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UN ESCRITOR ARRUINÓ SU VIDA

Paul Lawson, el famoso escritor de la saga El romántico irresistible, fue interrumpido por Sally Closter, su secretaria, en un momento en que, sentado frente a su ordenador, la inspiración jugaba el perverso e irritante juego de no dejarse atrapar por él.

—Paul, hay una admiradora tuya que se ha sentado en mi oficina y ha dicho que no se moverá de allí hasta que logre hablar contigo. Dice que se ha leído todas tus novelas y quiere hablarle sobre El romántico irresistible.

—No tengo ganas de hablar con otra más de las chifladas y pesadas admiradoras que vengo soportando a lo largo de mi exitosa carrera. ¡Me tienen absolutamente harto! Líbrame de ella diciéndole que la veré otro día, que hoy me encuentro ocupadísimo y además sufro una espantosa jaqueca.

—Ya le he dicho que estás ocupadísimo y también lo de la jaqueca, pero su respuesta ha sido que viene de muy lejos, ha realizado un larguísimo viaje y permanecerá aquí todo el tiempo que haga falta, días incluso, hasta que tú la recibas.

—¿Qué te parece llamar a la policía y que se la lleven?

—Te lo desaconsejo. A esa mujer la creo muy capaz de armar un gran escándalo que en nada te favorecerá. Bastante mala prensa tiene ganada ya por lo hosco y poco sociable que te muestras con los medios de comunicación. La venta de tus obras ha bajado considerablemente de un tiempo a esta parte y no te conviene sumar más mala publicidad. Desde que tuviste aquel problema con una menor, la prensa está al acecho esperando poder sacar un nuevo reportaje que les permita vender un gran número de periódicos y revistas sin importarles volver a dañar tu imagen, una buena imagen que nos ha costado muchos meses conseguir recuperar de nuevo y todavía no la tenemos recuperada por completo.

El escritor soltó un bufido de fastidio.

—Entonces tú me aconsejas que la vea, aguante su rollo y le firme quizás algún ejemplar que puede que lleve dentro de su bolso y finalmente la despida, ¿no?

—Sería lo más prudente, lo más práctico y creo que la mejor manera de librarte de ella. Esa mujer es la fan más obstinada que hemos tenido en mucho tiempo.

Peter Lawson soltó otro bufido y, resignándose, mostrando una expresión de absoluta contrariedad su rostro de hombre cincuentón que aún conservaba parte de un atractivo físico que fue notorio en su juventud y que le permitió vivir muchas de las aventuras amorosas que luego narraría en sus libros best-sellers, manifestó:

—Por Dios, que espantoso es esto de la fama. En fin, hazla pasar. Me desharé de ella lo más rápido que pueda.

—Suerte.

Abandonó el despacho la veterana secretaria y dos minutos más tarde entró en la estancia una mujer de unos cuarenta y cinco años. Era esbelta e iba vestida con ropa de buena calidad. Su rostro bien maquillado, un tanto ojeroso, mostraba una expresión grave que despertó cierta instintiva inquietud en el escritor.

—Buenas tardes, señor Lawson —saludo, seria.

—Tome asiento y tenga la amabilidad de exponer, lo más brevemente que pueda, lo que desea de mí. Debo salir de viaje dentro de unos pocos minutos por lo que no me será posible dedicarle mucho tiempo.

Su visitante esbozó un rictus de contrariedad y ocupó un sillón que la dejó frente a él.

—Bien, seré, tal como usted me pide, breve. Sepa usted, señor Lawson, que soy una gran admiradora suya. Una extraordinaria admiradora suya, es más justo decir. Me he leído varias veces todos sus libros, y muy especialmente los de la saga del Romántico Irresistible que lleva usted diez años publicando. Saga que empezó con la primera novela Besos al Amanecer y la última que pusieron a la venta un mes atrás En Roma también hay almendros en flor.

—Muchísimas gracias. Es usted muy amable. Le agradezco su constancia y fidelidad a mi obra. Lectoras como usted motivan que yo dedique meses y meses de arduo y sacrificado trabajo a mis libros.

Complacido el autor, elevado su ego que era de fácil elevación.

Su visitante, que llevaba un bolso de tamaño mediano, negro, que contrastaba con su blanco y bien entallado vestido y su cabello azabache reunido en lo alto de la cabeza, dándole cierto aire señorial, movió la cabeza lentamente, entristecida ahora su expresión al confesar:

—Verá, compro, leo y releo todos sus libros porque estoy perdidamente enamorada del protagonista principal de esta saga suya: el seductor Alex Mandiatti.

—¡Ah, muy bien! —aprobó el famoso autor permitiéndose una sonrisa cargada de satisfacción.

—¡De muy bien nada! —rechazó tajante, enojada la asidua y fiel lectora de sus libros, sus ojos cargados de ira mirando ahora fijamente a los desconcertados ojos de Paul Lawson—. Enamorarme de Alex Mandiatti ha destrozado mi vida. Ha sido la causa de que yo no haya podido enamorarme de ningún otro hombre porque ningún otro hombre he conocido tan guapo, tan adorable, tan seductor como Alex. Comparado con él, a todos los hombres que he conocido hasta el día de hoy los he encontrado feos, estúpidos, mediocres. Y eso me ha hecho sentir muy desdichada.

