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CAPÍTULO I
Anselmo Pérez, el dueño del bar Los Caimanes se quedó muy sorprendido cuando le pregunté si conocía a alguien que vendiera armas de fuego.
—¿Qué clase de arma de fuego quieres comprar tú, un cañón, Jandro? —se lo tomó a broma.
—Quisiera comprar un revólver.
Mi seriedad lo desconcertó
—¿Y para qué leches quieres tú un revólver, Jandro?
—Mi casera me ha encargado comprarle una —mentí—. La han atracado un par de veces, y la mujer ha cogido miedo.
A continuación, se abrió entre ambos un surco de silencio, y durante unos pocos segundos tomó todo el protagonismo el ruido del agua que caía fuera, mezclado con el chapoteo que producían las ruedas de los vehículos que circulaban por la calle encharcada. De vez en cuando escuchábamos un bocinazo, la sirena de una ambulancia o el penetrante chirrido de unos frenos.
Anselmo paseó su huesuda mano por los cuatro pelos que sobrevivían en lo alto de su amelonada cabeza y dijo bajando la voz, aunque no había en su local nadie aparte de nosotros dos:
—Hace un par meses me ofrecieron un revólver. Como bien sabes, aquí me han entrado a robar ya tres veces los hijos de puta de los ladrones. Estuve tentado de comprarlo, pero no me decidí porque en este puto país tenemos una mierda de leyes que parecen hechas para favorecer a los delincuentes y perjudicar a la gente honrada. Matas a uno defendiendo lo tuyo, y te buscas la ruina. Y, si por el contrario un maleante te mata a ti, alega que tuvo una infancia desgraciada, recibió malos tratos de unos padres alcohólicos o cualquier otra chuminada por el estilo y, a los cuatro días tu asesino está de nuevo en la calle, mientras que tú estás metido bajo tierra criando malvas.
—¿Quién te ofreció un arma, Anselmo? —quise saber procurando mostrar menor interés del que sentía.
—Uno que tú no conoces. No suele venir por aquí. Es fontanero y tiene siempre más trabajo del que quiere. En realidad, el revólver me la ofreció él, pero el dueño de ese revólver era su hermano. Su hermano se llama Cofiño. Tiene un cementerio de coches por la zona de Los Almendroches, cerca de la autovía de pago.
—Iré a verle —decidido.
—Dile que vas de mi parte, y así no desconfiará. Me conoce. Le compré el año pasado, para mi coche, un motor de segunda mano. Me lo dio barato y va fenómeno. Vamos, como si fuese nuevo.
—¿Cuánto calculas tú que puede costar un revólver, Anselmo?
—No tengo ni puta idea. Pero esos cacharros no son baratos.
Cambiamos de conversación. Acababan de entrar Paco el mecánico y Matías el de la gasolinera —el primero de ellos empleado de los Talleres Remiendos y, el segundo, empleado de la gasolinera de Cuatro Vientos—. Colocaron sus chorreantes paraguas dentro del paragüero situado junto a la puerta; una especie de cilindro de plástico con figuras, en relieve, de supuestos emperadores romanos. Se quejaron de la lluvia:
—¡Qué asco, joder! Tres días ya cayendo agua sin parar.
—A mí me jode mucho más el viento que la lluvia. El viento te despeina y te llena los ojos de polvo.
—Restregaos bien los pies en la alfombrilla, no me pongáis el suelo perdido, ¿eh? —recomendó el tabernero a los recién llegados.
Le hicieron caso. Ocuparon sendos taburetes. Era lunes y el tema obligado el futbol. Había un solo acertante al pleno y nos mostramos envidiosos.
—¡Qué suerte, coño! Convertirse uno de la noche a la mañana en millonario. Vamos, pasar de ser un desgraciado que no tiene donde caerse muerto, a comprarte un coche cojonudo, un piso de puta madre y tirarte a todas las tías buenas que te venga en ganas, y todo esto conseguido sin haber derramado una sola gota de sudor.
—Si el cabrón que va primero en la liga no hubiera perdido con el colista, hubiéramos acertado trece y pillado nosotros también algo.
