LA NAVE ESPACIAL QUE SE ESCOÑÓ ANTE NUESTROS OJOS (RELATO)

mujer-dorada
Mi tío Olegario presume de poseer grandes poderes paranormales y de ser un privilegiado receptor de mensajes telepáticos procedentes de todas las partes del Universo. Amigos y familiares incrédulos, han encontrado en ello motivo para la burla y la befa. Tampoco yo le había tomado en serio hasta hace cosa de un mes en que tuvo lugar un increíble acontecimiento que consiguió iluminarme la credulidad y apagarme la incredulidad. Este cambio radical en mi juicio tuvo lugar el trece del mayo pasado, día en que mi tío Olegario me hizo, en tono solemne, una sorprendente revelación:
—Sobrino favorito mío, pasado mañana, la luna llena parecerá la cara empolvada de una geisha vieja —mi tío anda algo mejor que regular de cultura, gracias a los muchos comics que en esta vida lleva leídos), y justo a las tres de la madrugada, en lo alto de la serranía de Ronda, se podrán avistar varios platillos voladores. Si quieres venir a verlos conmigo, yo traeré la tortilla de patata, los embutidos, y el pan.
Quedé pensativo. Levantarse a la una y pico para estar alrededor de las tres en mitad de la sierra, sufriendo a los pesados grillos y a los mosquitos chupadores de sangre, es todo un sacrificio, especialmente para mí que no creía en absoluto en los poderes paranormales de mi querido pariente.
Dándose él cuenta de mi indecisión, me buscó uno de mis puntos débiles que es el temor a perderme acontecimientos realmente notables:
—Si no me acompañas esa noche, te arrepentirás todo el resto de tu vida, pues un avistamiento como el que se va a producir pasado mañana, puede tardar muchas, muchas, décadas en producirse de nuevo.
Convencido en el fondo, de que iba a cometer una gran estupidez, le dije que de acuerdo. Que lo acompañaría por el cariño que le tengo, cariño que me obligaba a no dejarle solo en mitad del monte no fuera a ocurrirle algo malo y no me tuviera a mí auxiliándolo. Y la noche acordada, alrededor de la una de la madrugada, nos montamos en mi baqueteado utilitario y cogimos rumbo a Ronda. Ronda es un pueblo legendario de notable encanto. Posee un puente espectacular, fantásticos jardines, calles con balcones floreados, baños árabes, histórico coso taurino, bares y restaurante típicos y la amabilidad risueña de sus habitantes. Información que aporto aquí para que se sepa que merece la pena visitarlo.
Aparqué mi coche donde pude y nos adentramos por el monte, cuesta arriba, que siempre se soporta con santa resignación si se piensa que luego, a la vuelta, se convertirá en cuesta abajo. Los grillos y los mosquitos nos hacían compañía todo el tiempo. Los primeros perjudicándonos los oídos y, los segundos, cada centímetro de piel que no llevábamos cubierta. Llegamos a lo alto, mi tío con el aliento más o menos normal, y yo con el aliento perdido. Trasnochar y otros vicios humanos nos perjudican el cuerpo, pero los soportamos sin protestar a cambio de los placeres que algunos despilfarros de salud nos producen.
—¿Notas la extraordinaria limpieza que aquí tiene el aire, sobrino mío favorito?
—Sí, tío mío favorito. Pero mis pulmones lo encuentran raro y, seguramente influidos por la costumbre, prefieren el aire contaminado de la ciudad.
—Eso es porque, como la gran mayoría de urbanitas, tú tienes ya atrofiados cuerpo y mente —sentenció convencido.
La caminata me había quitado el ánimo que se precisa para discutir, así que opté por lo más cómodo para mí: callar.
—Fíjate en el firmamento, en lo hermosísimo que está hoy —hablando mi tío con el convencimiento y entusiasmo de un astronauta vocacional.
—Pues debe estar el firmamento igual que todos los días, ¿no? —quitándole mérito.
Filosofamos un poco. Mencionamos nuestra insignificancia microscópica comparándonos con la inmensidad del cosmos y la insalvable distancia que nos separa de unas estrellas cuya luz captamos, incluso de aquellas que llevan la tira de siglos apagadas.
Se nos hicieron las tres menos cinco. Y empezó a crecerme la fácil semilla de la duda.
