RETRATOS (VIVENCIAS MÍAS)

RETRATOS (VIVENCIAS MÍAS)

RETRATOS

(Copyright Andrés Fornells)

Debía yo tener cinco o seis años, cuando acompañé a mi madre a visitar a una señora de la que yo jamás había escuchado hablar. Fui con ella a regañadientes. No sentía interés alguno en conocerla y menos todavía en lo que presumía me esperaba: que aquella mujer empezara a encontrarme rasgos heredados de mi madre y, si se daba el caso de que ella lo hubiese conocido, también rasgos de mi padre.

—La señora Asunción se portó de maravilla conmigo cuando yo estuve trabajando en su casa y necesitábamos desesperadamente el sueldo que me pagaba. Siente curiosidad por conocerte y esta es una amabilidad que me veo obligada a hacer con ella. ¿Lo entiendes?

Como era una batalla perdida oponerme a un serio propósito de mi madre, pues ella conseguía siempre derrotarme empleando tácticas como el ruego mientras me miraba con ojos extremadamente amorosos, o el castigo, lo único que le dije fue:

—Pero prométeme que no estaremos allí más de cinco minutos. Saludarla, que ella me mire, y nos iremos.

—Ya sabes, hijo, que ni prometer ni jurar son cosas que acostumbre yo hacer, pero estaremos allí el menor tiempo que la buena educación me permita.

Lo que más me gustó de esa mañana fue el rato que pasamos metidos en un autobús, experiencia que yo había tenido una sola vez anterior. También me gustó que mi madre me llevara cogido de la mano, menos cuando yo quería ver mejor alguna cosa que llamaba poderosamente mi interés, pues entonces ella de un fuerte tirón me obligaba a seguir adelante.

Llegamos ante un gran edificio. Mi madre pulsó un timbre que había en mitad de una especie de cuadrado metálico, dijo a ese aparato quien era ella y la puerta de la entrada se abrió. Nos montamos en un ascensor antiguo, que me gustó mucho por ello. El viaje en el duró mucho menor tiempo del deseado por mí.

Recorrimos parte de un pasillo donde había muchas puertas y finalmente nos detuvimos delante de una de ellas. Mi madre pulsó otro timbre y casi enseguida apareció una mujer que era más joven que mi madre. Vestía de azul y llevaba en su cabeza una cofia blanca.

Nos mostró una expresión amable y nos condujo hasta un salón donde estaba la señora Asunción. Esta señora me causó una gran impresión. Iba vestida toda de oscuro, menos un collar de perlas blancas alrededor de su cuello. Olía muy bien aprecié cuando estuvimos muy cerca de ella. Llevaba el cabello, en el que se mezclaban el blanco con el negro, recogido en artístico moño en lo alto de su cabeza. Su rostro era muy blanco, sin maquillaje alguno, y destacaban en él sus grandes bondadosos ojos negros. Poseía un porte señorial y pensé que si ella estuviese en una película sería un personaje de la aristocracia, condesa o algo por el estilo.

Mi madre y ella se saludaron cariñosamente. Luego ella me dirigió unas cuantas palabras que yo calificaba de pamplinosas e irritantes, que consistieron en que yo era un niño muy guapo y estaba muy alto para mis seis años. Nos preguntó si queríamos beber algo. Mi madre decidió por nosotros dos (yo me habría bebido un refresco muy a gusto, pues tenía la boca seca).

—Muchas gracias, señora Asunción, pero no tenemos sed.

La señora Asunción le hizo algunas preguntas más. Se intereso por el estado laboral de mi padre, y le alegró saber que seguía fijo en la misma empresa y muy bien considerado por la dirección de esa empresa.

—La gente no aprecia la inmensa suerte que significa contar con un empleo, hasta que lo pierde —aseveró aquella impresionante mujer.

