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—Trátala bien, que se lo merece. Es un tesoro de mujer.
—Gracias, cariño, tú siempre tan amable —ella sonriéndole—. ¿Seguían dormidos los niños cuando llegó la canguro?
—Sí, diviértete mucho. Yo tomo una copa y me voy. Cuida bien de ella, campeón —a Yago, amable y jovial
El joven quedó sin saber que decir. Sobrevivían, todavía en él, algunos principios que le habían inculcado en su infancia un tanto represiva, en especial por parte de su madre, seguidora del falso cristianismo de aparentar creer en lo que no se creía.
El futbolista profesional se alejó risueño. Su mujer rodeó con ambas ma-nos el rostro de Yago y en tono burlón dijo:
—Te has puesto colorado. ¿Temías que mi marido fuera a pegarte?
Soltó una carcajada y le restregó de nuevo su voluptuoso cuerpo. Yago, furioso por el acierto de ella, le colocó ambas manos en las nalgas y la apretó todavía más contra él.
—¡Vaya! Te salió el temperamento español, ¿eh? —celebró ella.
—No me gusta que jueguen conmigo —él encajando con fuerza las man-díbulas.
—¿Se nota mucho que estoy jugando contigo? —provocadora, encon-trando divertida su reacción
—Se nota demasiado —echándose hacia atrás para escrutar su cara.
La música seguía, pero ellos se habían detenido en mitad de la pista, to-talmente pendientes el uno del otro. Alerta la expresión de él, inquisidora la de ella.
—¿Qué me harías si me fuera a la cama contigo? —perturbadora su ac-titud y el brillo de la mirada azul de sus grandes y bellos ojos.
—¡Te haría gozar hasta la extenuación! —Yago, con violento énfasis.
—¡Ja, ja, ja! Yo sería la que te dejaría a ti sin fuerzas. Me voy. Acabo de ver a un amigo y quiero saludarlo.
Y sin más, Bente se marchó dejando al sorprendido Yago detenido en mi-tad de la gente. Una oleada de indignación incendió el joven, anguloso rostro masculino.
—¡Maldita zorra! —masculló, furioso—. Me puso a cien, y luego se ha lar-gado.
Repitió este improperio cuando vio a Bente abrazarse a un cubano que, en ciertos círculos de Copenhague había conseguido adquirir notoria fama organi-zando fiestas-bacanales para gente acaudalada.
Yago se dirigió al bar y pidió al barman un güisqui con Coca-Cola. Se sentía humillado por Bente, pero seguía deseándola muchísimo. Era tan en-demoniadamente hermosa que tener sexo con ella, pensaba, sería una experiencia extraordinaria.
Experiencia física, sexual, porque maravillosa, deslumbrante, sublime ex-periencia de amor él la había conocido únicamente con Delia, cuando los dos eran adolescentes, y que a los pocos meses de haberse venido él y su padre a vivir a Dinamarca ella había roto enviándole una carta en la que le pedía la olvidase y perdonase porque sentía una vergüenza tan gran que nunca podría volver con él. Él le escribió otra carta pidiéndole explicaciones por esta asombrosa confesión suya, y nunca obtuvo respuesta. Y así fue como terminó el gran amor de su vida. La de veces que lloró leyendo aquella maldita carta de Delia, hasta que la hizo pedazos queriendo, de este modo, terminar con un pasado que le dolía tantísimo.
Yago echó un buen trago de la bebida que acababan de servirle. El gentío allí reunido creaba una atmósfera un tanto asfixiante y ruidosa. Sosteniendo el vaso en su mano derecha apoyó los riñones contra la barra y recorrió con la vista el local a rebosar de personas ávidas de diversión.
Descubrió a Bente bailando con el cubano mulato organizador de fiestas, pegada ella a su cuerpo igual que, minutos antes, lo estuvo pegada al suyo. Le irritó la incontinente actitud de esta mujer, aunque sobre ella ningún derecho poseía. “Me estoy volviendo posesivo y arrogante, además de enfermizamente promiscuo” —juzgó de sí mismo.
Y disgustado apartó la mirada de ellos dos cuando se besaron en la boca con violento ardor, algo que él había deseado apasionadamente mientras bailaba con ella, y no llegó a hacer.
Sin embargo, cuando un poco más tarde descubrió a Brigitte besándose desenfrenadamente con un africano negro como el carbón, forzó una sonrisa benévola. Sabía por conversaciones sostenidas entre ambos, que ella alimentaba la fantasía de conocer íntimamente a un hombre de color, y al parecer iba camino de conseguirlo.
Nada más terminó de consumir la bebida, rondó por la cabeza de Yago la idea de marcharse. Padecía desasosiego, disgusto, ansiedad. Una ansiedad que no sabía explicarse. Una especie de malestar, de hastío que le nacía en la boca del estómago y sentía subir hasta su garganta. Intentó explicárselo, pero al igual que otras veces que le había sucedido lo mismo, no supo. “Hago lo que hace todo el mundo”, justificó disgustado.
La gente joven que él trataba parecía muy satisfecha con la existencia que llevaba. Diversión y sexo los fines de semana y los demás días trabajo, estudio u ocio. Del matrimonio y los hijos la gran mayoría pasaba, y muchos que estaban casados y tenían descendencia, como la hermosa Bente Lau-ridsen y su popular marido, practicaban la infidelidad porque la vida conyugal y familiar les aburría soberanamente.
Él entró a formar parte de esta sociedad hedonista y concupiscente, al año de haberse venido a Copenhague. Unos pocos meses después de que Delia no contestase más cartas suyas y suponer él que la lejanía los había se-parado irremediablemente. A pesar del amor eterno que se habían jurado, ella debía haber encontrado a otro chico con el que poder salir asiduamente, divertirse, en vez de llevar la tediosa existencia de fiel, paciente Penélope y esperar largo tiempo a que él pudiera regresar a su lado.
Y él, impaciente, ansioso de vivir sensaciones, experiencias, pasiones nuevas, se fue enviciando con todas las mujeres dispuestas a practicar sexo sin ofrecerle apenas dificultad, y esa vorágine copulativa embriagaba sus sentidos más primarios convirtiéndose para él en su meta semanal.

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