LA PROSTITUTA Y EL TIPO DURO (RELATO NEGRO AMERICANO)
Se habían conocido tres meses atrás en un bar de la Lenox Avenue. Ella iba provocativa con una falda exageradamente corta y una blusa exageradamente escotada, todo lo cual le servía para exhibir el conjunto de excitadoras curvas que poseía y despertar inmediato deseo en los hombres todavía no devaluados como tales.
Él se hallaba sentado a la barra, pensativo, tomando una copa. Ella le vio nada más entrar en el local y fue a ocupar el taburete que estaba situado al lado del asiento de él. Cuando el camarero se acercó a atenderla le dijo, con toda intención:
—Ponme lo mismo que está tomando este caballero —señalando al desconocido que, al escucharla giró su poderoso cuello para mirarla.
Ella aprovechó para dedicarle una mirada insinuante y una sonrisa de dientes blancos entre sus labios pulposos con simpáticos hoyuelos en sus extremos.
—Hola, hermoso —le dijo, iniciado su juego de seducción.
La ardiente mirada de él la recorrió y la consideró merecedora de echarle un par de polvos antes de marcharse a casa donde le aguardaba, para cenar, su gorda, cariñosa y sumisa mujer, que le creía un exitoso vendedor de material odontológico a clínicas dentales. Material del que llevaba un convincente muestrario dentro de su maletín.
Ella, sin esperar a que le sirvieran, rozó el brazo del hombre que pretendía convertir en cliente y ofreciéndole su mano dijo:
—Me llamo Olivia.
Él tuvo un momento de indecisión, pero pensando en pasar un breve rato con ella estrechó su mano y después se desentendió. Esperaría unos minutos antes de proponérselo. Cuando el empleado puso un vaso largo con una Coca-Cola al lado, Olivia quiso saber:
—¿Qué explosivo es éste?
—Vodka con Coca-Cola.
—¡Ah, bueno! He bebido cosas peores —Elevó el vaso en director a su vecino en la barra y dijo, risueña—: ¡Salud, amigo!
Él se limitó a responderle con un leve movimiento de cabeza. Olivia, aunque solo contaba veintidós años, llevaba desde los catorce haciendo la calle y conocimientos psicológicos sobre los hombres algunos llevaba adquiridos. Calificó de silencioso, taciturno y posiblemente peligroso al tipo que había escogido como objetivo; pero la noche estaba muy floja para ella, algo bastante frecuente los fines de mes en que los currantes, sus habituales clientes, se encontraban con los bolsillos vacíos.
El que calificó de tipo duro, por el cuadrado de su mentón, el acerado brillo de sus ojos y la corpulencia de su cuerpo, tenía pinta de matón. Si obraba con tacto y sin pasarse ninguna línea que él considerase roja, podía acostarse con él y sacarle la tarifa mínima, aunque de entrada le pediría la máxima.
Durante varios minutos bebieron los dos en silencio. Olivia mirándole, y él ignorándola. El camarero sentado al otro extremo del mostrador jugaba con su teléfono móvil. Así permanecieron hasta que el tipo duro se terminó la bebida. Entonces Olivia, que había estado bebiendo al mismo ritmo que él le pidió con voz melosa y coqueto parpadeo de largas pestañas falsas:
—Si me pagas la bebida, y un poquito más puedo ser contigo tan cariñosa como nunca antes lo ha sido nadie.
Los grises ojos de él la miraron con gélida indiferencia, no obstante preguntó, porque ella le atraía:
—¿Cuánto más?
—Cincuenta dólares y te aseguro que no te arrepentirás.
—Treinta y el cuarto lo pagas tú —tajante él.
Era bastante menos de lo que ella solía cobrar, pues era muy joven y bonita, cualidades que todavía podía explotar.
—De acuerdo. Perderé dinero, pero estoy segura va a merecerme la pena porque lo pasaremos en grande.
El tipo duro pagó las bebidas y, de camino, le entrego los 30 dólares. Ella se los guardó en el bolso. Él abandonó el taburete y dijo, escueto:
—Vamos.
La cogió firmemente del brazo y ella, impresionada por la fuerza que él desprendía, se sometió con docilidad. Los malos tratos masculinos no le eran ajenos. Recorrieron tres calles y entraron en una pensión vieja, maloliente y cochambrosa. Una mujer gorda, despeluznada y pintarrajeada que había detrás de un pequeño mostrador viendo una serie policiaca en la televisión portátil que tenía sobre una pequeña estantería colocada en la pared, se vino hasta ellos rascándose el enorme y descolgado culo.
