MORIR A LA MEDIANOCHE (RELATO NEGRO)
Aquellos seis días los habían empleado comiendo, bebiendo licor de huevo (el favorito de ella) y practicando sexo en todas las posturas posibles y todos los lugares de la casa que les urgió la fiera del deseo. Ella se llamaba Frida. Era una joven rubia de ojos azules, figura voluptuosa y piel muy blanca. Él usaba el nombre de Óscar, era también joven, guapo, atlético y bronceado, que vivía de su atractivo físico. Ambos se estaban aprovechando de la ausencia del marido de Frida, un ingeniero náutico desplazado a Londres por motivos de trabajo.
Se habían conocido cuando Óscar llamó a la puerta del chalé y ofreció sus servicios como jardinero. Su atractivo físico y su labia sedujeron inmediatamente a la ardiente Frida que se le entregó en cuanto él la rodeó con sus fuertes brazos y devoró su boca con avasalladores besos. Varias horas practicando desenfrenado sexo decidieron a Frida a conservarlo como amante hasta que regresara su esposo.
—Pero has de prometerme que, el día antes del regreso de mi marido, te iras sin causarme ningún problema.
—Prometido queda —en tono solemne él mostrando la palma de su mano derecha.
Cierta mañana le entraron a Frida ganas de copular mientras se hallaban en la terraza superior de la vivienda. Siempre dispuesto para ella, Óscar la sentó en la barandilla, postura que dejó las esféricas nalgas de ella en el aire. Cuando Frida tuvo el orgasmo bestial que acostumbraba, mordió salvajemente el hombro de Óscar que, apenas pudo controlar el impulso de soltarla y que se estrellara contra el suelo dos plantas más abajo.
Impulso que le ayudó a controlar el hecho de no ser este tipo de crimen que a él le gustaba realizar. El placer, la fascinación, lo encontraba Óscar con el derramamiento de sangre empapando una prenda blanca y aspirando con fruición su olor un tanto dulzón. Por eso encontraba irresistible hacerle el amor a una mujer cuando ella menstruaba. Y sacar su ariete pintado de rojo mezclado con el blanco de su semen.
Frida había tenido su periodo días antes de Óscar apareciera por su enorme y lujosa vivienda.
Aprovechando que Frida había ido a comprar alimentos, Óscar sacó la cinta de vídeo que guardaba en su mochila y la colocó en el reproductor de la televisión. Se trataba de una película antigua en bastante mal estado por la infinidad de veces que la había visto. El actor principal de esa película era un joven asesino en serie que llevaba a un viejo caserón aislado, las mujeres que conquistaba. Las escogía bellas e inocentes. Y gozaba lo indecible torturándolas, arrancándoles ensordecedores aullidos de horror y de dolor.
Óscar, excitadísimo, mezcló sus jadeos de placer manual con los gritos de terror de la joven que estaba sufriendo las crueldades del homicida.
No pudo disfrutar la cinta hasta el final. Escuchó el coche de Frida pisando la gravilla del cobertizo. Soltó una maldición, la sacó rápido y la guardó de nuevo en su mochila. Escuchó la voz de Frida llamándole desde la cocina, donde acababa de colocar en lo alto de la mesa las dos bolsas con la compra que acababa de realizar en el supermercado:
—¡Óscar! ¡Ya estoy de vuelta!
Rememorando todavía los momentos más impresionantes del vídeo recién visto, él se reunió con ella.
Frida le sonrió. Le rodeó el cuello con los brazos y, después de devorarse los dos ardientemente la boca le preguntó:
—¿Qué hacemos primero, mi príncipe, preparar el almuerzo o echar un polvo?
Él, que se había desahogado mientras visionaba las escenas de horror, escogió:
—Comamos primero, así tendremos más fuerzas para lo otro.
Frida odiaba cocinar y Óscar lo mismo, así que ambos se alimentaban de precocinados, fruta y dulces. El privilegiado metabolismo de ella le permitía grandes excesos de calorías sin que afectase a su escultural figura. Mientras disfrutaban unos canalones Rossini, con cierta entonación de tristeza, ella anunció:
—Mi amor, tendrás que irte mañana por la mañana. Mañana por la tarde regresa mi marido y no debe encontrarte aquí.
Óscar no ofreció oposición alguna.
—Perfecto. Fue la condición que me pusiste cuando nos conocimos. Un acuerdo, es un acuerdo —aceptó risueño.
Frida demostró reconocimiento por lo razonable que Óscar se mostraba.
