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JAQUE MATE
Cuando Larry el Niño entró en la banda de Ramos Culogordo, Gerard el Pecas, su valedor, le avisó de que tuviera siempre mucho cuidado con Washington el Loco.
—Ve alerta de no llevarle nunca la contraria, chico. Es un maldito hijo de puta. Meses atrás envió al patio de los callados a Mark el Guapo, porque éste le dijo que era más feo que un tiro de mierda.
—¿Pero hay alguien en el mundo más feo que Washington? —rio Larry el Niño, que era un joven bien parecido, alegre y gracioso.
—Ten cuidado, no se lo digas a él en la cara. Recuerda lo que le hizo a Mark el Guapo: le metió en el cuerpo seis tiros a bocajarro, ahora está criando malvas y le lloran su mujer y tres queridas que tenía.
—Tranquilo, Pecas. No caerá en saco roto tu consejo. Con ese loco me andaré siempre con mucho cuidado.
Gerard el Pecas se preocupaba por este simpático jovencito, y por eso se había tomado la molestia de avisarle y de meterle en la banda. Por eso y porque su hija Pat se había enamorado de él y pedido le ayudase a que consiguiera un empleo fijo y bien pagado.
Ramos Culogordo estaba interesado en la adquisición de un local céntrico en el que su propietario, un viejo llamado Thomas Stransvic, tenía montado un estanco que le daba para vivir bien, coleccionar guitarras de músicos famosos y procurarles una vida regalada a la docena larga de gatos que convivían con él en un apartamento que apestaba peor que un cementerio de mofetas, a pesar de que gastaban, con la intención de remediarlo, un spray diario de aromas de madreselva, perfume que empleaba la única mujer que en su vida se la dejó meter en caliente, antes de fugarse con un domador de leones que no usaba el látigo únicamente con ellos.
Ciertamente Ramos Culogordo estaba interesado en adquirir el local del viejo Thomas Stransvic, pero éste no quería vendérselo al precio, miserable, que aquél quería comprárselo, así que el capo mafioso decidió emplear el medio intimidatorio que siempre le había dado exitosos resultados, y encargó a Washington el Loco y a Larry el Niño le dieran un “aperitivo” de lo que iba a sucederle si seguía negándose a cederle su establecimiento por el precio que él ofrecía.
Washington el Loco y Larry el Niño, en cuanto se hizo de noche se ocultaron en un portal desde el que podían vigilar el estanco del viejo Thomas. Esperaron a la hora habitual del cierre y, a que no tuviera ningun cliente, para entrar en el mismo y, mientras Larry el Niño cerraba la puerta y echaba la cortina para que desde el exterior no pudiera verse lo que iba a acontecer en el interior, Washington el Loco le preguntó al viejo tendero si estaba dispuesto a venderle el local a su jefe por el precio que aquél le había ofrecido. El anciano, demostrando poseía un coraje suicida, le respondió con obstinación:
—Por el precio de mierda que me ofrece ese hombre, yo no se lo vendo. Vale diez veces más mi establecimiento.
El pistolero, con el bate de béisbol que mantenía oculto detrás de la espalda, de un veloz y brutal golpe le rompió un brazo. El anciano se puso a bramar de dolor y a dar saltos parecidos a los que realizan los sioux durante su danza de agradecimiento a la lluvia que han pedido.
El joven que salía con la hija de Gerard el Pecas, queriendo hacer méritos y de paso congraciarse con Washington el Loco, le pidió el bate de béisbol.
—Dame que contribuya también yo a darle parte del “aperitivo” a este asqueroso Matusalén.
El Loco sonrió perversamente, consiguiendo el casi imposible logro de aumentar su fealdad facial, y se lo entregó.