No abrió la boca que mantenía fruncida como suelen tenerla las personas con mala leche y faltas de alegría vivencial. Cogió el billete que le ofrecía la prostituta, comprobó con la yema de los dedos que no era falso y le entregó una llave.
Subieron ella y el tipo duro, que en ningún momento había despegado los labios, a la primera planta por una escalera cuya moqueta aparecía destrozada en la mayoría de los escalones.
El cuarto al que entraron apestaba a sexo, a sudor rancio y a ventosidades.
—Fuera la ropa —ordenó el tipo duro, tajante, brusco.
—¿Quieres que te lave antes?
—Estoy limpio —rechazó él comenzando a quitarse la chaqueta, dentro de uno de suyos bolsillos metió el revólver que había llevado en la parte de atrás de su cintura.
Al ver el arma, Olivia, alarmada, preguntó:
—¿Eres policía?
—Cállate y desnúdate —sonó amenazadora su voz—. Hablas demasiado.
Como no sería la primera vez que un cliente le propinaba una paliza, Olivia optó por el silencio y como era mucha la práctica que tenía, antes de que el tipo duro se hubiera quitado del todo los pantalones ella estaba ya como su pueblerina madre la había traído al mundo. El tipo duro quedó sorprendido de la buena figura que conservaba ella y quiso saber:
—¿Qué edad tienes?
—Veintidós —respondió ella tan impresionada con la amenazadora y dura personalidad de él que instintivamente colocó una de sus manos en la entrepierna ocultándole su sexo.
El tipo duro esbozó una mueca-sonrisa enigmática y ordenó:
—Tiéndete en la cama con las patas entreabiertas. ¡Aligera, que esperar me cabrea mucho!
Ella, temerosa, pensando en el arma que le había visto, suplicó:
—Por favor, no me hagas daño… Me esforzaré en hacerte feliz…
Él se quitó la última prenda que le quedaba, unos calzoncillos con mariposas estampadas (capricho fantasioso de su mujer un día que ella fue de rebajas), y los colocó con cuidado en lo alto de la silla donde ya había depositado sus otras prendas. Estaba ya poderosamente armado. Dio dos pasos y cayó encima de la hermosa prostituta que lo esperaba tendida en la cama y, sin precalentamiento alguno entró en ella.
A pesar de su violencia, la poderosa virilidad de este hombre sombrío fue del agrado de Olivia que soltó grititos de gozo. Gozo que fue en aumento a medida que las feroces y poderosas embestida de este cliente la llevaban a ella que, por lo general fingía placer, a un auténtico, violento y placentero orgasmo, algo que le ocurría muy raramente.
El tipo duro le concedió unos pocos minutos de descanso y volvió a aplastarla con el peso de su corpachón velludo y a procurarle otra sesión de feroz bombeo que les llevó de nuevo a la explosiva culminación, tan del agrado de Olivia que le dijo algo que nunca antes le había dicho a nadie:
—Siempre que tengas ganas de mí búscame, que no te cobraré nada. Eres el hombre más hombre de cuantos he conocido hasta el día de hoy.
Él le dio la callada por respuesta, y vistiéndose rápido abandonó el cuarto sin ni tan siquiera despedirse de ella.
Transcurridos un par de días él la buscó en el barrio y dio con ella. Esta vez, Olivia, encantada de verle de nuevo tuvo el especial detalle de llevarle a su pequeño apartamento. Tras una muy satisfactoria sesión de sexo, el tipo duro la sorprendió dejándole cincuenta dólares en lo alto de la mesita de noche a pesar de la gratuidad ofrecida por Olivia.
Transcurrió un mes. El tipo duro y Olivia tenían encuentros sexuales en la vivienda de ella, entre tres y cuatro veces por semana. Su relación era estrictamente sexual por parte del tipo duro. Mientras que Olivia cometió el estúpido error de enamorarse de él, hasta el punto de proponerle se convirtiese en su chulo y querer compartir con él sus ganancias. Su generosidad dejó perplejo al tipo silencioso y hosco y le despertó un sentimiento que encerraba atisbos de afecto.
—No necesito tu dinero —rechazó contundente—. Ábrete una libreta de ahorros y guarda el dinero que ahora ganas con facilidad para cuando seas vieja y nadie quiera pagar por follarte.
Olivia no insistió. Sabía para entonces que la machaconería era una de las cosas que él aborrecía y lo enojaba. Y cuando se enfadaba le daba un buen bofetón en la cara. Castigo que ella recibida sin aborrecerle por ello, considerando que se lo había ganado.
Un sábado, en mitad de la noche, asesinaron a una chica en el barrio donde vivía Oliva. Acabaron con ella de una certera puñalada en el corazón. El criminal tuvo además, la tranquilidad de limpiar la sangre que manchaba su cuchillo en las ropas de su víctima.
