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SEGUNDO ENCUENTRO
Llovía copiosamente desde hacía varias horas. El caos de personas y vehículos que por lo general se formaba alrededor del centro escolar, aquella mañana se vio incrementado por esta circunstancia meteorológica. Los padres de los alumnos procuraban estacionar sus coches lo más cerca posible de la entrada al centro educativo para no mojarse ellos ni su prole. Todo el entorno estaba sembrado de charcos de agua y barro. Muy pocos escapaban, lo mismo chicos que mayores, de caer dentro alguna de aquellas sucias trampas. Formaban todos ellos, con sus impermeables, chubasqueros, botas de goma y paraguas un variado, presuroso movimiento multicolor. Laura entró a formar parte de aquel maremagno humano. Manu y Sergio se guarecían debajo de un mismo paraguas y ella llevaba otro y a Juanito en brazos. Debido al mal tiempo reinante, el conserje no se hallaba en la puerta controlando la entrada por lo que los colegiales eran conducidos por los adultos hasta el mismo vestíbulo del edificio saltándose todos ellos las normas habituales de entrar ordenadamente y en fila india los alumnos de cada clase. Laura se despidió de sus hijos recomendándoles que tuvieran cuidado de no mojarse pues los resfriados estaban a la orden del día. Llevaba andados algunos metros cuando notó que alguien unía sus pasos a los de ella y enseguida escuchó una agradable voz masculina:
—Un día muy pasado por agua tenemos hoy, ¿eh, Laura?
Giró la cabeza descubriendo que era Germán quien acababa de emparejarse con ella.
Había transcurrido casi un mes desde aquel primer encuentro entre ellos dos. Laura pudo apreciar que él llevaba esta vez calada una gorra marinera, vestía un grueso tabardo, pantalones de pana, botas camperas y sostenía su mano un enorme, antiguo paraguas negro que colocó por encima del pequeño de color rosa de ella. Correspondió Laura con una comedida sonrisa a la amplía y amistosa sonrisa de él.
—Desde luego este año no podemos decir que estamos teniendo precisamente un in-vierno seco —respondió.
Habían llegado junto al vehículo de Laura. Antes de darla tiempo a abrir su puerta, Germán la propuso tentadoramente:
—¿Nos tomamos un café? Hoy nos lo agradecerá mucho el cuerpo.
Laura se mordió el labio inferior, gesto que en ella denotaba reflexión. Cuatro semanas sin acordarse de este hombre y ahora, con sólo verle de nuevo su pulso se había acelerado alocadamente, reacción la suya más propia de una ilusionada colegiala que de una mujer cuarentona como ella, responsable, casada y con hijos. Pasó por su mente la idea de librarse de él con cualquier excusa plausible; sin embargo, por alguna razón que no supo explicarse, cuando abrió los labios fue para aceptar su proposición:
—Vale. Pero sólo dispongo de cinco minutos.
—Bastarán.
Era la repetición casi exacta de las frases pronunciadas por ambos al comienzo de su encuentro anterior. Arreció la lluvia justo cuando estaban entrando en el local. Cerraron los paraguas y los metieron dentro de un atestado paragüero. El suelo estaba mojada, sucísimo, resbaladizo. Él la cogió del brazo suavemente, desarmándola con una amable explicación:
—Temo que pueda caerse.
Ella optó por no decir nada, no mostrar que la había molestado que se tomara aquella confianza, aunque fuera, en apariencia, bien intencionada. La cafetería se hallaba muy concurrida. El olor preponderante allí dentro era a ropa húmeda. Encontraron una única mesa libre al fondo del establecimiento. En el breve recorrido hasta ella, Laura reparó en que su cabeza sobrepasaba por poco el hombro de Germán. Calculó que él mediría cerca de un me-tro noventa. Siempre le habían gustado los hombres altos, aunque terminara casándose con Sergio que, al igual que ella, rozaba el metro setenta. Dejaron sobre la mesa, cada uno en su lado, ella el bolso y él su vieja gorra marinera. En esta ocasión vino a atenderles enseguida un camarero joven. Laura impuso una condición, que consideró defensiva:
—Hoy me toca pagar a mí los cafés.
Germán abrió sus fuertes manos en un gesto suplicante.
—No; por favor, Laura. Me sentiría incómodo.
—¿Por qué se sentiría incómodo? —replicó ella un tanto desafiante, considerando ma-chista su actitud.
—Porque mi padre me enseñó a ser galante y respetuoso con las damas. Sé que vivimos tiempos en que los deseos de igualdad de la mayoría de mujeres nos ponen difícil a muchos hombres con arraigado sentido de la caballerosidad continuar siendo como fuimos siempre.
