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CAPÍTULO III
Es lunes. A muchos estudiantes les significa el peor día de la semana. Los estragos cometidos, sábados y domingos, les pasan factura. Muestran cansancio, renuencia y desinterés. Las clases se les hacen interminables. Marta y su también obesa amiga Reme ocupan asientos vecinos en el aula de la universidad. Las dimensiones de estos asientos no son los adecuados para sus voluminosos cuerpos. Parte de sus ampulosos traseros cuelga fuera de los mismos por ambos lados. Una pelotita de papel mascado impacta la mejilla derecha de Marta. Presumiendo que el proyectil partió de una maldad masculina, exclama lo bastante alto para que llegue a oídos del bromista:
—¡Ojalá te caiga en rodajas lo poco que tienes de hombre, estúpido!
Suenan ruidosas carcajadas. Nadie se da por aludido. Marta gira el cuello e intenta descubrir al culpable del malintencionado lanzamiento. Reme no consigue ayudarle en la tarea localizadora. Sospecha de los que con los cascos puestos simulan estar embelesados escuchando música.
Algunas miradas se dirigen hacia la puerta. Acaba de aparecer por ella el jorobeta profesor Morales con sus grandes gafas montadas en una naricita que apenas le creció desde la infancia. Su mentón salido parece un chusco de pan. Muestra su huesudo rostro la resignada expresión de un mártir derrotado. Su caminar es timorato. Su máxima ambición en la vida es llegar vivo a la edad de jubilación y librarse de estos torturadores que le observan con ojos despectivos, burlones.
Alcanza su escritorio. Apoya ambas manos en él y toma asiento. Los dos chicles mascados que, con toda mala intención le han dejado, en la silla quedan pegados a sus desgastados pantalones de tergal. Ni se ha dado cuenta. No ha comenzado todavía la clase y ya se siente exhausto. Carraspea y a continuación su vocecita aflautada, débil, suplica silencio y algo de atención. Los universitarios dispuestos a sacar adelante una carrera exigen a quienes todo les da igual, se dejen de cachondeo y hagan el favor de escuchar o, por lo menos, de callarse.
Con el orden establecido a medias, el abúlico, encogido educador inicia su tarea didáctica. Tarea didáctica tan insulsa, tan adormecedora, que provoca los bostezos de la mayoría de su alumnado. Algunos de ellos incluso consiguen dormirse con la cabeza apoyada sobre el antebrazo, o, si hay confianza, sobre el hombro de su vecino.
Marta y Reme se esfuerzan por mantener cierta concentración. También a ellas les cuesta combatir el muermo. Mientras escuchan, distraen la vista observando cómo Loli mordisquea la oreja de Susi; Sandro Álvarez y Pedro Mesnes comparten arrobamiento hipnótico, y Pepi Pérez, mantiene activa su mano metida dentro de un bolsillo de los pantalones de Javi Camino.
—Los que no quieren estudiar harían mejor no asistiendo a clase. Así no distraerían a los que sí quieren sacar adelante sus estudios —expone, sin energía el pedagogo.
Su blanda regañina hace mella en algunos de sus pupilos, pues se enfrentan dialécticamente a los enredadores. Alguien suelta un potente silbido. Tratando de disimular con la ironía su derrota, manifiesta el profesor de matemáticas:
—Por favor, quien esté más interesado en la música que en las ciencias exactas, que tenga la bondad de marcharse al Conservatorio de Música. Aquí está perdiendo su tiempo de forma lamentable y nos lo hace perder a todos los demás.
Carcajadas estruendosas suenan en su honor. El profesor espera su cese para esforzarse de nuevo en llevar a buen término la dificilísima tarea de transmitir a los estudiantes que les importan, los conocimientos que él cree atesorar.
De vuelta a su apartamento, Marta y Clarita preparan unos platos precocinados y los comen. Después, mientras la hermana mayor dentro del cuarto de baño se pone rulos en el pelo, la pequeña toma asiento delante del televisor. Una campeona de cinco mil metros lisos es entrevistada por un periodista.