El homicidio fue presenciado por un borracho que se hallaba resguardado del relente de la noche en un portal oscuro, y el asesino no reparó en él. El beodo no trató de intervenir de ninguna manera. Orinarse de miedo fue todo lo que hizo. Debido a la distancia que les separaba, no pudo verle la cara al homicida, pero por su vestido y sus largos cabellos dedujo se trataba de una mujer.
Era la segunda prostituta a la que quitaban la vida en el corto periodo de dos semanas. Las demás profesionales del sexo, en adelante, evitaron acercarse a la zona aquella.
La policía estuvo durante cuatro días investigando por el barrio. La gente que lo habitaba, mayoritariamente, tenía más razones para no desear prestar colaboración a los representantes de la ley, que para todo lo contrario.
Aburridos y sin pista alguna que poder seguir, los agentes resolvieron abandonar la investigación. Era un caso más de prostituta asesinada sin saber por quién y cuyo motivo podía ser el robo, pues a las dos mujeres muertas no les encontraron nada de valor encima.
Olivia estaba preocupada por el tipo duro, pues llevaba varios días sin contactar con ella. No se le ocurrió en ningún momento sospechar que su desaparición pudiera tener algo que ver con el crimen cometido en una calle cercana a la que ella tenía su apartamento.
No era la primera vez que un hombre, del que se había encaprichado, se cansaba de ella y no volvía a verle más el pelo. Le dolió esta posibilidad porque a pesar de lo huraño y silencioso que siempre se mostraba él, era un extraordinario amante y le había hecho un par de regalos baratos pero bonitos, además de pagarle siempre por acostarse con ella.
Lógicamente, con lo hermético que él era, no tenía manera de localizarle ni tampoco lo habría hecho en el caso de saberlo, pues tenía muy seguro que podría ser extremadamente peligroso si se le enfadaba, teniendo en cuenta que iba siempre armado.
Una tarde, cuando ya no se lo esperaba, recibió su llamada hecha desde una cabina pública, precaución que el tipo duro tomaba siempre. Ella dudó un momento. Después del asesinato habido en su barrio se había vuelto más precavida. Pero este hombre retraído, poderosísimo sexualmente, le atraía como atrae un abismo al que resulta tentadoramente imposible resistir el deseo de asomarse.
—Estoy sola en casa. Te espero —concedió a la seca petición de él.
En este nuevo encuentro, se unieron ambos con tantas ganas, que Olivia no pensó en salir a trabajar ni él pensó en regresar a su casa antes de las diez, como acostumbraba.
Si alguna vez el tipo duro la había tratado con algo que podía parecer una débil señal de ternura, fue esta vez. En uno de los descansos que se permitieron entre asalto y asalto, Olivia le habló del crimen cometido en su barrio.
—La chica que asesinaron se llamaba Lily y era mi mejor amiga. Por ser poco atractiva se veía obligada a hacer la calle, con lo peligrosa que es. Quisiera vengarla.
El tipo duro no abrió la boca. Pensaba que si ella quería meterse en venganzas, era asunto suyo. A pesar de su silencio, Olivia continuó adelante con el propósito que había elaborado a partir del momento en que él se había reunido con ella y lo había percibido más cercano a sus sentimientos, que nunca antes.
—Tengo una corazonada, amor —porque por desconocimiento de su nombre, que él no parecía fuera a decirle nunca, ella usaba con él este epíteto que él nunca le había rechazado—. Desde niña, algunas corazonadas que he tenido han sido acertadas. Esta corazonada de ahora me dice que el asesino de mi amiga cometerá otro crimen esta misma noche.
Ahora si le respondió el tipo duro:
—Pues si tienes esa corazonada, no salgas a la calle esta noche.
—Quiero salir. Se lo debo a mi amiga. Ella se portó siempre muy generosa conmigo. Me ayudó al principio. Yo era una vagabunda muerta de hambre e infestada de piojos. Ella me llevó a casa de sus padres, con los que todavía estaba entonces, antes de que la echaran, y me ayudó a ser lo que soy ahora: una mujer independiente que se gana bien la vida con ese tesoro que el buen Dios me colocó entre las piernas.
Por primera vez desde que lo conocía, él esbozó una mueca que podía considerarse sonrisa.
—Un tesoro que me has entregado durante horas por solo cincuenta dólares —marcando ironía.
—Tú sabes que quiero dártelo gratis, y no lo aceptas, mi amor —recalcó Olivia—. Oye, ¿quieres hacerme un favor inmenso que yo te agradecería toda mi vida?