Fue la suya una encantadora exposición. Sin embargo, Laura no consintió que se saliera con la suya.
—En todo caso lo más justo es que paguemos a medias.
—De acuerdo. Como quieras. Me rindo. Contrariar a una mujer hermosa también me resulta incómodo.
—Para mí que tú eres uno de esos hombres que no aceptan bien la igualdad entre hombres y mujeres. ¿Me equivoco?
El tuteo les salió de forma natural; el ataque de Laura fue intencionado. Germán le dedicó una sonrisa enigmática. Cruzó sus poderosas manos. Laura reparó en que mostraban varias cicatrices. La odiosa comparación surgió de forma irremediable. Cuan diferentes eran estas manos tan varoniles de las casi afeminadas de su marido. Se autocensuró por ello: <>.
—Verás, Laura, yo condeno y estoy en contra de que tantas mujeres sean discriminadas por razones de su sexo, estado civil y demás —manifestó Germán con total seriedad—. Es una terrible injusticia que se ha cometido desde siempre y todavía se sigue cometiendo, por fortuna, cada vez en menor escala. Una injusticia que debe terminar de una vez por todas. Y debemos aunar esfuerzos vosotras y nosotros para conseguir acabar de una vez con ella. Pero me preocupa muchísimo observar que bastantes mujeres cuando consiguen las posiciones de poder, anteriormente ocupadas por los hombres, no son mejores que éstos a la hora de tratar a aquéllas de su propio sexo que caen bajo su dominio. Pienso, honradamente, que durante siglos antes de alcanzar los grandes adelantos industriales y tecnológicos actuales, el mundo laboral estuvo en manos de los hombres porque el trabajo era tan duro que las mujeres, por lo general, no tenían fuerzas físicas suficientes para poder realizarlo. Pero las cosas han cambiado de forma radical. Ahora son las máquinas las que realizan las tareas más duras y la igualdad laboral se va imponiendo, poco a poco, claro, porque casi nada en este mundo se consigue con la prontitud que sería de desear. Y otra cosa que me preocupa también es que las mujeres estáis demostrando que podéis ser más inteligentes y ambiciosas que los hombres y, dentro de algunos años, tengamos que vivir en un mundo en el cual vosotras seáis quienes implantéis la desigualdad y seáis tan injustas o más con nosotros, de lo que nosotros lo hemos sido con vosotras. Que logréis cambiar vuestra identidad y la nuestra. Identidades que la naturaleza tardó algún que otro millón de años en crear diferentes. Y que las mujeres os convirtáis con el tiempo en brutotas musculosas, sin demasiada delicadeza, y los hombres en coquetos maquillados, de piernas depiladas, modelitos favorecedores de nuestros delicados encantos corporales y andares voluptuosos. Yo, personalmente, quiero ser como han sido siempre los hombres. Y que las mujeres sean como han sido siempre las mu-jeres. Me refiero a la parte física, claro.
Germán se interrumpió para disfrutar la divertida carcajada que su irónica perorata provocó a Laura. La encontró irresistible en su regocijo; los ojos centelleantes, entreabierta la boca tentadora, la cabeza echada atrás mostrando su cuello largo y elegante, peinándose con ambas manos, en un gesto de deliciosa feminidad su abundante pelambrera.
—Creo que no tienes un gran porvenir como futurista —argumentó—. Los hombres, cuando veáis realmente en peligro vuestra hegemonía os uniréis contra nosotras y habrá guerra. ¡Vaya si la habrá!
—Guerra que ganaréis vosotras, una vez más, si no abandonáis vuestras armas infalibles, que son los maravillosos y sublimes encantos de que os dotó la sabia y generosa naturaleza. El chi que dicen los chinos de Cantón: la belleza suprema.
Habían llegado por fin los cafés.
—¿Hablas chino? —se sorprendió ella.
—Sólo sé algunas palabras sueltas que me enseñó un camarero que conocí en Co-lombia. Son gente extraña estos orientales. Éste, al que me acabo de referir, vivía con su mujer. No tenían hijos. Jamás le escuché dirigirle a ella una sola palabra amable, cariñosa. La trataba siempre con la más absoluta indiferencia. Sin embargo, cuando ella murió de una enfermedad maligna, me sorprendió unos pocos días más tarde diciéndome que sin ella no le merecía la pena vivir. Y a la semana de haberme confesado esto, se levantó de un tiro la tapa de los sesos.
—¡Qué horror! —exclamó, impresionada, Laura.
—Misterios del amor. Alguien que se las daba de filósofo, me dijo en cierta ocasión que sólo se conoce bien el amor cuando uno lo pierde. Lo cual me parece tristísimo.
La discreción de Laura no pudo retener más tiempo presa su curiosidad.
