ME ENTRENABA MI ABUELA (RELATO)
En mi casa éramos cuatro de familia: mis padres, mi abuela Rosa, y un servidor. Sobre el deporte opinaba mi padre.
—A mí solo me gusta el futbol. Los demás deportes son chuminadas. Tíos y tías matándose durante horas y horas de entrenamiento, a lo largo de un montón de años, para obtener una medallita de hojalata. ¡Son tontos!
—El deporte es una total pérdida de tiempo y energías —desdeñosa mi madre, siempre a dispuesta a darle la razón, pues esta era su estratagema para mantener el santo matrimonio unido.
—Yo no me ocupo de las cosas que ni me gustan ni entiendo —juzgaba mi abuela.
Escuchando a diario estos pareceres, a nadie debería extrañar que yo no me decantase por practicar ninguna disciplina deportiva. En el recreo del cole huía de tomar parte en las actividades deportivas que allí se practicaban, y me sumaba al grupo de los perezosos, los timoratos y los que huían de juegos brutos, carentes de delicadeza y finura. A veces, si me admitían, jugaba con las niñas a la comba, a la goma, a la rayuela, etc.
Expuesto todo lo anterior, debo confesar que a mí me gustaba correr. Y corría desde mi casa al colegio, y de vuelta del colegio a mi casa. Un día, el profesor de matemáticas, me vio realizando este ejercicio. Mi profesor de mate se llamaba Justo Segundo, era flaco, gafudo y andaba abierto de piernas como algunos robots que vemos en las ruidosas pelis de ciencia-ficción. El día al que me refiero, cuando nos disponíamos a salir, en bandada, al recreo, este maestro me dijo en un tono amistoso:
—Santi, quédate un minuto. Quiero hablarte de una cosa.
Quedé sentado en el pupitre, muy intrigado. ¿Qué querría de mí el Gafotas? Él esperó a que no quedase nadie en el aula y entonces dijo apoyando su culo escurrido en su mesa coja y bailona:
—Te he visto un par de veces corriendo por la calle. Tienes buena zancada. Muy buena zancada diría yo.
—Me gusta correr —dije desconcertado, no entendiendo le importase a él si yo tenía buena o mala zancada, como justo acababa de expresar.
—El mes próximo se celebra en nuestra ciudad una competición comarcal en las pistas de atletismo y he pensado que quizás tú podrías tomar parte representando a nuestra clase. Yo me ocuparía de inscribirte. Tú tienes 13 años y correrías en la categoría infantil.
—¿Y cuántos metros tendría que correr? —quise saber.
—Unos tres kilómetros.
—¿Y cuántas veces sería eso, de aquí a mi casa?
—Hoy no voy a tener tiempo para que lo averigüemos. Mira, mañana cundo terminemos las clases te llevaré en mi coche hasta tu casa y lo sabremos.
Al día siguiente el profe Justo me llevó en su vehículo hasta mi casa. Una vez allí me informó de lo siguiente:
—Tres kilómetros sería más o menos seis veces la distancia que hemos recorrido.
—¡Uf! Eso es muchísimo —consideré—. Gracias. Lo consultaré con mis padres.
Durante el almuerzo, despacio, observando los rostros de las tres personas sentadas conmigo a la mesa, les expuse lo que me había propuesto el profe de matemáticas. Se hizo un prolongado silencio. Mis padres me miraron, mi abuela me miró y yo los miré a ellos tres. Por fin, mi padre me hizo una pregunta burlona:
—¿Te ilusiona esa chorrada de correr con otros chicos y cansarte para nada?
Durante un montón de segundos le dedicamos culto al silencio. Seis ojos inquisidores se clavaron en mí.
—No lo sé —confesé sincero—. Creo que no me disgustaría saber si corro más rápido que otros chicos.
—Ni papá ni yo tenemos tiempo para llevarte al estadio de atletismo y quedarnos contigo hasta que termines tu entrenamiento. Porque ahora hay que entrenarse para todo. Nuestra sobrina Paqui está entrenándose para que cuando dé a luz no tenga problemas —aportó mi madre.
—Sí, es una pena, pero no disponemos de tiempo —mi padre demostrando estaba de acuerdo con ella.
Mi abuela nos sorprendió a todos diciendo con desconcertante firmeza:
—No tiene por qué ir a la pista de atletismo. Correr puede hacerlo en el monte que tenemos aquí cerca de casa. Yo iré con él.
—¿Pero usted que sabe de correr, madre? —sorprendida su hija.
—Sé que correr es mover las piernas mucho más rápido que caminando, ¿te vale esta explicación? —mostrándose ofendida la anciana.
—¿Y eso es todo lo que usted sabe sobre correr? —con el desdén que a veces mi padre tiene con ella.
—Debía tener yo menos edad de la que Santi tiene ahora, cuando gané una carrera en las fiestas del pueblo.
—¿Qué carrera ganaste, abuela? —perplejos los tres pues ignorábamos este hecho deportivo suyo.