—Para mí que esas ensaladeras (despectivo) no se van a presentar. Que has recibido un mensaje falso, tío mío favorito —con recochineo en mi voz notoriamente varonil.
Antes lo digo, y antes quedo en ridículo, pues de repente una decena de naves espaciales luminosas y veloces aparecieron en el cielo iniciando todas ellas una especie de enloquecido bailoteo.
—¿Decías algo, sobrino? Ya las tenemos ahí.
Asentí con la cabeza. La sorpresa me había dejado sin habla, tan descolgado de boca que el mentón me tocaba el pecho, y tan abierto de ojos que por un momento temí pudieran saltarme fuera de sus estuchitos. Pero lo más extraordinario, lo más asombroso ocurrió a continuación. Uno de los platillos voladores cayó súbitamente en picado. Tan en picado que terminó estrellándose contra el suelo, a pocos metros de donde estábamos nosotros, armando un estruendo colosal.
—¡Joder qué hostia se ha pegado! Si hay algún tipo de ser viviente dentro de ese cacharro, habrá pasado a mejor vida.
—Vamos a verlo de cerca —pasando mi pariente, del éxtasis a la preocupación.
Le dimos tarea a nuestras piernas y finalmente nos detuvimos a prudente distancia del ovni que había quedado considerablemente escacharrado y sin luz. Calculé que mediría unos veinte metros de diámetro. Mi tío fue el primero en darse cuenta e identificar el fuerte olor que desprendía aquel extraordinario artilugio.
—¿No notas un fuerte olor a rosas rojas?
—O de otro color —aflorándome el espíritu de controversia.
La claridad de la luna nos permitía verlo bastante bien, y refiriéndose a la cantidad de agujeros que había en toda la circunferencia de la nave espacial mi tío aventuró:
—Fíjate, en todos esos boquetes, sobrino, deben ser tubos de escape.
—Hazle fotos, tío. Sácale un montón de fotos —le apremié saliéndome a la superficie la vena especulativa—. Las venderemos a periódicos y revistas y nos forraremos.
Estuvo de acuerdo conmigo, pero se encontró con que la pequeña cámara fotográfica no funcionaba. La sacudió en el aire y comenzaron a caer cenizas por su destrozado objetivo.
—Joder, está desintegrada por dentro.
—¡Qué putada! Se nos fue a la mierda el mejor negocio de nuestra vida —lamenté.
Él asintió, convencido de lo mismo que yo. Y de repente empezó a correrse una puerta cuadrada y salió del interior de la nave un chorro de luz que en un principio nos cegó. Luego nuestros ojos se acostumbraron y entonces sufrimos ambos un pasmo insuperable al presenciar que una vez abierta del todo la puerta, surgía una escalera, un aura dorada y en el centro de esa aura una mujer que comenzó a descender por ella. La mujer era guapísima, con una figura tan perfecta como solo podrían engendrarla unos padres también perfectos y escogiendo para ello un día de inspiración suprema. Parecía llevar puesto un ajustado vestido de oro. Mi tío y yo nos quedamos más inmóviles que los leones de la Alhambra. Ella, la increíble aparición, se vino directamente hacia nosotros. Andaba despacio, con sublime elegancia y como si fuera ingrávida. Y sonreía. Y su sonrisa poseía la prodigiosa virtud de transmitir felicidad. Y hablando por mí (luego sabría que a mí tío le había sucedido lo mismo) diré que la felicidad que me produjo su sonrisa fue la más intensa y satisfactoria que yo había conocido hasta entonces. La beldad extraterrestre se detuvo a unos cuatro pasos de nosotros, que la contemplábamos absolutamente alelados. No era un traje lo que daba a su cuerpo la tonalidad dorada, sino una finísima capa de pintura, por lo que pudimos constatar que se hallaba totalmente desnuda. ¡Dios de los cielos y de los infiernos, y qué celestial desnudez la suya! Aquella hembra era la obra maestra femenina de la creación. Perfecta la forma de sus pechos, de sus pezones, el levísimo abombado de su vientre, la incrustada redondez de su ombligo, el voluptuoso abultamiento en forma de cocha hinchada y cerrada en mitad del vértice de sus largas y magníficamente moldeadas piernas, la voluptuosa curva de sus caderas, la deliciosa forma alargada de sus brazos y sus manos bellísimas, etc, etc.
