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CAPÍTULO III
Llamé por teléfono a mi amigo Gori y le dije que precisaba me hiciera un favor. Se prestó inmediatamente. Quedamos para media hora más tarde en cierta parte de la espectacular Plaza de Cataluña donde yo le recogería con mi utilitario, bajo el sol y la contaminación presentes a aquella hora cercana al mediodía.
Gori es una persona alucinante. Posee una belleza casi femenina y una riqueza de ademanes que no lo son menos; sin embargo en cuestión de hembras es varonil como quien más y bien que lo reconoce su tía con la que vive en plan pareja después de haber escandalizado muchísimo, y seguir escandalizando, a la familia de ambos por partida doble. Ella ejerce la jurisprudencia, profesión en la que tiene consolidado y merecido prestigio. Tendría que preguntarle a mí amigo si a ella le había afectado mucho la muerte de su notable compañero de profesión.
A través de la radio del coche, que había puesto, un continuado bombardeo de los locutores con la noticia del asesinato del juez Norberto Torres. Tertulias, hipótesis, especulaciones, historia profesional del notable magistrado. Ninguno, aparte de yo, poseía la menor sospecha de quién podía haberle asesinado. Cerré la radio y ojalá hubiese sido igual de fácil silenciar la zozobra que gritaba dentro de mí.
Gori se hallaba donde habíamos acordado, llamando con su físico y vestimenta la atención de transeúntes entre los que se contaban numerosos extranjeros. Algunos le estaban sacando fotos creyendo quizás que se trataba de un famoso actor en descanso de un rodaje. Detuve mi coche junto al bordillo y él se montó, risueño, encantador, bellísimo, desprendiendo toda su elegante persona una fragancia exótica, cautivadora.
Vestía ajustadísimos pantalones de pana azul cobalto anchísimos de perneras, una chaqueta también diseñada por él, de un llamativo rosa fucsia, atuendo que para ellos habrían querido el aristócrata lord Byron y otros elegantes de su tiempo. De su abundante y larga cabellera, rizada en peluquería de señoras, se derramaba en cascadas de rizos por su frente y por sus hombros. Llevaba en la mano derecha su carpeta de dibujo y estuche con lápices, y en su mano izquierda una caja de bombones —en esta ocasión franceses, aunque sus favoritos son los suizos—.
—Hola, desaseado —me llamaba siempre así porque a su lado, yo no parezco otra cosa diferente a un adán.
—Estás guapísimo —saludé dirigiéndole una rápida y afectuosa mirada, pues Gori y yo nos conocemos desde la infancia y nunca hemos dejado de ser muy buenos amigos.
—Como siempre lo estoy —asumió con absoluta convicción—. ¿Quieres un bombón? —ofreció nada más sentarse a mi lado.
—No. Les tengo miedo a los caries porque conducen irremediablemente a las consultas de los sádicos dentistas —rechacé gorgojándome la risa en la garganta, pues Gori consigue siempre despertar mi buen humor.
—¡Qué tontería! A los caries los aleja uno con el poder de la mente. El poder de la mente es como el universo: infinito —remedó a Aristóteles—. Mientras estás disfrutando cosas dulces tienes que decirles a esos terribles enemigos de nuestros dientes: “Yo, para no hacerte daño, te acaricio con la lengua, así que tú no me produzcas caries. No te lo perdonaría jamás. Ya lo sabes”. Y funciona al cien por cien.
—Anda, psicodélico, abróchate el cinturón que vamos a despegar inmediatamen-te, no vaya a ocurrírsele a algún probo agente multarme por estacionamiento indebido.
—¡Prosaico!
—Así me gusta, que seas aplicado —viendo que seguía mi prudente indicación.
Me uní, cuando pude, al denso tráfico que padecen las zonas más céntricas de la Ciudad Condal.
—¡Prosaico! Eso nos decía don Agustín en clase cuando, por un milagro de la naturaleza cerebral tenías la respuesta correcta para una pregunta suya. “Así me gusta, que seas aplicado, muchacho”. Hay que ver, Diego, lo poco que yo estudiaba y las no-tas tan buenas que sacaba —juntando las manos graciosamente divertido.
—¡Pues claro que sacabas buenas notas, canalla! Sabías camelarte a los profes, mejor que nadie. “Si, don Agustí, lo que usted ordene. Es un placer y un privilegio es-tudiar con usted, don Alexandre” —marcadamente irónico.
—Porque yo era muy educado y respetuoso, y los demás erais todos unos bordes escandalosos y soeces.
Rompimos a reír. Siempre ha existido muy buen rollo entre ambos.
—¿Quieres un bombón o no, Diego? —insistió.
—Sí, pero no de los tuyos. Quiero un bombón con buena proa, excitante popa y en muy buen estado el otro complemento indispensable.
Estaba pensando en Pasión.
—Es lamentable tu primitivismo. Diego, nunca conseguirás, por mucho que te esfuerces, ser tan refinado y distinguido como yo.