Larry el Niño, de un fuerte golpe con el palo de béisbol le rompió una pierna al herido que cayó al suelo aullando, revolcándose de dolor. Esta salvaje agresión le ganó el agrado de Washington el Loco, que se lo demostró dándole amistosas palmadas en la espalda y un elogio que repetiría más veces estando presentes otros miembros de la banda:
—Tú vales, muchacho.
A Gerard el Pecas esto no le parecía mal. Al Loco era absolutamente preferible tenerle como amigo que como enemigo.
El pobre Thomas Stransvic, cuando salió del hospital donde le habían tenido encamado varios días, lo hizo con una pierna y un brazo escayolados, y en una silla de ruedas que empujaba una hermana suya, coja, que se había cuidado de sus gatos el tiempo que él estuvo hospitalizado.
Ese mismo día, sabiéndose amenazado de muerte, el aterrado estanquero vendió su estanco por lo que quiso darle Ramos Culogordo que acudió, acompañado del abogado que le había arreglado todo el papeleo, al despacho del notario para estampar allí la firma de compra-venta. Lo hizo muy bien trajeado, como era habitual en él y fumando uno de sus caros cigarros puros sostenido por sus dedos morcillones llenos de ostentosos anillos, impasible por completo su grasiento rostro de buda urbanita.
Una noche, esperaban en un gran almacén perteneciente a Ramos Culogordo la llegada de un tráiler que debían cargar con cajas de fruta en cuyo fondo iba camuflada una importante cantidad de droga: Gerard el Pecas, Washington el Loco y Larry el Niño.
Para entretener la espera y mientras compartían una botella de excelente bourbon, el Loco propuso echar unas partidas de póquer. El Pecas se opuso, categórico:
—De jugar al póquer nada, que tú tienes muy mal perder Washington.
—Y yo no sé jugar bien —añadió el Niño—. Lo que sí se me da bien es el ajedrez. ¿Nos echamos una partida, suegro? Sin jugarnos pasta, ¿vale? —propuso, cariñoso, dirigiéndose al Pecas.
—No sé jugar al ajedrez —reconoció el interpelado—. Es un juego para pensar mucho y calentarse la cabeza para nada. No me interesa.
Y continuó comiendo pistachos que sacaba de una bolsita comprada un rato antes en un supermercado, y cuyas cascaras iba metiendo dentro de un gran cenicero de cristal cuyas colillas contenidas en él había echado, momentos antes, dentro de una papelera de plástico, para poder darle el uso que le estaba dando.
—Yo juego contigo —manifestó el Loco acompañándose de una de sus horribles sonrisas-mueca.
Larry el Niño sacó las fichas del interior de una cajita de madera y, sin prisas, las fue colocando encima del tablero, tanto las blancas como las negras.
—Te doy la ventaja de que comiences tú, Washing —recortándole el nombre, igual que hacían todos con él incluido Ramos Culogordo.
—Las negras —sin dudarlo, hosco, el malcarado.
El joven protegido de Gerard el Pecas situó, encima de la pequeña en la que ambos se habían sentado, el tablero. En el techo, justo situada encima de sus cabezas, una lámpara de plato lanzaba un amarillento círculo de luz sobre ellos.
Gerard el Pecas, un par de metros distanciado de ellos, dejó de comer pistachos, limpió con su lengua los restos de comida quedada entre sus dientes, formó horquilla con los dedos de ambas manos y peinó hacia atrás sus largos cabellos medio grises caídos sobre su pecoso, enjuto rostro que mostraba total indiferencia por el juego iniciado por sus compañeros. Parsimoniosos como lo eran siempre susmovimientos menos en el momento de tener que empuñar la beretta que llevaba en la funda sobaquera oculta en aquel momento por la chaqueta que llevaba puesta, sacó del bolsillo superior de la misma un cigarro puro. Humedeció con la lengua la parte que iba a poner en su boca. La humedeció más de lo necesario porque le gustaba el sabor del tabaco, antes y después de haberlo alterado el humo una vez prendido. Este habano se lo había regalado, por la tarde de ese mismo día, Ramos Culogordo cuando él regresó de haber estado paseando durante más de una hora el exageradamente mimado y agasajado perro de su mujer, animal que el mismo capo mafioso reconocía, ella lo quería infinitamente más que a él. Con un zippo heredado de su padre, que había sido sargento del ejercito en la guerra de Vietnam, encendió el cigarro. Las primeras caladas eran las que Gerard el Pecas disfrutaba con mayor fruición. El aroma y el sabor su paladar lo saboreaba con especial intensidad.