—¿A qué te dedicas ahora, Germán?
—Soy aparejador.
—Supongo que los días que llueve no trabajarás.
—Hemos tenido suerte. Estamos trabajando ya en los interiores del edificio que esta-mos construyendo.
—Supongo que el precio de las viviendas seguirá bajando.
—El movimiento general de la oferta y la demanda así nos lo indica.
Laura buscó con la mirada la ventana que tenía más cerca. La lluvia cayendo con gran intensidad no invitaba a abandonar la protección del local. Se notó relajada, sin prisas por marcharse de allí. Lo que la esperaba en casa eran las aburridísimas tareas de todos los días. También apreció que Germán no daba muestra alguna de impaciencia o de prisa. Ni una sola vez le había visto consultar su enorme reloj de pulsera. Del altavoz instalado en el interior de una columna del local situada frente a ellos se elevó de pronto, por encima del rumor de las conversaciones y el chapoteo procedente de la calle una canción del rey del rock. Laura y Germán nada más escucharla, como si telepáticamente se hubieran puesto de acuerdo, empezaron a canturrearla formando trío con el famosísimo y largo tiempo desaparecido roque-ro de Memphis:
—“Are you lonesome tonight, do you miss me tonight…”
Interrumpieron su canto riendo, y, a continuación los dos confesaron ser grandes admiradores del trágicamente fallecido Elvis Presley.
—Yo contaba veintitrés años cuando él murió. Era el cantante favorito de mi madre y escuchando los discos que ella tenía suyos, se había convertido también en el mío. Recuerdo que yo estaba en la cama con catarro cuando mi madre me vino a notificar, con infinita tristeza, los ojos preñados de lágrimas, su inesperada muerte en circunstancias muy extrañas. Acababa de escucharlo por la radio. Y las dos nos echamos a llorar.
—Yo tenía veintiséis años cuando Elvis pasó a mejor vida. Un amigo me dio la noticia por teléfono. Lo sentí muchísimo. Fue mi ídolo musical. Tendría yo unos catorce años cuando escuché su rock de la cárcel y me convertí en incondicional admirador suyo. Un par de años más tarde, con unos chavales amigos míos formamos un grupo roquero. Yo tocaba un poco la guitarra. Me aprendí todas sus canciones y también a moverme como él. ¡Qué locura más divina! ¡Lo pasábamos en grande!
Los recuerdos compartidos les acercaron íntimamente más que todas las palabras que se habían dicho hasta entonces. Sintieron invadirles una oleada de juventud.
—También yo me sé muchas de sus canciones. Mi madre se empeñó en que sus hijos aprendiéramos inglés. Mis hermanos se cansaron pronto, pero yo aguanté tres años yendo todas las tardes a una academia. ¿Llegasteis a actuar en público, tú y tus compañeros?
Se sostenían la mirada sin reservas ya. Tenían algo muy importante en común. Algo que los unía. Una amplia sonrisa cargada de añoranza ensanchó el anguloso rostro de Germán. Enlazó sus fuertes manos y golpeó con ellas el borde de la mesa. Laura lo encontraba atractivo y, sobre todo, cercano. Sus ojos verde-azulados mostraban madurez, sensibilidad y valor.
—Actuamos en algunas fiestas juveniles y tuvimos éxito. La verdad es que le ponía-mos un enorme entusiasmo —Germán se permitió una breve interrupción; los recuerdos habían traído una expresión nueva a sus curtidas facciones. Sonrió con los labios unidos. Separó una de sus manos para, formando horquilla con ella, pasársela por sus abundantes cabellos castaños, con algunas canas en las sienes. Miró a Laura como queriendo disculparse por lo que iba a decir a continuación—. Pero llegamos a esa edad peligrosa: la edad del pavo y comenzaron a gustarnos las chicas más de la cuenta; empezamos a faltar a los ensayos, cuando no faltaba uno, faltaba otro… y terminamos finalmente disolviéndonos.
—Lástima, igual podríais haber llegado a ser famosos.
Laura lo dijo sin ironía. Germán asintió con la cabeza.
—Posiblemente hubiéramos llegado alto en esto de la música —admitió, dirigiendo la mirada hacia otra parte, la frente fruncida—. Con menos bagaje musical que el nuestro em-pezaron al principio de su carrera los famosos Beatles.
—Has dicho que tocabas la guitarra. ¿La tocabas bien?
—Regular. Supongo que se me habrá olvidado todo. Volviendo a Elvis, para mí será siempre el mejor. Me sigue emocionando escucharle.
—A mí me ocurre lo mismo. En casa, mientras trajino, a veces canto alguna de sus canciones y, por unos instantes, me siento transportada al pasado y rejuvenecida.