—Gracias por haberme dedicado seis maravillosos días. No volveremos a vernos nunca más. Mi marido es un hombre adorable y le quiero a mi manera. Me trata como a una reina y a su lado no carezco de nada, aunque no sea ni de lejos un amante tan extraordinario como eres tú. Pero en la vida, con todo y ser muy importante el sexo, no es lo más importante. Lo más importante de todo es el bienestar económico. Lo entiendes, ¿verdad, amante extraordinario?
—Lo entiendo perfectamente, reina, y te agradezco de corazón las atenciones y el placer que durante estos seis días me has permitido compartir contigo.
—Eres estupendo. Vamos a la cama. Después limpiamos esto —refiriéndose a los platos y cubiertos usados.
—Nada de cama —riéndose él—. Queda demasiado lejos y mi urgencia de ti no puede esperar. Siéntate en lo alto de la encimera. Verás qué fresquito tendrás el culo.
—¡Qué impulsivo y divertido eres! —celebró ella riendo también, quitándose las bragas y tirándoselas.
Óscar se las colocó en la cabeza a modo de turbante y quedó muy graciosa. Frida tomó asiento en lo alto de la encimera. Sus piernas quedaron colgando. Subió su ligero vestido blanco, vaporoso, hasta las ingles y abrió al máximo los muslos para facilitarle a Óscar la penetración, acto que él realizó inmediatamente.
Esta era una de las cosas que a Frida más le gustaba de Óscar, lo rápido que empalmaba y podía complacerla sin precalentamiento ni demora. En este aspecto nunca había conocido a nadie igual, y eso que contaba en su haber con varias decenas de amantes con los que había mantenido relaciones íntimas los años previos a su matrimonio.
—Cierra los ojos y así todos tus otros sentidos aumentarán su sensibilidad —le pidió Óscar con voz subyugadora mientras ella rotaba su cintura y él, manteniéndola cogida de las nalgas le entraba y le salía con poderosas embestidas.
Frida obedeció. Jadeaba y gemía de placer. El orgasmo comenzó a invadirla en forma de poderosas olas agitadas por un violento huracán. Sus ojos fuertemente cerrados no pudieron ver a Óscar sacar del bolsillo de sus pantalones, que el cinturón mantenía sujetos a su cintura, un afilado estilete. Muy lejos de ella le pareció escuchar un clic insignificante. Le vino la extasiante explosión con una fuerza tan devastadora que toda ella se convulsionó como un edificio dinamitado en sus cimientos.
Apenas le dolió en un primer instante el tajo en forma de media luna que el cuchillo de Óscar le hizo en la garganta. Después tosió y ahogándose abrió sus horrorizados ojos. La sangre escapaba a borbotones por la profunda herida abierta. Su cuerpo tras un instante de oscilación se venció hacia adelante. Su asesino se hizo rápidamente a un lado para evitar cayese sobre él, exhibiendo todo el tiempo una sonrisa seductora.
La agonizante Frida se estrelló contra el suelo produciendo un ruido sordo. Quedó allí tendida en una postura grotesca mientras se agitaba con los estertores de la muerte, hasta alcanzar la inmovilidad total.
Óscar se quitó de la cabeza la prenda íntima de ella, mantenida allí hasta entonces. Limpió con ella unas pequeñas manchas de sangre en sus manos y en el cuchillo, guardándolo de nuevo, cerrado, en su bolsillo. Su rostro se había convertido en la máscara del mal absoluto, mientras dentro de él reinaba una salvaje felicidad. Tomó asiento y permaneció un buen rato gozando la visión de la sangre extendiéndose por el enlosado y empapando la cabeza y el vestido inmaculadamente blanco de Frida.
Finalmente, cuando el fluido vital comenzaba a secarse, recorrió la casa y fue metiendo dentro de una maleta de excelente calidad todo cuanto encontró de valor. No se llevó las tarjetas de crédito. Había conocido a más de un codicioso que habían atrapado por usarlas. Él nunca corría riesgos innecesarios.
El dinero encontrado en el bolso de ella y en un cajón del dormitorio le permitiría pasarse una corta temporada en la costa que tanto le gustaba. Allí, durante el día, podría dorarse al sol de sus playas y, por la noche disfrutar la vida nocturna de bares, restaurantes y discotecas.
Viajó en autobús hasta su destino, lugar turístico al que llegó a media tarde. Por ser fechas de temporada baja, encontró sin la menor dificultad alojamiento en una pensión que él nunca había estado antes.