Le concedí la razón. Saqué de la guantera la ilustración recibida del señor Canales y se la entregué contándole el caso que tenía entre manos.
—¿Quién cometió el sacrilegio de vestir a esta tía tan buenorra? —dijo luego de concederle una rápida mirada y devolverla al sitio de donde yo la había cogido.
—El tío feísimo que me ha encargado encontrarla.
—No se la busques, Diego —me aconsejó—. Ese tío reprimido querrá convertirla en monja o algo peor.
—No me queda más remedio que intentarlo, Gori. Tengo más trampas que un trampero canadiense y nadie quiere prestarme una máquina para imprimir los billetes que necesito.
—Es un asco ser pobre —sentenció dejando de insistir.
—Cambiando de tema, ¿qué dice Águeda del asesinato del juez?
—Le ha dado mucha pena, pero no le ha sorprendido. El juez Torres se había hecho muchos enemigos. Más de uno se la tenía jurada.
—¿Sospecha de alguien Águeda? —esperando ávido su respuesta.
—A ella no le sorprendería hubiese ordenado su muerte ese capo de la mafia que recientemente consiguió ese juez le cayese una condena de casi veinte años de cárcel.
Su explicación no me tranquilizó. El desasosiego y la angustia que me embar-gaban las sentía porque en mi fuero interno seguía creyendo en la posibilidad de que Pasión fuese una asesina profesional contratada para liquidar el juez Torres. Y lo que acababa de amargarme era el hecho de que ella seguramente, escribiendo la nota que escribió, quería que yo lo supiese. ¿Por qué razón? Se me ocurrían un par de ellas, pero ninguna me procuraba certeza.
Por encontrarse Graficas Solpocho en el polígono industrial, tuve fácil aparcar muy cerca de su entrada. Entramos en el local-oficina. Paredes llenas de portadas de revistas y panfletos publicitarios a ambos lados del pequeño mostrador, detrás del que un tipo regordete con gafas pasadas de moda abandonó la mesa y el ordenador antiguo para acercarse a atendernos. No tuvo inconveniente en prestarnos su ayuda. Dijo que no se acordaba muy bien de la cara del fotógrafo que le vendió la foto de la chica des-nuda que había puesto en el calendario que yo acababa de mostrarle.
—Nunca antes había tratado con él.
—Bueno, vamos a intentar hacerle un retrato-robot y, a medida que lo intentemos, puede que te vayas acordando —paciente mi amigo Gori.
Con el lápiz provisto de goma de borrar en su extremo superior realizó en su bloc de dibujo un ovalo y desde el mismo comenzó, preguntándole continuamente a Ricardo, que así se llamaba el dueño de Graficas Solpocho, sobre la nariz, la boca, los ojos, la frente, el mentón, el pelo, etc. hasta terminar un dibujo que el pequeño empresario dio por bueno, aunque reconociendo:
—Lo he hecho lo mejor que he podido, pero igual luego resulta que no es esta su cara. Tengan en cuenta que con este joven sólo estuve unos pocos minutos.
Le agradecimos su colaboración y nos marchamos.
Dejé a Gori delante del bloque de pisos situado en plena Gran Vía de las Cortes Catalanas donde él vive en un dúplex de lujo con su tía-amante. Quiso invitarme a subir y comer con ellos lo que hubiera en el frigorífico, que siempre mantienen bien provisto.
—Te lo agradezco; pero Águeda me pone nervioso con las continuas carantoñas que te hace. Continúo sin ser de piedra, Gori.
—Lo comprendo, Diego —llevándose la mano a los labios en un gesto lleno de gracia—. La pobre no puede evitar ser cariñosísima conmigo. También a mí me agobia en ocasiones tanto arrumaco. Pero me lo callo porque si se lo digo se echa a llorar. Las mujeres son tan raras y tan extremadamente sensibles, que no te queda más remedio que ser hipócrita y falso con ellas. La sinceridad las descoloca, las hiere, las mata.
—La sinceridad mata a cualquiera que no esté provisto de grandes defensas.
Nos despedimos con un abrazo. Entre él y yo es una imprescindible muestra de que continua vigente nuestro afecto de siempre. Le repetí mi agradecimiento por su desinteresada ayuda, y él se comprometió, después de darle yo una fotocopia que había hecho del calendario, a indagar por su parte entre los muchos fotógrafos que conoce.
Nada más pudo sentarme delante de mi ordenador busqué en Internet información sobre el juez Norberto Torres. Había condenado a la cárcel a un montón de delincuentes, de corruptos. El caso más sonado había tenido lugar unos pocos meses atrás en que metió en la cárcel con una larga condena a un famoso capo de la droga que había vertido contra él terribles amenazas.
Pensé de si alguien tenía dinero para pagar a un asesino procedente de cualquier parte del mundo, era aquel individuo.

 

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