielo desmayadamente azul. Algunas graznaban como pidiendo apareciese alguien y les echase morralla.
Todo esto lo contemplaban los mortecinos ojos descoloridos, inexpresivos del pescador jubilado, rodeados de profundas arrugas, grietas dejadas por el continuado cincelado de muchos soles y vientos.
El viejo marino aspiró el aire con fruición. Su sangre agotada, moribunda, experimentó una ligera revitalización. Estos olores le habían acompañado a lo largo de toda su azarosa vida laboral, que comenzó siendo él todavía un crío saliendo a pescar con su padre, pescador de toda la vida, y que le enseñó su oficio. Oficio que él amó y al que también dedicó toda su vida
Sus labios desteñidos, resecos, se abrieron para repetir un mismo sonido:
—Flop, flop, flop…
A varios cientos de metros de distancia de donde se encontraba este hombre nostálgico y desorientado, en una casa humilde con olor a guisos baratos, llegó Andresito, su nieto. El chiquillo soltó encima del baqueteado sofá del saloncito la mochila con los libros del colegio y saludó con voz alegre:
—¡Ya estoy aquí, abuelos!
La anciana que se hallaba metida en la cocina preparando el humilde almuerzo de la familia, acudió inmediatamente junto a él y le apremió, angustiada:
—¡Sal corriendo a buscar al abuelo! En un descuido se me ha vuelto a escapar.
El niño, preocupado, respondió presuroso:
—Voy a por él, abuela. Estará donde siempre, seguro.
—Corre. Date prisa, no tengamos una desgracia. Lo atropelle un coche o se caiga a las aguas del puerto. Al final tendremos que hacer con él lo que dice tu madre: tenerlo atado. Atado para que nos duré algo más de tiempo vivo.
—No te preocupes, abuela, que lo encontraré.
El niño salió corriendo. Atravesando la puerta llegaron hasta él los sollozos de la anciana esposa del viejo lobo de mar cuyos pies, en aquel momento se balanceaban sobre el borde del muelle, su figura reflejada en el agua ondulante.
Cerca no había nadie que pudiera preocuparse por él. Vestía unos deteriorados pantalones de pana negra y un apolillado tabardo del mismo color. Calzaban sus pies dos botas rotas que bostezaban por sus punteras. Sesenta años de lucha con el mar y, por culpa de los intermediarios explotadores y ladrones que se habían enriquecido a su costa y a la de costa de otros desdichados pescadores como él, no tenía, llegada su vejez más patrimonio que un total agotamiento y una absoluta miseria de pensión, como presente y como futuro.
El niño no corría todo lo veloz que deseaba. Las aceras estaban llenas de gente que no demostraba tener prisa y con la que procuraba no tropezar. Estuvo a punto de derribarlo un hombre grueso con un perro. El animal se interpuso en su camino.
—¡Chucho de mierda! —masculló el pequeño recuperándose del traspié que punto había estado de tirarlo.
Aunque tenía prisa, no se arriesgó a cruzar la calzada con todo el tráfico existente. Esperó a que cambiaran las luces del semáforo tal como le habían enseñado sus padres y los profesores del colegio.
Apareció por fin el monigote verde que autorizaba a los transeúntes pasar de un lado al otro de la avenida.
Andresito echó a correr de nuevo en dirección al pequeño puerto. A medida que avanzaba le fue llegando con mayor fuerza el olor característico de aquel lugar con el que se había familiarizado cuando, a partir de sus tres añitos su abuelo, que todavía estaba bien entonces, lo llevaba hasta allí. Luego seguían por el Paseo Marítimo adelante, siempre manteniéndole cogida la mano el anciano, protegiéndole para que nada pudiera ocurrirle, y llegados ambos al quiosco, le compraba un helado.
Andresito soltó un suspiro de alivio cuando vio a su abuelo sentado en el mismo banco de otras veces. Gracias a Dios no se había caído a las sucias aguas.
