UN ANCIANO NECESITABA QUE ALGUIEN LO ESCUCHASE (MICRORRELATO)

(Copyright Andrés Fornells)
Lucrecio Padilla había llegado en su vida a la etapa de la ancianidad. Dos semanas atrás había quedado viudo y esta desgracia lo había hundido en una tristeza infinita. Tenía tres hijos repartidos por el mundo que, esclavos de su egoísmo, se habían desentendido de él y de su madre hasta el punto de haber puesto excusas para no asistir siquiera al sepelio de la buena mujer que les dio la vida y acompañar a su padre en tan luctuosas circunstancias.
Lucrecio Padilla sentía que la pena producida por su viudedad, metida muy dentro de él, le ahogaba, le quitaba el ánimo de continuar adelante. Necesitaba, imperiosamente, hablar de ella, de su amada esposa. Necesitaba encontrar a alguien que le mostrase simpatía, que tuviese para él un par de amables palabras de consuelo, alguien que reconociese cuan justificado era el inmenso dolor que experimentaba.
Cogió el autobús y trato de entablar conversación con su vecina de asiento una mujer cuarentona fornida y fea de cara.
—Estoy desconsoladamente triste, señora —comenzó a decirle—. Dos semanas atrás perdí a mi esposa. Nos queríamos muchísimo. Era una mujer buenísima y la echo tanto de menos que se me han quitado las ganas de seguir viviendo.
—Oiga, todos tenemos nuestros problemas. ¡Guárdese para usted los suyos! ¿Estamos? —dijo la mujer con desagradable actitud, y levantándose fue a ocupar otro asiento.
En la próxima parada subió gente. Media docena de personas jóvenes. Ninguna sintió deseo alguno de sentarse al lado de Lucrecio Padilla. Su aire compungido actuaba de repelente.
El anciano se bajó delante mismo de un parque. Inútilmente buscó, entre la gente que por allí pululaba, calor humano y no lo encontró. En cuanto comenzaba a exponer sus penas, las personas se levantaban del banco al que se había acercado y huían de él como si fuese un apestado.
En un rincón del parque había un contenedor de basura y junto al mismo un perro que, por lo sucio que estaba, resultaba evidente que lo habían abandonado hacía tiempo. Acercándose a él, el anciano desconsolado le dijo:
—Estoy que muero de tristeza. He perdido a mi mujer a la que quería muchísimo. Se me han quitado las ganas de seguir viviendo.
El animal se acercó a él moviendo tímidamente su cola. Sus ojos mostraban mansedumbre, bondad y sufrimiento. Él amaba a los humanos, pero se había encontrado con algunos que no lo amaban a él y, además, lo maltrataban.
El anciano le acarició la cabeza y encontrando su mirada, la mirada del animal reconoció:
—Veo que también tú estás muy triste y eres desdichado. Ven conmigo, nos consolaremos mutuamente.
El perro le siguió dócilmente. La voz de este hombre y sus ojos le habían despertado confianza. En un puesto callejero donde vendían comida, el anciano le compró una hamburguesa al animal, se sentó en un banco y se la fue dando a pedacitos, que el can devoraba con ansia, agradeciéndoselo con un enérgico movimiento de cola y brillo de reconocimiento en sus pitañosos ojillos.
El anciano se llevó al perro con él y por fin encontró quien escuchaba sus penas y además le demostraba cariño y le daba consuelo.