—Gané la carrera del huevo.
—¿Qué carrera era esa? —quisimos saber.
Y entonces mi abuela Rosa nos explicó que la carrera por ella mencionada consistía en correr un buen número de metros llevando un huevo encima de una cuchara sopera, manteniendo el brazo extendido, y ganaba el primero que llegaba a la meta sin que se le hubiese caído el huevo al suelo.
—Y yo gané a todos, chicos y chicas, incluida la hija del alcalde que decían había pegado con cola su huevo a la cuchara para que no pudiera caérsele. El premio fue media docena de huevos con los que yo hice una enorme tortilla juntándola con unos espárragos silvestres.
Todos nos reímos muchísimo al imaginarla compitiendo con su vestido largo hasta los tobillos y las desgastadas zapatillas de felpa que habitualmente llevaba.
Total, que a partir de aquel día, todas las tardes, después de haber hecho yo mis deberes, mi abuela y yo salíamos al campo. Ella debía haber recogido información de internet porque muy dispuesta me dijo:
—Vamos a empezar corriendo dos sesiones de cinco minutos. Después de los cinco minutos andas hasta recobrar el aliento y, una vez recobrado el aliento, echas a correr de nuevo.
A los cinco minutos yo había regresado jadeante. Ella enfadada me preguntó:
—¿Por qué no has corrido diez minutos como yo te dije?
—Porque estoy cansadísimo, abuela. Estoy sacando el befo por la boca. Y mis piernas no me aguantan más. Se me doblan. Y dentro del pecho también se me está rompiendo algo.
—De cansado nada; monada, que decíamos las niñas de mi tiempo, cuando jugábamos a la rayuela —inflexible ella—. Cuando uno cree que está cansado sigue corriendo hasta la tercera vez que se siente cansado. Las otras dos veces se lo dicen al cerebro las neuronas holgazanas. Esto lo ha dicho el mejor corredor de todos los tiempos.
—¿Cómo se llama ese corredor, abuela?
—Vamos, no tengo yo bastantes cosas en la cabeza como para añadir un nombre extranjero, con lo raros que son.
—Jopé, abuela, desde que te regalamos un ordenador para tu cumpleaños, sabes más cosas que nadie —reconocí.
—Yo sabía ya muchísimo antes de tener uno de esos endemoniados inventos modernos —aseguró ella sin falsa modestia.
Y me sometió todos los días a un entrenamiento durísimo. Y yo me acostaba todas las noches muerto de cansancio. Lo único bueno de todo esto era que me daba tomillo con mucho azúcar disuelto dentro del líquido, y a mí que me gusta un montón todo lo dulce me bebía dos grandes vasos.
El día antes del señalado para tener lugar la competición, tropecé con una piedra, me hice daño en la rodilla derecha y declaré, aliviado, que ya no podría competir.
—Excusas de mal pagador —sentenció mi abuela—. Yo te apañaré.
Entre los muchos remedios caseros que mi abuela conocía estaba una pomada de árnica que ella fabricaba con esta planta, aceite de coco y cera de abejas. Me untó varias veces al día con esta pomada y yo sentí cierto alivio, pero me seguía doliendo la rodilla.
—No conoces nada que sea mejor que ese ungüento, abuela —le pregunté.
—Sí lo conozco: tu mente. En vez de pensar que te duele la rodilla, tú piensa todo el tiempo que no te duele. Que alguien que no eres tú cree que le duele la rodilla, ¿entiendes? Allá él con sus problemas. Por ejemplo que le duelen a tu padre que las rodillas, él las necesita poco pues se pasa todo el santo día sentado en la oficina donde trabaja.
—Pero eso como una especie de brujería, ¿no, abuela? —quise saber.
—Eso no es brujería, eso es psicología casera, materia en la que yo soy sabia.
Total, que llegó el día de la carrera. Se había reunido allí en el estadio un gentío enorme. Asustaba ver tanta cantidad de gente reunida. Gritos, bullicio, emoción. Mi profesor de matemáticas estaba bastante más ilusionado que yo y me animaba:
—Todo irá bien, chico valiente. Ya verás como no terminas último.
—Eso también lo creo yo. He visto a uno de los corredores que caminaba más cojo que yo —dije aguantándome las ganas de marcharme y evitarme quedar en ridículo.
Pero no podía hacer eso. Mis padres a los que nunca había interesado el deporte lo más mínimo estaban allí, no para aplaudirme sino para consolarme cuando llegase el último a la meta.
Éramos ocho corredores y a mí me habían dado el número ocho.
—Profe, ese número me traerá mala suerte. Significa el puesto en el que terminaré la carrera.
El maestro intentó combatir mi mal augurio diciéndome:
—Los chinos, que inventaron la pólvora, las cometas, las naranjas, el todo a un euro, y no sé cuántas cosas más consideran que la cifra ocho da muy buena suerte. Por lo tanto debes estar contento.
—Pero yo no soy chino.
