A LAS ASESINAS LES GUSTAN LAS PISTOLAS (RELATO NEGRO)

A LAS ASESINAS LES GUSTAN LAS PISTOLAS (RELATO NEGRO)

A LAS ASESINAS LES GUSTAN LAS PISTOLAS

(Copyright Andrés Fornells)

Yo sospechaba que podía ser ella la asesina que buscábamos. Pero estaba muy buena y, cuando me ofreció disfrutar del paraíso de sus voluptuosas carnes si la acompañaba a la villa vacía donde en el estío veraneaba su familia, la seguí tan estúpidamente como la oveja va al matadero. Y una vez llegados allí, antes de que pudiera meterle mano, ella sacó de su bolso una pistola tan negra como la conciencia de un tirano y me anunció:

—Sé que me has descubierto, policía de mierda. Te quedan diez segundos para una última palabra o plegaria.

Con la velocidad de la luz llegó a mi cerebro el conocimiento de que la posibilidad de salvar mi pellejo, el único que tengo y, por esta irremediable escasez, muy querido por mí, dependía por mi parte de reaccionar con la velocidad del rayo.

—¡No quiero morir! –grité y de un salto felino me lancé sobre ella con la intención de desarmarla.

No fui lo bastante rápido. Oí un disparo seco y sentí inmediatamente la quemazón de la bala penetrar en un costado de mi pecho. El dolor no fue muy intenso los primeros segundos, y me permitió apresar con mi mano la muñeca de la mano con que ella empuñaba el arma que acababa de dispararme. La ira me dio fuerzas para retorcérsela y conseguir que la soltara. La pistola cayó fuera de su alcance y del mío.

Su rostro bello, distorsionado por el odio, se veía horrible en aquel momento. Me soltó una patada salvaje. Un apresurado, instintivo giro de mi cuerpo, evitó que me impactara en la entrepierna, pero sí consiguió darme en la rodilla la punta de su zapato arrancándome un alarido de dolor. Caímos al suelo a consecuencias del feroz empujón que yo la di.

Ella se llevó la peor parte en la caída pues se golpeó la cabeza violentamente contra el pavimento que rodeaba la piscina, en cuya proximidad nos hallábamos. Le sentó mal el choque. Escuché un gemido ahogado de sus rojos labios carnosos y quedó inmóvil, en una postura sensual. ¡Maldita pécora hasta inconsciente intentaba seducirme!

Cogí su pistola, humeante todavía, y la arrojé lejos. Desapareció entre unos arbustos del jardín. Entonces fue cuando mi herida me produjo un dolor tan fortísimo que aullé como un perro con sus pelotas atrapadas en un cepo. Llevé mi mano al lugar donde tenía el balazo y se me llenó de sangre. Sentí mareo. Encajé las mandíbulas. Me dije, consciente del enorme peligro que corría mi vida: <<Tengo que aguantar. Si pierdo el conocimiento me desangraré en este maldito chalé solitario donde nadie puede prestarme ayuda>>.

Gimiendo de dolor, todo el tiempo, logré quitarme la camisa, romperla en tiras y taponar el boquete de la herida. El taponamiento no fue bueno. Seguía perdiendo sangre. Mis fuerzas mermaban por momentos. La vista se me enturbiaba. Me arrastré hasta donde tenía mi chaqueta. Saqué del bolsillo el móvil y marqué el teléfono del comisario Alvarado. ¡Bendito fuera mi ángel de la guarda, por permitir que el veterano policía me contestase enseguida!

Entrecortadamente, lo más conciso que supe, le comuniqué primero la apurada situación en que me hallaba, y después que había descubierto que a Carlos Pérez lo había asesinado Tamara, su propia hija, vengando así las continuas violaciones que él la hacía sufrir desde la pubertad. Mi jefe debió notar que mi voz se debilitaba por momentos porque alarmado me pidió:

—Muchacho, trata de contener esa maldita hemorragia. ¡No nos vayas a partir el corazón a tus padres, y a mí que te quiero como a un hijo! Voy a mandarte inmediatamente una ambulancia y yo mismo vengo cagando leches a donde tú estás. ¡Ánimo, cojones! ¡Aguanta, chico!

Mi jefe, que difícilmente mostraba afecto a nadie, hubiera jurado que estaba a punto de llorar por mí.

¡Manda cojones la de gente buena que todavía queda en este puto y sucio mundo!

Se me empezaron a nublar los ojos. La herida no me dolía más. ¿Significaba esto que yo estaba dando las últimas bocanadas?

—Maldita sea…

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