LOS CHARLATANES DE CUELLO BLANCO (MICRORRELATO)
Mi abuelo era un humilde campesino y, como la mayoría de los hombres que se han ganado el sustento, trabajando duramente desde la niñez, conocía poco de lo que enseñan los libros por falta de tiempo para acudir a una escuela, y conocía mucho de lo que enseña la vida.
Estar con mi abuelo era para mí el más preciado de los premios. Él era paciente, tierno, sabio. Contaré aquí lo que hicimos una mañana en que lo acompañé a la feria del pueblo.
Él me llevaba cogido de la mano la mayor parte del tiempo, para que no me perdiese, para protegerme de cualquier mal. Y yo, como siempre, lo atormentaba con todo aquello que mi ingenuidad y curiosidad me dictaban.
Nos paramos junto a un grupo de gente que rodeaba a un charlatán gesticulante, vocinglero, subido en un cajón de madera para que todo el mundo pudiera verlo y escucharlo. Después de oír lo primero que aquel hombre dijo, tiré del brazo de aquel querido anciano para que me prestara atención
—¡Abuelo, ese hombre ofrece un crecepelo milagroso! Cómpratelo y dejarás de estar calvo. Madre siempre dice que los hombres con pelo están más guapos.
—¡Ja, ja, ja! Yo no quiero estar más guapo. Para la única persona que yo quería estar guapo era para tu pobre abuela, que en gloria esté, y ya no la tenemos más con nosotros.
—Mira, abuelo, ese hombre vende un elixir de la eterna juventud. Si lo tomaras no te morirías nunca, ¿verdad, abuelo? Yo quiero que vivas siempre.
—No te preocupes que con elixir o sin él, yo viviré tanto tiempo como lo disponga Dios.
Unos pocos minutos más tarde.
—Abuelo, compra ese ungüento prodigioso que lo cura todo. Si lo compras te curará la cojera que te quedó de aquella vez que te caíste de un tractor. ¡Date prisa, abuelo, que dice ese hombre que a los diez primeros que le compren ese producto se lo va a vender más barato! —angustiado yo, dándole prisas.
Aquel vendedor, para distinguirse de la gente normal, llevaba alrededor de su cuello puesta una corbata de colorines, y anunciaba con voz convincente:
—Y este extraordinario producto que vale cien pesetas, yo no lo voy a dar por noventa, ni por ochenta, ni por setenta… ¡tirando la casa por la ventana y de jodidos al río!, lo voy a dar por veinte pesetas a los diez primeros compradores inteligentes que me lo compren.
De aquel amplio grupo que estábamos escuchándole, salieron dos y acudieron junto a él.
—¡Date prisa, abuelo, en comprarlo antes de que no quede ninguno de esos ungüentos.
Mi abuelo, socarrón, acariciando cariñosamente mi cabeza me dijo:
—Muchas gracias por quererme tanto, nene, pero a mí, lo que me cura de todos los males sois tus padres y tú queriéndome. ¿Quieres que te compre un helado o tienes miedo de que por ser cosa dulce y los dulces estropean los dientes, prefieres que no lo compre?
—Cómprame un helado, abuelo, que a los dientes les diré yo que, como se estropeen les muerdo.
—Así me gusta, que seas aplicado —aprobó él, muerto de risa y, cogiéndome con su mano grande, callosa, fuerte todavía, evitó que yo saliera corriendo, atropellase a alguien, o alguien me atropellase a mí.
Mientras yo disfrutaba de aquella golosina le pregunté:
—Abuelo, ¿de dónde sacan los charlatanes esas cosas tan maravillosas que venden.
—Las sacan de su astucia para inventar y engañar. Los charlatanes son como los políticos, viven de vender cosas falsamente milagrosas. En verdad, los políticos solo sirven para vivir a cuerpo de rey, del esfuerzo, el sudor y el sacrificio del pueblo al que explotan y arruinan. Nunca creas lo que te dice un charlatán y nunca creas lo que te dice un político. Los dos mienten. El charlatán lo hace para subsistir, mientras que el político lo hace para enriquecerse.
Yo aprendí de mi abuelo esta gran verdad. Espero y deseo, por su bien, que mis hijos me escuchen, me crean y hagan el mismo caso a mis expertas advertencias, que yo les hice a las sabias advertencias de mi abuelo.
(Copyright Andrés Fornells)