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PROPUESTA DE ASOCIACIÓN    

Mike Warner hizo girar la manivela de la puerta acristalada llena de pegatinas publicitarias, y entró en el bar Sparow. En su interior no pasaban de la media docena los clientes que había. Mike, joven, atlético y agil; vestido con una chaqueta gris claro, una camiseta llena de palmeras con isla estampadas debajo de ésta, pantalones vaqueros y zapatillas de tenis un tanto sucias, al llegar al mostrador pidió al camarero de mediana edad y acusados rasgos latinos que, con aspecto aburrido lo miraba expectante, acodado de brazos en la barra, un Jack Daniel´s con mucho hielo.

         —Inmediatamente, señor —servicial el empleado.

         Mike esperó a que le sirviera la bebida, la pagó inmediatamente y fue, llevando en su mano izquierda el vaso largo, a sentarse a una mesa al fondo del salón cerca de la cual no había nadie. Para lo que se proponía realizar no quería curiosos cerca. Echó un trago de la bebida on the rocks y a continuación sacó del bolsillo derecho exterior de su chaqueta tres cosas: un bolígrafo, una pequeña libreta y la cartera que acababa de robar a un turista australiano en la parada del autobús.

De su contenido escogió la tarjeta de crédito y empezó a imitar la firma de un tal Jaques   Thomson. Era muy bueno falsificando firmas y a los diez minutos de practicar copiaba ya tan bien la rúbrica que seguro conseguiría engañar al empleado del primer banco en el que entrase. Obrar con rapidez era primordial. El individuo robado tardaría poco en darse cuenta del hurto y pedir la anulación de su tarjeta. Se terminó de un solo trago el contenido de su vaso y marchó a la calle.

          Tuvo que andar únicamente dos manzanas para encontrar una entidad bancaria. El empleado que le atendió le dedicó una sonrisa tras comprobar que coincidía su firma con la de la visa de oro que acababa de entregarle. Colocó Mike el dinero recibido en su propia cartera, la metió en un bolsillo interior de su chaqueta y deseó al amable joven que le había atendido:

          —Qué tenga un buen día.

—Igualmente caballero.

          Al salir Mike del establecimiento bancario, tropezó con él una joven atractiva que le pidió perdón por su torpeza acompañándose de una sonrisa encantadora.

          Mike le devolvió la sonrisa y la siguió con ojos apreciativos. Ella parecía tener prisa. Caminaba presurosa. Su cuerpo esbelto, de movimientos vivos, deliciosamente femeninos, llamaban la atención de la gente que la dirigía miradas de agrado. El carterista la perdió de vista entre el gentío. “Un exquisito bombón”, juzgó.

          Caminados una veintena de pasos entró en un estanco a comprar tabaco. Y entonces se dio cuenta de que le faltaba la cartera en la que había metido el dinero recién sacado del banco.

         Dejó a la estanquera con el cartón de Winston en su mano y salió corriendo. Mike poseía una buena constitución física y su carrera fue veloz. Tropezó con algunas personas, pero no perdió el tiempo disculpándose. Le urgía dar con la chica que un momento antes chocando con él le había robado. Cada segundo que transcurría lo alejaba de la posibilidad de atraparla. Su esfuerzo y su velocidad obtuvieron recompensa. La descubrió bajando por la escalera del metro. Iba confiada, pues aunque llevaba el paso rápido no miraba atrás por estar convencida de que nadie la seguía.

        Al llegar junto a ella Mike la cogió fuertemente del brazo justo delante de la barrera de control obligándola a detenerse. La joven se asustó al reconocerle. Sus grandes ojos verdes lo demostraron, al tiempo que levantaba sus brazos en un gesto que pretendía ser defensivo. Él la mantuvo firmemente presa, seguro que a la menor oportunidad que la diera intentaría escaparsele.

         —No te voy a hacer nada, bonita —le advirtió sonriéndole para inspirarle confianza—. Devuelveme lo mío y te invitaré a un refresco. No estoy enfadado contigo. De veras. Los dos nos dedicamos a lo mismo.

         Ella le registró la mirada. Se tranquilizó algo. Su cuerpo perdió cierta tensión. Los ojos de Mike mantenían todo el tiempo un brillo amistoso. La joven metió la mano en el bolso que colgaba de su hombro y sacando una cartera se la ofreció.

         —Esta no es la mía —él con un ronroneo divertido en su garganta.

         Ella la devolvió al interior del bolso y sacó otra.

         —Ésta sí es la mía. Vamos a la cafetería de la estación —amistoso en todo momento, tirando del brazo de ella.

         —Por favor… déjame ir. Te quité la cartera por necesidad. Tengo que mantener a mi madre enferma y estoy sin trabajo —intentando despertarle lástima.

         —Tranquila, de eso hablaremos mientras tomamos algo.

         Entraron en el establecimiento elegido por Mike. Cuando la obligó a sentarse a una silla de la mesa por él escogida, le repitió que era, al igual que ella, un carterista. Para convencerla de que estaba diciéndole la verdad, Mike le enseñó la cartera robada un rato antes al turista australiano y un par de carnets de conducir pertenecientes a personas diferentes.

         Ahora sí se tranquilizó la joven y a la pregunta de él, sobre cómo se llamaba, respondió dedicándole un esbozo de sonrisa seductora:

         —Camille.

          Tenían el camarero a su lado.

          —¿Tiene champán? —le pidió Mike.

          El empleado, un jovenzuelo con el rostro sembrado de acné les observó sorprendido. Nunca nadie le había pedido champán a media mañana. Camille, encontrando divertida su reacción, intervino:

          —¿Tenéis champán, o debemos irnos a otro sitio?

          —Tenemos. Se lo traeré enseguida —reaccionando torpemente el camarero y dirigiéndose acto seguido al mostrador, derribando por el camino una silla contra la que tropezó.

          Los dos carteristas rieron de buena gana. Una hora más tarde habían terminado de beberse el champán y acabado convertidos en socios. Ninguno de los dos tenía ataduras. Mike estaba divorciado y Camille era una huérfana criada en un orfanato.

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