—Pero ¿cómo podían ganar esos vagos de mierda si se movían por el campo igual que viejas sonámbulas? ¿No los visteis por la tele? A mí nadie me quita de la cabeza que los tíos perdieron aposta. La corrupción está en todas partes. ¿Cómo no iba a estar en el fútbol con la de millones que mueve?
—Los maletines llenos de pasta que van y vienen. ¡Bah! No nos hagamos mala sangre, tíos. Seguiremos otra semana más hundidos en la puta miseria. Quién sabe si a lo mejor, la semana que viene tenemos más suerte…
—Todas las semanas decimos lo mismo y lo único que sacamos de verdad es el dinero de nuestros bolsillos. ¡No te jode!
—No nos amarguemos la vida por lo que no tiene remedio. ¿Nos jugamos unas cañitas de cerveza a los dados? —propuso Anselmo, dejando de sacar brillo a la niquelada cafetera.
Formamos parejas. Paco y Matías contra Anselmo y yo. Nos ganaron. La suerte es caprichosa y no se decanta a favor de quien más la desea.
Al día siguiente dejó de llover. Un viento racheado y frío se llevó las nubes. Era viernes por la tarde. Yo tenía en el súper, donde trabajaba, el turno de mañana y estaba libre. Antes de abandonar mi cuarto, eché un buen trago de brandy para animarme. Los viernes por la tarde, Dora estaba muy ocupada con la lavadora, así que pude ganar la calle sin que ella me viera.
Camino a la parada del autobús mis ojos tropezaron con muchos rostros malhumorados. Los frioleros iban exageradamente abrigados. Los viejos caminaban encogidos y acobardados. Uno que se había resfriado ya, acercaba un pañuelo a sus enrojecidas narices. Dos sílfides llevaban sus abrigos colgados del brazo luciendo sus tipitos, aunque les castañeaban los dientes. Tres niños jugaban a saltar charcos. Llevaban ya perdidos de barro los bajos de sus pantalones. Les dirigí una rápida mirada de envidia. Ellos estaban todavía libres de los terribles problemas que podían surgirles a los adultos.
Los árboles caducifolios del parque soltaban hojas que se mecían un momento en el aire igual que torpes mariposas, antes de aterrizar en el suelo. El barrendero que las estaba recogiendo maldecía entre dientes. Un gato desconfiado huyó de su gran escoba y me pasó entre las piernas. Era negro. Cuando la fatalidad se encapricha de uno nada puede hacer por evitarla.
El coche del servicio público llegó a la parada con retraso. No puede exigírseles puntualidad a quienes se enfrentan a un tráfico denso, contaminante y ruidoso.
Como había más pasajeros que plazas disponibles nos hacinamos para poder caber todos dentro del vehículo. Solidaridad colectiva la de los usuarios, que ayuda a enriquecerse más y más a las compañías transportistas.
Disimulé un hipido. La dosis etílica tomada antes de abandonar la pensión se me había subido a la cabeza formándome un revoltijo eufórico muy de agradecer en unos momentos que tan bajas estaban las baterías de mi ánimo.
Tenía delante de mí a un joven con gafas y cara muy seria que le estaba soltando un rollo somnífero a una chica bajita y llena de curvas que, muerta de aburrimiento comenzó a timarse conmigo.
Formé un cero juntando índice y dedo gordo y metí la lengua dentro. Ella reaccionó a mi provocación con una risita coqueta, divertida. El tontorrón que la acompañaba, creyendo haber conseguido él esta jocosa reacción suya, enseñó dientes de caballo en una sonrisa sorprendida.
Antes de bajarse en su parada, ella se volvió a mirarme y se mordió significativamente la pulposa boca. Le hice un gesto con la mano dándole a entender que volveríamos a vernos. Sembrar ilusión fue una obra de caridad muy meritoria por mi parte pues, en aquellos momentos lo menos querido por mí era sumar más líos con mujeres. Los tenía sobrados.
El resto del viaje lo realicé bien arrimado a las magníficas posaderas de una matrona veterana que, con la mayor complacencia me incrustaba sus redondeces en la parte de mi anatomía más sensible y propensa a crecer y endurecerse.