Una vez duchado y vestido de limpio, permaneció un rato largo sentado esperando se le pasara el terrible dolor de cabeza que solía atacarle con frecuencia. Cuando se le pasó, sacó de la maleta su navaja automática y apretó el resorte. La lámpara colgada del trecho le sacó destellos a su afilada hoja. Se quedó mirándola con fija fascinación. Una mueca endemoniada separó sus labios dejando al descubierto su blanca, perfecta dentadura, una de sus armas de seducción, aparte de sus negrísimos, brillantes ojos y su boca de labios gruesos y sensuales que atraían deseos femeninos de besarlos.
Esta navaja había tenido, en su vida, un papel primordial. Lo libró de la esclavitud y la tortura de una madre hosca, siniestra y cruel que, desde niño lo despreció y torturó golpeándole la cabeza fuertemente con un zapato, por su continuada rebeldía y su parecido con el hombre que la había maltratado cruelmente durante años, y del que consiguió librarse envenenándolo.
Óscar contaba veinte años cuando la degolló con esta navaja. Y gozó viéndola desangrase, agonizar en el suelo, mirándole con odio infinito. Odio que se desvaneció únicamente al velarse sus ojos. Con una pequeña motosierra la descuartizó y metió en bolsas. No tenían familia cercana y nadie se preocupó de ella. Viajando con el coche de su madre fue depositando sus restos en diferentes contenedores de basura, menos las manos que enterró para que, pudriéndose desaparecieran sus huellas dactilares.
Envolvió la navaja en un pañuelo y la metió dentro del bolsillo derecho de sus pantalones. Nunca iba a parte alguna sin ella. Abandonó el establecimiento por la parte del jardín evitando así la recepción.
Dirigió sus pasos al Paseo Marítimo. Entre los espacios que separaban los bares y restaurante todavía activos, podía ver y oler el mar que recién desaparecido el ocaso había quedado en penumbra.
El pasar junto a un puesto de comida callejera lo capturó el agradable olor de hamburguesas y salchichas chisporroteando en lo alto de la plancha.
El hombre mayor que con guardapolvo blanco y alargado sombrero de cocinero atendía el negocio le preguntó qué podía servirle.
—Una hamburguesa con patatas fritas.
—¿Y para beber?
—Un zumo de tomate.
—Marchando.
Le sirvió la bebida y a continuación, usando las pinzas cogió una de las salchichas de lo alto de plancha encendida, la colocó dentro de un panecillo y se la entregó a una muchacha vestida con una blusa blanca y pantalones del mismo color. Y a continuación colocó sobre la plancha un disco de carne. El resultado fue una espiral de oloroso humo y un continuado crepitar.
Óscar examinó disimuladamente a la muchacha vestida de blanco. Eran hermosos los rasgos de su cara joven y con expresión ingenua. El hecho de llevar el cabello recogido en lo alto de la cabeza dejaba visible la totalidad de su elegante cuello.
El asesino sanguíneo se recreó pensando en el inmenso placer que le significaría clavar en esa tersa garganta su cuchillo, mientras le provoca un orgasmo. Morir en el momento cumbre del placer, imaginaba él debía ser lo más sublime que podía experimentar una persona. <<Deberían estarme muy agradecidas las mujeres que les concedo gozar de un momento tan excelso>>, consideró convencido.
Para los clientes del foodtruck que deseaban comer allí aquello que les había servido el dueño había una mesa largada y taburetes. Óscar ocupó uno de ellos, muy cerca de ella. Al principio la observo disimuladamente. Era bella, encantadora. Poseía unos modales exquisitos. Daba a su bocadillo pequeños mordiscos y masticaba con su boca cerrada. Sus labios eran carnosos, no los llevaba pintado y el color rosado en ellos era totalmente el suyo. Poseía unas manos muy bonitas y desprovistas de todo adorno. <<Un ser puro y virginal de los que existen ya pocos>>, juzgó totalmente fascinado.
Paciente, esperó a que ella reparase finalmente en su presencia. Los ojos femeninos de un azul muy claro se encontraron con los negrísimos de él. Óscar le dedicó la más amistosa y seductora de sus sonrisas y le dirigió la palabra:
—Hace una noche muy agradable, ¿verdad? Me llamo Óscar.
La muchacha se quedó un instante mirando la mano que él, con irresistible simpatía le ofrecía. Finalmente, venciendo su inicial timidez y desconfianza separó una mano del bocadillo medio comido ya, y dejó que él la estrechase con delicadeza y dijo evidentemente turbada:
—Samanta, es mi nombre…
—Tienes un nombre muy bonito —juzgó él sin dejar de sonreírle—. Soy informático. Un trabajo que exige tener mucha paciencia, un tanto aburrido, pero no mal pagado.
Por mostrársele él tan abierto, ella se fue abriendo también.
—Yo estudio Medicina.
—Estupendo. Acudiré a ti cuando me encuentre enfermo. Espero me hagas rebaja.