El tono de voz y la actitud suplicante de Olivia lograron ablandar al tipo duro.
—No me gusta hacer favores. Es una estupidez hacerlos. Nadie los agradece.
—Yo sí te lo agradecería. Con toda mi alma —conmoviéndose—. Te digo en que podría consistir ese favor, y luego tú decides. Mira, nos acercaríamos alrededor de la medianoche, hora en que circula poca gente o ninguna por la calle donde mataron a esas chicas. Tú te mantendrías oculto, yo me colocaría cerca de la farola donde mataron a mi amiga y permanecería allí hasta que apareciese la asesina y, entonces, tú y yo la detendríamos. Los asesinos, por lo que he visto en las películas, tienen fijación por las fechas. A mi amiga la mataron el día tres del mes pasado. Hoy estamos precisamente a tres también. La asesina me vería y se acercaría a mí con la intención de matarme.
El tipo duro soltó una especie de gruñido difícilmente interpretable. Olivia continuó, todavía esperanzada.
—¿Me ayudarás, por favor?
Él se mantuvo callado. No la miraba. Tenía la vista baja. Reflexionaba. Por fin sacó el móvil de su bolsillo, marcó el número de su casa y cuando respondió su mujer le dijo con una voz tan amable que, de no estarle viendo y oyendo, Olivia habría jurado pertenecía a otra persona:
—Hola, preciosa. Vendré tarde esta noche. Se me ha averiado el coche y estoy buscando un taller donde haya alguien que quiera reparármelo. Acuéstate y no me esperes —la respuesta proveniente del otro lado no le llegó a Olivia—. Bien. No te preocupes por mí. Ya sabes que sé cuidarme. Hasta luego, mi vida.
Cortó la comunicación. La mirada que le dirigió a la prostituta fue de enojo. Ella se disculpó:
—Lamento causarte este trastorno. Dime como puedo recompensarte por el favor que estás dispuesto a hacerme, y te recompensaré —interpretando, por lo escuchado, que él iba a secundarla.
El tipo duro le respondió con uno de sus gruñidos. Ella reventaba de satisfacción por dentro. Amaba a este hombre silencioso, taciturno que la dominaba, a veces violentamente, y eso le gustaba porque la hacía sentirse plenamente mujer.
Pasaban pocos minutos de la medianoche cuando Olivia se colocó en el mismo sitio donde murió su desdichada amiga. Junto a la única farola que funcionaba en aquella zona de la calle.
El tipo duro, convencido de que la corazonada de Olivia tenía muy pocas probabilidades de que resultase cierta se apostó en la oxidada, ondulada puerta metálica de un taller de reparación de motocicletas. El cielo cubierto de nubes le permitió quedase oculto en una oscuridad total.
A aquellas intempestivas horas, en tan solitario lugar, era casi nula la posibilidad de que pasara persona o vehículo alguno por allí. El tipo duro se arrepentía de haber cedido a la suplicante demanda de Olivia.
Tomó una determinación. Aguantaría allí media hora como mucho. Después le diría a la joven que tanto le gustaba físicamente, que él se marchaba, y que ella se quedase allí si así lo quería.
Olivia daba cortos paseos de cuatro o cinco metros. No hacía frío pues se hallaban a finales de la primavera. Pero ella estaba temblando. Temblando de miedo. Si el tipo duro no obraba con la suficiente rapidez, cuando apareciera la asesina del cuchillo, ella podía morir. La distancia que separaba a ambos debía ser, por lo menos, de unos diez metros. Distancia suficiente para que la criminal tuviera tiempo de darle un par de puñadas durante el tiempo que el tipo duro tardase en acudir junto a ella. Confiaría en tener buena suerte. Más no podría hacer, aparte de escapar, cobardemente, en aquel mismo momento, lo cual no haría.
Transcurrieron para ella unos interminables veinte minutos junto a la farola que la encerraba dentro del círculo de luz lechosa que le venía del globo iluminado, alrededor del que giraba una vorágine de insectos enloquecidos. Sentía la humedad de la noche sobre su cuerpo. Se arrepintió de no haberse puesto un chaquetón en vez del ligero jersey que vestía. Se cubrió los hombros con las manos. Sus aguzados oídos captaban numerosos ruidos, algunos de ellos imaginados, como eran rumores de pasos sobresaliendo entre el monótono canto de los grillos procedentes de un descampado cercano.
Tenía que luchar contra el continuado pensamiento de abandonar, de dejar de angustiarse y escapar del peligro en que ella misma se había metido. También pensaba en el tipo duro y lo mucho que debía exasperarle aquella espera que llevaba visos de convertirse en inútil.