Llegué a mi destino. Al pasar por el lado de esta exuberante mujer madura, se cruzaron nuestras miradas.
—Espero no haberte aplastado el plátano de la merienda —comentó graciosa.
—Lo que ha hecho ha sido madurarlo —siguiéndole la guasa.
—Me encantaría probarlo —exponiendo con toda frescura su deseo.
—Otro día que llevemos el mismo rumbo, emperadora.
Le lancé un beso por el aire y, riéndose, la muy cachonda replicó:
—Te cojo la palabra, valiente.
No hubo más entre nosotros dos. Me bajé. El abarrotado vehículo continuó su camino. Quedé un momento parado en la acera sin saber qué dirección tomar. Nunca había estado en Los Pedroches.
Localicé a una viejecita vestida con un grueso gabán y un ridículo sombrerito. Fui a su encuentro. Al verme, ella cogió con ambas manos su bolso y lo apretó con fuerza contra su escuálido pecho. Vivimos tiempos en los que a la gente le sobran motivos para ejercer la desconfianza. Intenté tranquilizarla con una sonrisa amistosa.
—Perdone, buena mujer, ¿cae cerca de aquí el cementerio de coches? —le pregunté, amable.
Ella me dedicó un castañeo de prótesis dental antes de decidirse a informarme:
—Siga adelante todo recto. Coja luego la segunda calle a su izquierda y lo verá enseguida.
Le di las gracias. La vieja no separó el bolso de su pecho hasta verme un buen trecho lejos de ella.
El cementerio de coches ocupaba un amplio terreno rodeado por una herrumbrosa alambrada cuya parte superior protegían dos líneas de alambre de espino. Antes de llegar yo a la puerta abierta de su entrada, un perro comenzó a ladrar desaforadamente.
Lo busqué con la mirada. Les tengo pánico a estos animales. De niño, a la salida de la iglesia donde acababa de hacer yo mi Primera Comunión, un can feroz dejó con sus monstruosos dientes dos paréntesis imborrables en mi nalga izquierda.
Afortunadamente a éste lo tenían amarrado con una gruesa cadena. Se trataba de un dóberman de mirada asesina y dentadura de cocodrilo, que mostraba evidentes deseos de usarla conmigo. Tirando con todas sus fuerzas, todo lo más que le permitió la cadena que lo sujetaba consiguió quedar a poco más de dos metros de mí. Sentí su abrasante aliento cuando pasé cerca de él, en dirección a un destartalado carromato que hacía las funciones de oficina.
Los cristales de su puerta estaban tan puercos que no se podía ver nada a través de ellos. Di unos golpecitos con los nudillos antes de empujar y abrir la puerta cuyos goznes chirriaron. Mis inquietos ojos localizaron a un individuo sentado detrás de una mesa cochambrosa con sus enormes y sucísimas botas paramilitares encima de ella. Aparentaba unos cuarenta años, era feo, cetrino de piel y llevaba el pelo muy largo y descuidado. Sus ojos oscuros, siniestros, me penetraron como si fueran estiletes. Me acoquinó su mirada. Me entraron ganas de salir corriendo. Pero la parálisis que se había adueñado de mis piernas no lo permitió. Sin soltar la revista pornográfica que sostenían sus manos, de uñas negras como la conciencia de un dictador, preguntó con voz rasposa:
—¿Qué quieres, periquito?
Noté que me costaba respirar. Olía a demonios allí dentro. Tragué saliva y le dije, trabucándome, que el dueño del bar Los Caimanes me había dicho que él quería vender un revólver. Su mirada inquisidora me examinó de arriba abajo, y coronó su examen una mueca desdeñosa.
—Ya no tengo esa pipa, tío.
—Bueno, pues mala suerte.
Iba a dar media vuelta para irme, cuando él añadió:
—Pero tengo otra pipa. No te va a costar barata, ¿eh? —me advirtió.
—Lo bueno siempre es caro —concedí, nervioso perdido.
—Y sólo tengo seis balas.
—Me bastarán.
—Espera aquí un momento. Voy a buscarla. No se te vaya a ocurrir tocar nada de lo que hay aquí, ¿eh? —avisó con acojonante entonación—. Yo tengo muy mala leche y a los tíos jetas suelo cortarles los huevos. Para que lo sepas, periquito.