—“Antes de cada carrera realizo mis ejercicios de calentamiento mientras mentalmente visualizo todas las fases de la carrera que voy a realizar, incluyendo mi victoria, ¡ja, ja, ja! Y mientras corro me concentro totalmente sobre la moción de mi cuerpo, sin permitir que nada me distraiga. Esa es una de las claves de mi éxito. En cuanto a la alimentación, como principalmente mucha fruta, patatas, carnes asadas, pescado, pizza y pasta. Lo considero una dieta adecuada. Por lo menos para mí”.
—Esa tía tiene la misma suerte que tú, Clarita. Puede comer lo que le viene en gana y quema todas las calorías —Marta reuniéndose con ella en el sofá.
—Si tú corrieras unos pocos kilómetros diarios también las quemarías.
Antes de que Marta pueda replicar, suena el timbre de la puerta. Debido a los rulos que llevan puestos, ninguna de las dos quiere abrir. Al final deciden hacer el ridículo juntas. Abren la puerta y quedan boquiabiertas de admiración delante de la desconocida que les dedica una cautivadora sonrisa. Los grandes, risueños, bellos ojos violeta de esta guapísima joven, de un metro ochenta de estatura, despiertan su inmediata simpatía. Cubre su cuerpo escultural un bonito vestido de color gris claro, lleva zapatos de tacones finos como estiletes, medias negras y colgado del hombro un bolso del mismo color, de la acreditada y carísima marca Gucci. En vista de que las hermanas tardan en reaccionar, la desconocida toma la iniciativa:
—Hola. Me llamo Desiré. He leído en el periódico que alquiláis una habitación.
Marta y Clarita asienten y, con nerviosismo y torpeza, la invitan a pasar al pequeño salón. El exótico y embriagador perfume que desprende la hermosa y elegante Desiré impregna el aire. La visitante toma asiento en el sillón que le han indicado. Al hacerlo la falda se le sube algunos centímetros dejando expuestos la casi totalidad de sus soberbios muslos. No se molesta en bajarla. Considera no debe mostrarse recato alguno entre mujeres.
—Puede interesarme alquilarla si nos entendemos en el precio. Esta casa queda más cerca de mi trabajo, que la habitación que tengo ahora.
Las dos hermanas superan la impactante fascinación que la desconocida les ha causado. Inician un interrogatorio considerado por ellas pertinente:
—Perdona. Podemos saber, antes de contestarte, ¿a qué te dedicas?
—Trabajo en una sala de fiestas. ¿Me enseñáis el cuarto? —yendo directa al grano.
Se lo muestran. A la recién llegada le gusta. Marta y Clarita le dicen el precio que quieren cobrarle y le ponen por condición no traer a la casa amigos de un sexo o del otro.
—De acuerdo. Las aventuras las correremos fuera —se aviene, en tono jocoso Desiré—. Traeré mis cosas el próximo lunes. ¿Os parece bien? —las dos hermanas asienten con la cabeza, visiblemente desconcertadas por la rápida decisión demostrada por su visitante—. Ha sido un placer conoceros, chicas. Estoy segura de que nos llevaremos bien. Yo no soy conflictiva y vosotras tampoco parecéis serlo.
Y tras dedicarles un gracioso gesto con su mano derecha —muy enjoyada— se marcha acompañada de un sonoro y presuroso concierto de sus elevados tacones. Al quedarse solas, las hermanas, entre envidiosas y admiradas, comentan el extraordinario atractivo físico de la joven que acaba de irse.
—Oye, ¡qué guapísima es y qué clase tiene la tía!
—Debe tener más admiradores que mosquitos cría un pantano cenagoso.
—Se nos olvidó preguntarle de qué trabaja en la sala de fiestas.
—Quizás es cantante. Posee una bonita voz.
—Se lo preguntaremos cuando venga el lunes. ¿Te fijaste en los preciosos anillos que lleva en sus manos? Si son auténticos valdrán lo suyo.