—Eres una mujer romántica, Laura.
Empleó él un tono de admiración que a ella le gustó.
—Lo soy. Y hago lo posible para que los reveses de la vida no me endurezcan dema-siado el corazón.
—Sí, hay que tener cuidado con eso; es mucho lo que nos cambia el paso del tiempo.
Callaron de repente. Una ola de melancolía los sacudió. Germán colocó sus manos tan
cerca de las manos de Laura, que casi las rozaba. Laura advirtiendo su proximidad, por un instante deseó sentirlas sobre las suyas y que le transmitieran la enorme energía que estaba segura poseían. Su sentido común y su decoro la habían abandonado momentáneamente y reaccionaba como una adolescente excitada. La sangre corría acelerada por sus venas y una inesperada dulzura le inundaba el corazón. Echó la cabeza hacia atrás en un gesto cargado de coquetería; un gesto recuperado después de tenerlo arrinconado una eternidad. La profunda mirada de Germán la envolvió con la calidez de una caricia. Luchó contra la imperiosa ten-tación de cogerle las manos. No llegó a hacerlo. Temió que Laura no se lo aceptase ni per-donara. La creía poseedora de unos principios muy fuertes y bien arraigados. A Laura el sen-tido común le aconsejó marcharse ya. Tenía plena conciencia de que estaba pisando arenas movedizas. Sin embargo, permaneció en su silla. Por primera vez desde hacía muchísimo tiempo experimentaba de nuevo el enorme placer de que la valoraran como mujer. Y por primera vez también después de mucho tiempo sentía que vibraba de emoción su cuerpo. No era más, creyente, pero su conciencia seguía rigiéndose por los firmes principios que le habían inculcado. <>, se repitió varias veces. En la calle seguía lloviendo a mares. Decidieron beber un segundo café. Era continuo el trasiego de gentes entrando y saliendo del bar. Laura dejó va-gar la mirada por el local y, de pronto, se dio cuenta que desde una mesa vecina un hombre de treinta y pocos años la miraba con un descaro insultante. Enrojeció de manera ostensible. Germán se dio cuenta entonces de la provocativa actitud de aquel individuo, más joven que él. Apretó las mandíbulas, cerró sus puños y le dirigió una mirada tan dura y desafiante que el otro se acoquinó volviendo sus ojos hacia otra parte. Laura observó complacida la reacción de su acompañante y juzgó que una mujer podía sentirse segura a su lado, algo que no le ocurría con su marido. <>, pensó con admiración para uno y desdén para el otro. Los cinco minutos que propusieron se habían convertido en una hora. Reparando en ello, casi contrariada, Laura decidió, como si fuera un sacrificio:
—Debo marcharme. El campo de batalla de mi casa me espera.
—Y a mí me espera una obra y unos obreros que rinden poco cuando no los estoy vigilando. Laura, lo he pasado una vez más divinamente en tu compañía. Gracias.
Dio la vuelta a la mesa para retirarle la silla. Caminaron hacia la salida, uno al lado del otro. Recuperaron sus respectivos paraguas. Germán abrió la puerta para que ella saliera primero. Una nube de aire envuelto en partículas de lluvia les recibió en la calle. El agua que caía producía burbujitas sobre el enlosado de la acera. Un riachuelo corría junto al bor-dillo. Las ruedas de los vehículos salpicaban. Laura se estremeció. Supo que no era de frío. Se trataba de algo más espiritual que físico. Germán abrió su paraguas todavía estando los dos al amparo del alero que sobresalía del local. Esperaron a que los vehículos que circulaban por la calzada les permitieran cruzar al otro lado de la calle. En un gesto protector, Germán cogió a Laura del brazo y así llegaron a la otra acera. Ella pudo sentir que la mano masculina le transmitía la fuerza que ella previamente había intuido. Quedaron un momento frente a frente. Se miraron. Laura procurando disimular la turbación que la embargaba. Germán le ofreció su poderosa mano:
—Gracias, Laura, por permitirme disfrutar de tu agradable compañía. Hasta la vista.
—Adiós —respondió ella, intentado que su voz sonara a despedida para siempre.
Y casi con brusquedad abrió su paraguas y se dirigió a donde tenía aparcado su utilitario. Debido a la zozobra que se estaba adueñando de ella no prestó atención al hecho de que se estaba mojando los pies a pesar de los zapatos que llevaba puestos. Germán permaneció de pie en el mismo sitio hasta que Laura y su vehículo se unieron al denso tráfico. Única-mente entonces fue en busca de su landrover. Sonreía. El utilitario verde de Laura giraba ya la próxima esquina. Tuvo que controlar el insensato deseo de seguirla con su coche.