—Tardaré todavía tres o cuatro años en terminar mi carrera —Samanta, cada vez más suelta—. He escogido la especialidad de cirugía.
—Esperaré hasta que te gradúes para operarme de apendicitis.
Óscar estuvo gracioso y provocó que ambos rieran. Recibió la hamburguesa pedida. A continuación, mientras comían, establecieron entre ellos una conversación fluida, distendida. Tocaron temas generales. Samanta fue mostrándose cada vez más espontánea, confiada, cándida.
Óscar dedujo por la comunicación que estaban manteniendo, que Samanta era una joven cándida, reprimida y falta por completo de malicia. Le sería fácil seducirla. Fingió compartir sus opiniones sobre lo necesario que era, en materia de moralidad, que la bondad venciese a la maldad. Le sonreía la mayor parte del tiempo y la fascinaba con la intensidad y el brillo de sus negrísimos ojos.
Terminaron de comer al mismo tiempo. Creado cierto vínculo de amistad entre ellos, echaron a andar, uno al lado del otro, por el largo paseo marítimo. Recorridos algunos metros, Óscar propuso pasear por la playa, escuchar de más cerca el subyugante rumor de las olas.
—Nos ensuciaríamos los zapatos —advirtió Samanta.
—Pues nos los quitamos y llevamos en l mano los zapatos. Es una delicia para los pies andar sobre la arena. ¿No lo has hecho nunca?
—La verdad es que no —reconoció ella acompañándose de una risa ingenua.
—Siempre hay una primera vez para todo.
—Bueno.
Por una de las varias escaleras existentes en el paseo Bajaron hasta la playa, se quitaron el calzado y llevándolo en una mano caminaron despacio, hundiendo en la arena sus pies desnudos. Los dos sonreían. Óscar con astucia. Samanta mostrando la ilusión de una experiencia nueva.
La mar estaba en calma. Parecía una inmensa, ondulante sábana azul en la que se miraba un cielo tachonado de estrellas. A medida que se acercaban a su orilla crecía el rumor de las olas desparramándose sobre la fina arena.
Al principio de su paseo se encontraron con parejas que, influidas por aquel romántico escenario, cambiaban besos y caricias. Contagiados por lo que estaban viendo, se cogieron de la mano.
Unos minutos más tarde se habían alejado tanto que ya no se encontraron con nadie. Óscar consideró era el momento propicio para seducir a Samanta. Con una firme presión de su mano le fue fácil obligarla a detenerse. Quedaron frente a frente, muy cerca sus cuerpos. La voz se volvió hechicera al confesar:
—Me he enamorado de ti, Samanta. Si no te beso ahora mismo será tan grande mi sufrimiento que moriré.
Iluminaba los rostros de ambos la luz lechosa de la luna. Los ojos de los dos centelleaban. Los de Óscar tenían el brillo de la serpiente que hipnotiza y los de Samanta el brillo del pajarito que se encuentra a su merced.
Ella dejó caer al suelo sus zapatos. La mano que los había sujetado hasta entonces quedó libre.
—¿Qué hora es? —preguntó desconcertando a su acompañante
—Faltan dos minutos para la medianoche —tras consultar él su reloj.
—Me gustaría que me besaras.
—Llevo una eternidad deseándolo —triunfante él.
Dobló los brazos y la cogió de los hombros con la intención de atraerla hacia él. No lo consiguió. Samanta, con la rapidez del rayo sacó la mano del bolsillo de sus pantalones, se escuchó un chasquido y acto seguido la hoja de un estilete atravesó nítidamente el corazón del asesino sanguíneo que, antes de caer fulminado al suelo se la quedó mirando incrédulo.
Tardó en morir, entre violentas convulsiones, el par de minutos que las manecillas de su reloj se juntaron en la cifra doce.
Samanta limpió a continuación la sangre que manchaba su navaja, en las ropas del muerto. La guardó después dentro del bolso que llevaba colgado del hombro, se hizo con la cartera el occiso y con todo el odio que durante varios meses había ido almacenando, le escupió:
—Dicen, con razón, que los asesinos no resisten la tentación de regresar a los lugares donde han cometido sus crímenes. Yo te vi acompañando a mi hermana Julia la noche en que la encontraron degollada. En la caída se le rompió el reloj y éste señalaba la medianoche. Ella podrá ahora descansar en paz, acabo de vengarla.
Y sin prisas, sonriendo encantadoramente, Samanta se alejó coincidiendo con el comentario que un buen rato antes había hecho su víctima: <<Hace una noche muy agradable>>.
(Copyright Andrés Fornells)