—Serán de bisutería. Quizás…
Marta, más tarde, contemplando su rollizo rostro reflejado en el espejo del cuarto de baño, piensa en Desiré, compara, y siente una inevitable lástima de sí misma.
El sábado siguiente, cuando las dos hermanas llegan a la casa paterna, reciben de parte de su progenitor la orden de esmerarse en su limpieza general para que Daniela, a la que traerá por la tarde para que la conozcan, se lleve una buenísima impresión. Y luego de formularles esta exigencia se marcha.
—¿Cómo te imaginas tú a esa tía, Marta? —pregunta Clarita mientras con un paño está dando un repaso a la vajilla guardada dentro de la alacena.
Su hermana, que pasa la fregona por el enlosado, aventura:
—Vieja y fea, supongo. Con la edad que papá tiene no puede aspirar a otra cosa diferente.
A media tarde, las dos hermanas descubren, atónitas, cuan equivocado ha sido este aventurado juicio suyo. La mujer que su padre trae para que la conozcan tiene treinta y pocos años, es guapa, atlética, alta, con dos agresivos obuses por senos y sendas voluptuosas esferas por nalgas.
—Moría de ganas de conoceros, queridas niñas —afirma la voz meliflua, falsamente amable de la recién presentada—. Sois encantadoras. Nos vamos a llevar estupendamente las tres. Estoy convencida por completo. Os voy a querer tanto como si fuerais hijas mías.
Escuchándola, mirándola, Francisco babea de placer. Esta mujer hermosa y gigantona le ha sorbido el seso. Apreciándolo así, Marta y Clarita experimentan pena, rabia y rechazo. Disimulando sus sentimientos, sirven café y pastas para todos.
Desde el primer momento Daniela lleva la voz cantante. Se muestra cordial y extrovertida. Cuenta que su familia lleva sólo dos años viviendo en el municipio. Su padre es dueño de unos nuevos almacenes de grano situados en el local donde antes estuvo ubicada la antigua fábrica de hielo. Ella le ayuda. Maneja los sacos de cien kilos como si nada, dejando con su demostración de fuerza pasmados de asombro a los hombres que la ven hacerlo.
—Enséñales a mis niñas tus extraordinarios bíceps —le pide Francisco embobado de admiración.
Daniela le complace. Sube una manga de su ligero yérsey azul, tensa, dobla el brazo y exhibe la enorme bola muscular que posee.
—Deberías dedicarte al boxeo —dice Marta, impresionada muy a su pesar.
—Quise hacerlo: dedicarme al boxeo, pero mi madre me lo prohibió. Por eso de que los golpes te desfiguran la cara. Dar puñetazos me encanta. En casa tengo un saco de boxeo y practico un rato todos los días. He tumbado de un buen puñetazo a más de un insolente que me ha faltado al respeto —mostrando placer al realizar esta afirmación.
—¡Qué valiente eres! —maravillado Francisco.
Sus hijas son testigo de que la fortachona tiene totalmente cautivado a su padre. Y trata de ganarse el agrado de ellas con sonrisas y halagos: <<Queridas niñas, chicas hacendosas, preciosas muchachas…>>
Durante el viaje de vuelta a la capital, en el autobús, las dos hermanas comparten temores y preocupaciones.
—Esa tía hercúlea necesitará para satisfacerla debidamente, en lo sexual, a un Schwarzenegger en sus mejores tiempos. Si nuestro pobre papá se casa con ella durará muy poco. Ella se lo cargará en un plisplás.
—A mí, papá y esa tía me recuerdan el chiste de la hormiga y el elefante.
—Déjate de chistes, Clarita, que es muy serio lo que nos está ocurriendo. Podemos quedar huérfanas en un futuro muy cercano.
Acuerdan intentar con todas sus fuerzas convencer al autor de sus días de que le conviene cortar su relación con Daniela. Que la diferencia física y de edad existente entre ellos dos le resultaría fatídica.

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