—Mejor para ti. Con los ojos rasgados estarías más feo.
En aquel momento llegó mi abuela que se deshizo de mi profe diciendo:
—Haga el favor de marcharse, caballero. En el momento de la verdad mi nieto debe quedarse solo con su entrenadora.
—Ya me voy, señora. Sin avasallar —apabullado el educador alejándose con un periódico enrollado que empleaba para matar moscas a las que odiaba porque siempre alguna de ellas practicaba la natación en sus tazas de café.
—Demuéstrales a todos esos flojos que has tenido por entrenadora, nada menos que a la ganadora de la carrera del huevo de 1985 —me animó la madre de mi madre.
Por la confianza que nos teníamos le confesé:
—Abuela, estoy tan asustado que le única carrera que de veras deseo hacer es la carrera de huir para casa.
—De eso nada. Formas parte de una familia que desciende directamente del Cid Campeador, y algunas gotas de sangre de ese gran héroe deben correr por tus venas.
—Abuela, esas gotas de sangre heroica posiblemente solo me sirvieran si montase a caballo, algo que hacía de maravilla ese antiquísimo gran hombre que tú dices fue familiar nuestros, tú sabrás si lo dices basándote en algún dato histórico o únicamente imaginativo tuyo.
El aquel momento ella tuvo un gesto que me conmovió hasta los mismos tuétanos. Se sacó del cuello una cadenita con la medalla de la Virgen de los Desamparados, reliquia que había llevado con ella desde los lejanos tiempos en que hizo la Primera Comunión y dijo:
—La Virgen te preservará de una caída con rotura de pierna o de brazo.
Este gesto protector suyo de colocarme medalla y cadenita alrededor de mi cuello me acobardó todavía más, pues me hizo pensar en algo que yo no había pensado antes: en que corriendo podía sucederme tener una caída en la que yo me rompiese un brazo o una pierna.
Por los altavoces nos llamaron a los que debíamos competir en aquella carrera. El que dirigía aquel evento nos dijo a los corredores reunidos cerca de la salida, que solo seríamos siete, pues el chico que cojeaba había decidido no participar.
Dentro de los siete competidores estaba el chico más borde de mi clase. Le llamábamos, de mal nombre, Agustinito el Bruto, por lo bestia que era. A mí, porque dibujaba mejor que él, no podía verme ni en pintura y me empuja y hacía la zancadilla siempre que podía. Agustinito el Bruto se acercó a mí y me dijo con aquella boca suya que hablaba como si la tuviese llena, a reventar, de patatas fritas:
—¡Je, je, je! Vas a tener suerte Caradeculo, vas a quedar séptimo.
Yo empleé entonces esa frase que tanto consuela a los perdedores:
—En todo tipo de eventos, lo importante es participar, no ganar.
Antes de que se volviese hacia mí y me bañase con algunas partículas más de saliva disparadas por su bocaza, nos ordenaron alinearnos en la línea de salida. Yo era el único de los corredores que llevaba vendada la rodilla.
Dieron la salida disparando una pistola de fogueo. A mí esa rodilla vendada me dolía un montón. Siguiendo los consejos de mi abuela, yo pensé que la rodilla no me dolía a mí sino a mi padre, que tan poco confiaba en mis cualidades atléticas.
Cerca de la meta, para asombro del mundo entero y todavía más para asombro mío, yo iba tercero, aunque me sentía más muerto que vivo.
Entonces por encima de la multitud, no vi a mi abuela, pero si su agitada cuchara muy alto, sobresaliendo por encima de las cabezas de gritones espectadores. Me olvidé del dolor de la rodilla, de que se había iniciado un incendio en mis pulmones, de que mis pies no eran más de carne y huesos, sino de plomo, apreté los dientes y les ordené a mis piernas con buena zancada que volasen. Mi abuela habías ganado la carrera del huevo y yo no iba ser menos, corriendo por mis venas sangre suya.
Por milímetros llegué a la meta el primero. Cayó al suelo, reventado, tras cruzar la meta, el segundo, que fue Agustinito el Bruto. Había tenido una mala caída pues aprecié le sobresalía un diente suelto entre los labios.
Cuando me dieron la copa que había ganado. Mis padres pregonaban, henchidos de orgullo que yo, el vencedor, era su hijo, sangre de su sangre y carne de su carne.
Los reporteros de la prensa local me hicieron fotos con ellos y con mi abuela. A partir de este evento en nuestra casa se habla todo el tiempo de atletismo y mis padres se conocen los nombres de los mejores corredores actuales del planeta entero. Y se las apañan para llevarnos a las competiciones, a mi entrenadora y a mí para que yo tome parte en más carreras.
Y yo tendré que ganar más copas, mientras mi abuela me indica con su talismán-cuchara que en mis venas llevo sangre suya y del heroico Cid el Campeador, un tío tan extraordinario que dicen ganaba batallas hasta después de muerto.
(Copyright Andrés Fornells)