Empezando a temer que la mujer que tenía sentada delante de él no andaba muy bien de la cabeza, el novelista argumentó:

—Señora mía, Alex Mandiatti solo es un personaje de ficción. No existe en la realidad. Compréndalo. Es un personaje imaginado por mí. Únicamente eso.

—Eso lo dice usted. Pero para mí sí existe. Y ha arruinado mi juventud, y sigue arruinando mi vida de mujer madura. Tiene que hacer algo radical, concluyente con él.

—¿Y qué quiere usted que haga? —burlón, considerando Paul Lawson que ciertamente está tratando con una loca.

—¡Quiero que lo mate! Que mate al adorable, al irresistible seductor Alex Mandiatti después de que él haya cometido una enorme canallada que merezca, por esa canallada, el desprecio de todo el mundo, el mío incluido —categórica, exigente.

El escritor ardía ya de indignación por la demencial conducta de la mujer. La mirada que le dirigió estaba cargada de ira apenas contenida. Procuró atemperar la voz al manifestar levantando las manos en un gesto de significativo rechazo:

—Lo siento muchísimo, señora; pero no puedo hacer, de ninguna manera, lo que me pide. Le ruego lo comprenda —auto recomendándose paciencia—. Ese personaje, Alex Mandiatti, me permite, estando vivo, pagar mis facturas, aparte de que su muerte disgustaría y entristecería a los numerosísimos fans que este personaje tiene en el mundo entero, mayoritariamente mujeres que, como usted, están enamoradas de él. Lo siento, pero no puedo complacerla. Y usted debería hacerse cargo de ello.

El rostro de su interlocutora se incendió. Sus ojos se convirtieron en dos rayos deseosos de fulminarle. Su boca se contrajo horriblemente y la voz le salió enronquecida y amenazadora al replicar:

—¡No me importa lo que otras mujeres puedan sentir por Alex! ¡Me importa lo que yo siento! Y lo que yo siento es que me ha destrozado la vida y no pienso perdonárselo. Y mi última cuestión para usted es: ¿Va a terminar con él y presentarlo como un ser execrable, despreciable, odioso e indigno de seguir viviendo, o no?

El escritor perdió por completo la calma que le habían ido menguando, a lo largo de los minutos transcurrido, las exigencias e insensateces de su visitante. ¿Quién se creía que era esta desconocida para presentarse en su casa y exigirle que matase al personaje de mayor éxito de todos sus libros? No la iba a aguantar ni un minuto más.

—Escuche, entrometida señora, no voy a matar a Alex Mandiatti por mucho que usted me lo pida. Los personajes de mis libros son de mi exclusiva propiedad y yo decido sobre sus vidas. Así que haga el favor de marcharse. Nuestra conversación ha llegado a su fin. No quiero seguir hablando con usted ni un segundo más. Ya he perdido demasiado tiempo escuchando sus sandeces. ¡Adiós!

El rostro de su visitante se transformó en la horrible, vesánica faz del odio homicida.

—¡Bien, usted se lo ha buscado! Yo quería que a Alex le matase usted por su propia voluntad, pero en vista de que no va a hacerlo pondré en práctica aquel dicho tan antiguo de: muerto el perro se acabó la rabia.

Con extraordinaria rapidez la iracunda y perturbada mujer sacó de su bolso una pistola y con absoluta decisión apuntó con ella a la cabeza del escritor y le disparó, a bocajarro, varios disparos que se la destrozaron convirtiéndola en un sangriento amasijo cuyo terrible aspecto aumentó al caer hacia adelante el cuerpo del célebre autor y estrellarse ésta contra su mesa.

—No has querido matarle a las buenas, y lo tienes que matar a las malas porque nunca podrás escribir más sobre él —masculló babeante de odio.

Al abandonar el despacho se cruzó con la secretaria, que acudía alarmado tras escuchar el ruido de los disparos, y le dijo la asesina, con desconcertante tranquilidad:

—El escritor se ha suicidado. Yo intenté salvarle la vida, pero él no me dejó. Ha sido una pena.

Para cuando Sally Closter fue capaz de figurarse lo que realmente había ocurrido en el despacho de su jefe y llamó a la policía, la homicida había desaparecido y todo lo que ella pudo aportar a los representantes de la ley fue una descripción poco detallada que para nada sirvió.

La asesina del escritor Paul Lawson huyó a otro estado. Durante ocho años nada se supo de ella. Por un injusto favoritismo del azar, la vida le había sonreído generosamente. Se había casado con un buen hombre parecido a Alex Mandiatti y tenido dos niños preciosos con él. Y la suerte se había aliado con ella hasta el punto de que le tocaron diez millones de dólares en la Lotería Primitiva.

Un periodista entrevistó a esta afortunada mujer, llamada Evelyn Smith, entrevista que reprodujeron casi todas las cadenas de televisión norteamericanas y muchas europeas.

Sally Closter, la antigua secretaria del asesinado escritor Paul Lawson, fue una más de los millones de personas que la vieron, la reconoció, e inmediatamente se dirigió a la comisaría de policía que le quedaba más cerca.

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