SUEGRA ACCIDENTADA (RELATO NEGRO AMERICANO)

SUEGRA ACCIDENTADA (RELATO NEGRO AMERICANO)

El individuo al que el Fred Apelton llevaba esperando algunos minutos demostró ser una persona metódica, sistemática y precisa, pues al igual que el día anterior llegó exactamente a las dos y media con su coche de alta gama y lo aparcó muy cerca de la entrada al bloque de pisos de gran lujo, en uno de los cuales él vivía.

Fred Apelton sacó el revólver de la guantera, y se lo colocó por la parte de adentro de la camisa donde quedó sujeto a su cintura debido a la presión que ejercía la correa que sujetaba sus pantalones y su vientre algo curvado por el abuso de la buena cocina, el abuso de la cerveza fría. Su granítico, hosco rostro, mostraba absoluta impasibilidad. Cada vez que iba a realizar un trabajo especial, se vaciaba de sentimientos.

Colocaba su mano en la manilla de la puerta de su todoterreno con la intención de abrirla, cuando sonó su teléfono móvil. Soltó una maldición soez, desconsiderada para el principal morador del cielo cristiano, y recuperó el pequeño artilugio del interior de la guantera donde lo había dejado al coger el arma. Tal como había intuido, la llamada era de su mujer. Con expresión contrariada lo acercó a su oreja de soplillo.

—¿Qué ocurre ahora, Patricia? —dijo forzando el tono de voz con que solía disimular el enojo que su mujer le despertaba cuando una intromisión suya le desbarataba algún plan cuidadosamente elaborado por él.

—Fred, tienes que ir inmediatamente al colegio a buscar a la niña. Mi madre, la pobre, acaba de llamarme. Se ha caído en la cocina y cree que se ha roto un tobillo. El dolor que siente es insoportable. Me lo ha dicho entre amargos sollozos. Debo acudir inmediatamente en su ayuda. Y seguramente tendré que llevarla a urgencias o directamente a un hospital. Estoy muy trastornada. Ya sabes cuánto quiero a mamá. Así que, como no puedo ir yo a por la niña, tendrás que ir tú.

—Lo siento por tu vieja. Vaya contratiempo —disimulando el pistolero el cabreo que experimentaba—. Espero no sea nada grave lo de tu madre. Ten cuidado. No conduzcas como una loca ―con falsa preocupación.

—Tendré cuidado. Estoy tan pesarosa y atribulada que la cabeza me va a estallar. Hasta luego, cariño.

―Hasta luego, mi amor.

Nadie habría notado en el tono de voz empleado por él, que estaba pensando: “¡Ojalá la espiche esa maldita bruja hipocondríaca de tu madre”!

El individuo que le habían encargado matar, había desaparecido ya dentro del inmueble.

—Has tenido mucha suerte hoy, cabrón —dedicó estar palabras al que no había podido matar—. Vas a vivir otro día más gracias a mi puta suegra —y acto seguido devolvió el revólver a la guantera, maniobró su vehículo, primero para salir del aparcamiento y a continuación para seguir calle adelante.

Las luces de los semáforos le fueron favorables y llegó al colegio de monjas en el que estudiaba su niña, casi diez minutos antes de la hora que solían salir las alumnas. Sonó de nuevo su móvil. Esta vez la llamada provenía del intermediario que le encargaba a quienes debía despachar, y que le pagaba el precio acordado entre ambos.

—Oye, no le has quitado todavía las ganas de respirar al individuo que te encargué, ¿verdad? —mostrando nerviosismo y ansiedad su voz.

—Aún no he podido —seco, sin dar más explicaciones—. ¿Pasa algo?

—¡Uf! —exclamación de alivio a cargo del que estaba al otro lado del hilo telefónico—. ¡Qué suerte, joder! Oye, queda anulado el encargo que te di. A ese tío hay que dejarlo seguir viviendo y que siga jodiendo a todo el que pueda. ¿Me has entendido?

—¿Y eso? —extrañado.

—Han cambiado de idea los que pagan. Debe haber habido mucho dinero por medio. Por cierto, no hay que devolverles la guita que recibí de ellos. Alégrate como me alegro yo. Hemos ganado una buena pasta sin hacer nada. Nos vemos esta noche, donde acordamos, y te daré lo convenido. Nos ha salido muy bien el negocio, ¿eh?

—Si tú lo dices ―con tono frío, indescifrable, el asesino profesional―. Corto. Tengo cosas urgentes que hacer.

Fred Apelton cerró la comunicación. Encogió los hombres. Ahorrarse una muerte no le procuraba ninguna sensación de contento. La mucha práctica lo había vuelto insensible.

La puerta metálica del colegio de monjas acababa de abrirse. Las colegialas, vestidas todas con severo uniforme azul oscuro, salieron en tropel. Su angelical niña se paró, sus bonitos ojos negros lo buscaron y, al localizarle una preciosa sonrisa apareció en sus inocentes labios.

—¡Papaíto! —gritó echando a correr hacia él con los brazos abiertos.

El pistolero fue a su encuentro y mientras abrazaba a su hijita (con un cariño que nadie que creyera conocerle bien hubiese sospechado de él), pensaba lleno de convicción: “Para que no le falte de nada a esta dulce princesita mía, mataré yo, sin dudarlo, a todos los que me encarguen”.

Algunas madres que se fijaron en la tierna escena que él y su hija estaban representando, quedaron convencidas de que aquel hombre fortachón, con atuendo deportivo y expresión cariñosísima, debía ser muy buen padre, y no se equivocaban.

(Copyright Andrés Fornells)