Recordó con añoranza los tiempos en que su abuelo, antes de que él se alejase mentalmente del mundo y de las personas que lo rodeaban, le contaba sucesos de su vida. Recordó que su abuelo había estado enrolado en un ballenero y le había narrado con todo detalle cómo cazaban a estos enormes cetáceos, la lucha que se entablaban una vez arponeados estos gigantescos animales y como los descuartizaban y la enorme riqueza que les reportaba a los armadores. Las borracheras y peleas que a veces tenían lugar en algunos puertos donde, tras el arduo trabajo realizado, la tripulación gastaba su paga. <<Nosotros, los del “Lobos Grises” éramos como hermanos a la hora de pelearnos con otros>>.
También recordó la descripción de aquel temporal con olas de quince metros que volcó su barca y murió Agustín, el hermano mayor del abuelo, y él salvó su vida al poder engancharse en unas corcheras. Un carguero lo encontró después de haber permanecido siete días perdido en el mar sin comer ni beber. Andresito recordó que su abuelo se conocía los nombres y las características de todos los peces que había atrapado a lo largo de su vida.
Llegó junto al anciano y le puso la mano sobre el hombro, en un gesto cargado de cariño. Su abuelo volvió hacia él su rostro surcado por mil cuchilladas profundas causadas por los despiadados elementos climáticos. Y le dirigió una mirada. Una mirada vacía, inexpresiva. Sin embargo, se incorporó cuando el niño cogiéndole del brazo con ambas manos le dijo tirando de él:
—Ponte de pie, abuelo. Nos vamos para casa. No deberías salir solo. Podías sufrir un accidente. Y todos lloraríamos mucho porque te queremos.
Los extraviados ojos del viejo permanecieron un tiempo inmóviles sobre el rostro infantil. En vano esperó el chiquillo un leve brillo de reconocimiento. No se produjo y Andresito pensó que su madre tenía razón cuando decía que los ojos y el cerebro del abuelo estaban irremediablemente muertos.
Empezó a tirar de su brazo y el abuelo le siguió dócil, lento, con pasos vacilantes, torpes. La gente que se fijaba en ellos quedaba un momento observándoles con curiosidad. En los rostros de algunos de ellos aparecía una expresión de lástima.
Andresito sentía rabia, coraje, ganas de gritarles que su abuelo había sido un hombre extraordinario, algo que ninguno de ellos era ni sería nunca. Había sido un hombre bueno y honrado que, mientras pudo, alimentó a su familia a costa de jugarse la vida todos los días.
Semanas más tarde, el viejo lobo de mar volvió a escaparse de la vigilancia de la abuela. Ella, muy angustiada de nuevo, encargó a Andresito ir a buscarlo. El niño salió corriendo como siempre. Al llegar al semáforo del Paseo Marítimo vio había en la acera del otro lado un pequeño grupo de personas reunidas alrededor de un coche detenido y un bulto alargado sobre la acera cubierto con una manta.
El corazón le dijo lo que aquello significaba. Dando furiosos empujones consiguió abrirse paso entre los peatones curiosos y llegar junto a la figura alargada oculta debajo de la manta. Tiró de ella hacia abajo y lanzó un grito desesperado:
—¡Abuelo!
Vio los ojos del anciano, más inexpresivos que nunca, irse velando poco a poco. Su boca la contrajo una mueca que podía interpretarse como sonrisa. Andresito entendió que su abuelo había recobrado la razón en el último momento para burlarse de la vida que tan mal lo había tratado y mostrarle, a él, un último gesto de cariño. Y aumentó el volumen de sus sollozos al pensar que la tristeza por esta pérdida mataría muy pronto a su abuela también.
Un buen número de personas intentó consolarlo, sin darse cuenta de que cuando la pena se ha alojado en lo más hondo del corazón de una persona, no existen palabras en el mundo que puedan desalojarla.
(Copyright Andrés Fornells)