De vez en cuando Larry el Niño soltaba una exclamación de puro júbilo porque le había comido una pieza importante al Loco.
Gerard el Pecas, sin fijarse en ellos, pues él pertenecía a ese numeroso grupo de personas que no ve en los juegos de entretenimiento una diversión, sino una estúpida manera de perder el tiempo, fumaba plácidamente y se recreaba en las imágenes que de Betty Marshal, la hermosísima mujer de su jefe, había recolectada su mente. Nunca se atrevería a intentar nada con ella, aunque en algunos momentos aquella espléndida hembra lo tratase con cierta familiaridad. Para llegar a viejo, dentro de su arriesgada profesión, un hombre necesitaba ser rápido con el gatillo y no saltarse nunca barreras que podían costarle la vida.
Larry el Niño anunció de pronto, a su adversario en el juego, dando muestras de explosivo regodeo, que le hacía jaque-mate.
Washington el Loco sintió que una oleada de humillación encendía sus venas, circulaba veloz por las mismas le alcanzaba la cabeza y le nublaba la razón. Sacó rápido la browning 9 mm, que llevaba metida en la sobaquera de su deformada y sucia americano que, para estar más cómodo había abierto nada más comenzar la partida, y escupió con voz cargada de vesánico odio:
—¡El jaque-mate te lo hago yo a ti, niñato de mierda!
Y le metió a Larry el Niño, en su joven pecho, seis balazos, todo ellos mortales de necesidad.
Gerard el Pecas era un hombre en plena forma todavía y con admirable celeridad de reacción. Soltó el puro que llevaba consumido por la mitad y fue más rápido que Washington el Loco, pues cuando éste se volvió hacia él con su pistola humeante, antes de que pudiera apretar el gatillo, Gerard el Pecas le metió en el cuerpo todo el cargador de su beretta.
Todo lo más que pudo hacer el asesino de Larry el Niño fue un disparo al techo, unas décimas de segundos antes de morir, y una pequeña cantidad de escayola cayó sobre sus ojos que ya no podían ver.
Gerard el Pecas se acercó al novio de su hija. Éste había pasado a mejor vida. Lo único que pudo hacer por él fue cerrar sus ojos velándose ya. En su manchado y curtido rostro se pintó una expresión de amargura.
A su hija, la única persona en el mundo que él quería y por la que era querido, tendría que darle una noticia que le rompería el corazón. Miró de nuevo el cuerpo cubierto de sangre de Larry el Niño y le reprochó, apenado:
—Chico, te advertí que tuvieras mucho cuidado, y no me hiciste caso. Malgasté contigo el mejor consejo que te dieron jamás.
Recogió del suelo el cigarro puro, que no había tenido tiempo de apagarse y continúo fumándolo a pesar de saberle amargo.
El camión, cuando llegara, tendrían que cargarlo él, el chofer y el ayudante de éste. No le importaba. Cualquier cosa que retrasase su regreso a casa donde su enamorada hija estaba esperando el regreso de su amado, le valía.
En cuando a Ramos Culo Gordo, su enfado le traía sin cuidado. En definitiva, al capo le supondría un gasto insignificante pagarles un buen entierro a los dos hombres que había perdido. Y si se hacía el rácano con una corona para Larry el Niño, él la pagaría de su propio bolsillo.
—Estúpido juego el ajedrez —masculló a través del pedazo de boca que no mordía el cigarro.