Ella y mi madre hablaron de muchas más cosas, la mayoría de las cuales yo no entendía. Me estaba aburriendo de lo lindo, y cuando me aburría mis piernas se balanceaban continuamente, y continuamente mi madre me decía que me estuviese quieto, que los niños educados eso era lo que hacían: estarse quietos y callados y yo solo cumplía la segunda parte de esta obligación. Yo no entendía porque tenía que ser educado, si ser educado significaba tener quietas unas piernas que no querían estarlo, y hablar yo tenía muy poco que decir en aquellos momentos.

La mirada mía recorrió mil veces los muebles que allí había. Eran muy grandes, algunos de ellos, oscuros, brillaban y tenían formas que comparándolas con las de los pobres muebles que nosotros teníamos en casa me impresionaron. También pensé de ellos que eran muebles de película.

De todo cuanto había allí lo que más llamó mi atención fue el retrato de una chica joven. Era muy guapa. Mostraba una sonrisa feliz. Poseía unos grandes ojos azules, un pelo largo color oro y una sonrisa encantadora. Además de ella también me gustó el bellísimo marco que tenía ese retrato.

De pronto tuve otra de mis ocurrencias: <<Esta chica, con unas alas blancas, podría hacer de hada en una película>>.

Y por fin terminó para mí lo que consideré un insoportable suplicio. Mi madre dijo que nos íbamos a ir. Se levantó de su silla y yo hice lo mismo, con tanta rapidez que pareció me hubiera hecho saltar hacia arriba un resorte. Mis pies sintieron el placer de pisar el suelo. Mis piernas sintieron el placer de desdoblar las rodillas.

La señora Asunción nos agradeció la visita. Madre la besó en las mejillas y me obligo a mí a hacer lo mismo, con lo mucho que yo odiaba ese tipo de pamplinas.

Recobré mi felicidad perdida cuando pisamos la calle. Me sentí como el preso que ha recuperado su libertad. Di algunos saltos y esto no le gustó a mi madre.

—Estate quieto, condenado, que me vas a arrancar el brazo.

La obedecí, que remedio. Tanto ella como mi padre conocían mil cosas con las que castigarme si no me portaba bien, cuando lo de no portarme bien, a mí me hacía sentir bien, en ocasiones incluso muy bien.

Cogimos el autobús y tuvimos la suerte de que hubiese asientos vacíos y pudimos ocupar dos que nos permitió estar juntos.

Fue entonces cuando pude saciar mi curiosidad preguntándole:

—Mamá, ¿esa chica que está en un gran cuadro colgado de la pared y que parece un hada quién es?

A mi madre se le entristeció y humedeció la mirada. Con la voz que solía enronquecérsele cuando le atacaba una emoción fuerte me informó:

—Fue la hija de la señora Asunción. Hija única. Se murió de una enfermedad incurable cuando tenía solo veintidós años. Desde entonces, esta buena mujer vive muerta por dentro pues con la muerte de su hija se le murió el corazón y las ganas de vivir.

—¡Uy, que miedo! Parecía un hada esa chica —añadí muy impresionado, pues ya sabía lo terrible que era la muerte por lo que le había ocurrido a mi abuela Julia, a la que ya no había vuelto a ver más, recibir sus deliciosos besos, y los todavía más deliciosos caramelos que me daba siempre.

—De tan buena y cariñosa, eso era Finita, un hada. Murió cuando yo estaba todavía trabajando de doncella de la señora Asunción. No he llorado más en mi vida.

—No me gusta verte llorar, mamá. Se te pone la cara tan triste, que a mí me entran ganas de llorar también

A menudo recuperamos recuerdos que creemos perdidos en el profundo pozo del tiempo, y nos quedamos sorprendidos. Nos quedamos sorprendidos porque mirando un álbum familiar acabo de darme cuenta de algo que quizás no sea cierto, pero viendo una foto de cuando mi mujer tenía veintidós años me parece que ella es aquella chica que yo, siendo niño, consideré que era un hada de película, pero en el caso de mi esposa es un hada real.

En cuanto ella regrese del trabajo le daré un beso enorme. No le diré por qué se lo doy, pues a ella le ocurre lo mismo que a mi madre, cuando llora se le pone la cara tan triste, que a mí me entran ganas de llorar también.

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