Su voz encerraba tanta amenaza, que las hormigas del miedo sembraron senderos de desasosiego por todo mi cuerpo. Asentí. La flojera de mis rodillas iba en aumento. La desencajada silla de Cofiño gimió al abandonarla él. Depositó la ilustración abierta sobre la mesa y se encaminó hacia la puerta. Le observé de reojo. La pringosa pelliza que llevaba puesta tenía un corte en la espalda. Pensé que podía haberlo causado una cuchillada. Me estremecí. La valentía no cuenta entre mis escasas virtudes.
Él dejó al salir, la puerta abierta. Se lo agradecí. El aire que entró de afuera era infinitamente mejor que el existente allí dentro. No me moví un centímetro del sitio. Respiré hondo buscando serenarme. Le eché una mirada, sin moverme de donde estaba, a la revista porno.
En las fotografías un tipo musculoso empitonaba, con su exagerada masculinidad, por detrás, a una chica tetuda y culona. Con el paso del tiempo y tenerlo tan visto dejó de excitarme este tipo de material. Recorrí con la vista el interior del carromato. Había varios estantes con cajas llenas de piezas de coche, media docena de motores y pilas de revistas guarras.
Encima de otra mesa se encontraba una cochambrosa televisión portátil. Y por doquier reinaban la porquería y el polvo. En una de las paredes había tres calendarios: el del centro mostraba a una Virgen con el corazón atravesado por varios puñales, y a cada lado tenía dos espectaculares tías desnudas. Escritos y tachones con bolígrafo rodeaban diferentes fechas. Un enorme cenicero de piedra montado en lo alto de un puñado de papeles estaba lleno casi hasta arriba de unas babeadas colillas que debían ser de hachís.
Los repentinos lloriqueos del dóberman me indicaron que su amo regresaba. Entró Cofiño. Se detuvo delante de mí. En su mano derecha traía algo envuelto en un trapo grasiento. Abrió el trapo y me mostró un revólver negro, reluciente.
—La pipa está nueva y el número de fábrica ha sido limado. Nadie podrá identificarla.
—Estupendo. ¿Cuánto quiere por ella?
Él mencionó la cifra. Sentí alivio. Era menos de lo que yo me había figurado. Saqué dinero de mi cartera y lo puse sobre la revista porno. Él lo contó dos veces. Su rostro anguloso, torvo, mostraba impasibilidad absoluta. Unió mis billetes a un rollo de dinero que llevaba en su bolsillo, amarrado con una goma elástica. Al parecer la tenía nula fe en los Bancos.
Su acción me recordó al principal protagonista masculino de una película casi prehistórica que hacía poco habían echado en la tele, “Los caballeros las prefieren rubias”, protagonizada por la mítica Marilyn Monroe. Cofiño añadió al arma una caja de cerillas diciéndome que dentro estaba la media docena de balas que me había mencionado. Lo envolví todo en el asqueroso trapo y lo guardé dentro del bolsillo de mi chaqueta.
—¡Ah!, una cosa antes de que piques billete, periquito. Si te trincan los maderos a mí ni se ocurra mencionarme. No me has visto en tu vida. ¿Está claro? Pues eso: Tú chanta la mui y llegarás a viejo, tío —me advirtió Cofiño, taladrándome sus negrísimos ojos—. A los chotas acostumbro yo cortarles la lengua y tirársela a mi perro.
Temiendo que me saliese ridículamente acobardada la voz, efectué un cabezazo afirmativo y abandoné el carromato. El dóberman se volvió loco ladrándome. Pensé, estremeciéndome, si estaba reclamándole a su dueño mi lengua.
Empezaba a oscurecer. Evité los charcos del embarrado camino. Así y todo, acabé poniéndome perdidos los zapatos y los bajos de mis pantalones. Mientras caminaba podía sentir contra mi costado el peso del revólver. Mi espíritu trágico me hizo pensar: <<Jandro, acabas de dar el primer paso que te llevará, sin remedio, al fondo del abismo>>.

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