Efectivamente, al hombre que había involucrado en aquella corazonada suya se le estaba agotando la paciencia. Permanecía allí por una especie de aprecio, de lástima que ella le inspiraba, allí sola, vulnerable, arriesgando su vida para que no escapase sin castigo el asesino de una amiga. Una apreciación le machacaba el cerebro. “Me estoy ablandando y esto no es bueno para mí. A los que primero se lleva la puta muerte por delante, es a los blandos”.
De pronto surgió de las sombras, a la derecha de Olivia un bulto humano tambaleante. El tipo duro avanzó unos pasos deteniéndose al límite de la oscuridad que lo mantenía oculto. El recién aparecido era un hombre que, por los traspiés que daba debía estar borracho.
Temiendo que su presencia estropease sus planes, cuando le tuvo próximo, Olivia comenzó a alejarlo golpeándole furiosa con su bolso. La escena resultaba cómica y grotesca a la vez. El beodo se cayó al suelo. Se levantó con dificultad y cayéndose, andando incluso a gatas huyó de ella hasta desaparecer en la oscuridad de la que había emergido.
Transcurrieron diez minutos. La exasperación que se había apoderado de Olivia crecía más y más a medida que pasaba el tiempo sin que nada de lo esperado por ella sucediera.
Más exasperado que ella se hallaba el tipo duro, pues no queriendo continuar perdiendo un minuto más iba a tomar la decisión de salir de las sombras, caminar hasta ella y decírselo.
Y entonces ocurrió que de la oscuridad que se había tragado al borracho surgió una figura que, juzgando por sus cabellos largos y ropa femenina supuso pertenencia a una mujer. La luz de la farola le arrancó un destello al cuchillo que llevaba en su mano. Olivia, que también le había visto inmediatamente lanzó un grito de terror.
El tipo duro siempre había sido rápido en el manejo de su revólver. Lo demostró una vez más. Cuando la atacante iba para Olivia con su cuchillo en alto dispuesto a clavárselo, el pistolero había sacado su arma y disparado tres veces. Dos de las balas impactaron en el hombro de la atacante y la otra en su cuello.
Olivia se apartó a tiempo y evitó con ello que la tambaleante figura le cayese encima.
El tipo duro recorrió la distancia que lo separaba de ella y de la persona herida que gemía lastimeramente, desangrándose por el disparo que le había atravesado la garganta.
Olivia temblaba como hoja al viento. Sus ojos, muy abiertos expresaban todavía el pánico sentido. El tipo duro se había inclinado hacia la figura agonizante descubriendo que se la había despegado de la cabeza la peluca que llevaba:
—¡Es un hombre! —manifestó, sorprendido.
Apoyándose contra él, para no caer, Olivia examinó con atención el rostro del yaciente y exclamó perpleja:
—Le conozco. Es el dueño del cochambroso hotelito al que acudía mi amiga con sus clientes. Siempre me pareció un tío raro.
—Un asesino de mujeres por lo visto.
—¿Qué hacemos ahora?
—Largarnos de aquí antes de que se le ocurra a algún curioso acercarse a ver que ha pasado.
Olivia no se soltó de su brazo en ningún momento mientras se alejaban de allí, presurosos. Con él se sentía segura y hondamente agradecida. Sin la menor duda le había salvado la vida. Llegaron al bloque de apartamentos donde ella tenía el suyo.
—Sube. Te prepararé un café muy bueno y te haré el amor como nunca —Olivia, apasionada en extremo—. Puedes reírte de mí, si crees que lo merezco, pero quiero que sepas que te amo. Que haría por ti cualquier cosa. ¡Cualquier cosa!
El tipo duro tragó saliva. Ella había logrado transmitirle parte de su emoción, de su profundo sentimiento. Espoleó, sin saberlo, la repentina necesidad que él experimentó de huir.
—No vas a hacer nada para mí. Me voy ya.
Se escrutaron la mirada durante unos segundos y Olivia supo leer en los ojos de él lo que tenía firmemente decidido. Y comenzó a llorar suavemente, con una pena que le traspasaba el corazón.
—Nunca más volveré a verte, ¿verdad? —logró balbucir.
Él encajó con fuerza las mandíbulas y sin responderle dio media vuelta y se alejó presuroso, como si lo huyera del mayor peligro que había conocido hasta entonces, procurando distraer su mente buscando las excusas que debían justificar, para su mujer, lo tarde que volvería a su casa. Ella era la única persona en el mundo que él creía necesitar y desear mantener a su lado. Su bondad, lo redimía, de algún modo, de todo lo malo que él hacía.
(Copyright Andrés Fornells)
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