Durante unos minutos, ella nos miró a nosotros con curiosidad, y nosotros a ella con total embeleso. Por cierto, que debía medir unos dos metros de altura. Y por añadir algo más a la pobrísima descripción que he sido capaz de hacer de ella, su largo pelo era rubio como el trigo maduro y poseía los ojos más intensamente azules que vi jamás.
Finalmente, con voz metalizada, ella nos saludó en un español inmejorable:
—Hola, terrícolas.
—Hola, extraterrestre —tartamudeamos mi pariente y yo.
—Se averió el suministro de energía de mi nave y caímos —explicó ella.
—Lo hemos visto. ¿Tienes hambre? —ofrecí maravillado, babeante de admiración, pensando compartir con ella toda la comida que traíamos en la mochila.
—Tengo hambre, pero no de comida —respondió ella—. Hambre de hacer el amor con un terrícola, mientras espero que venga a por la mía la nave recogedora de naves averiadas. Lo de hacer el amor con un terrícola es una experiencia que nunca he tenido antes y que creo me resultará interesante.
—Cuenta conmigo —ofrecí dando un rápido paso al frente.
—Y conmigo —me imitó mi tío olvidándosele que está sagradamente casado por la iglesia con mi hermana, y moralmente comprometido a no cometer adulterio.
Ampliando su sensual sonrisa, ella decidió:
—Sólo hare el amor con uno. Y será con el más joven —señalándome.
—Estás escogiendo mal. Mi experiencia te conviene más que la inexperiencia de mi sobrino —dispuesto mi tío Olegario, obnubilado por la lujuria, a desbancarme.
Afortunadamente, ella se mostró firme:
—He dicho que haré el amor con el más joven. Ven.
Por primera vez desde que conozco a mi tío Olegario, que es toda mi vida, a él se le escapó, delante de mí, una palabrota:
—Cabrón afortunado.
Se lo perdoné. La envidia es llama tan fácil de prender. Subimos por la escalera, que por cierto estaba muy calentita, la alienígena delante y yo detrás disfrutando la visión del par de nalgas más bello y excitador que ha existido jamás. No digo lo que le estaba ocurriendo a la parte más respondona de mi anatomía, porque hasta el lector más tonto e inocentón de esta historia verídica mía, se lo estará imaginando. Cruzamos la puerta. Entramos en una gran sala cuyas paredes eran de un brillante color rosado. En un rincón había unos cuadros de mandos compuestos de un gran número de luces de diferentes colores, que parpadeaban. En otro rincón, que fue al que la seguí, había una especie de gran jacuzzi lleno de lo que parecía agua cristalina, pero debía ser otra su naturaleza, pues la extraordinaria extraterrestre se tendió de espaldas encima de ella y no se hundió pues era como un colchón blando. ¡Inventos de otros mundos! Sonó muy excitada su extraña voz metalizada al anunciarme ella, que había leído un libro terrícola, el Kama Sutra, libro que se había hecho tan popular en su planeta XXXLLLL013013 que había alcanzado el número uno en las listas de libros extranjeros más leídos.
—¿Lo has leído tú, hombre con ojos de fuego? —quiso saber ella, diría yo que esperanzada
—Repetidas veces. Y no sólo lo he leído, sino que he practicado sus prodigiosas enseñanzas con todas las maravillosas mujeres que así lo han querido.
—¡Ah qué suerte tan inesperada la mía! —exclamó encantada—. Pero no perdamos más tiempo, que el tiempo es vida. ¿Te parece bien que comencemos por la posición de la tigresa?
—Lo que tú digas, mi reina sideral —quitándome ropa con igual maltrato y desatención que si ya no pensara volver a ponérmela nunca más, como así ocurrió.
Y ya convertido en Adán, sin el impedimento de la ocultación cristiana de la hoja de parra, me eché encima de ella y su yoni y mi linga se acoplaron tan perfectamente como si ambos hubieran sido creados para realizar una unión perfecta. Y después de la posición de la tigresa, seguimos con el arco iris, el collar de Venus, el gran puente, el culeo y otros más que no enumero para evitar cansancio al lector de esta extraordinaria experiencia mía. Yo no sé qué magia poseían aquella arrebatadora alienígena, el jacuzzi o el aire con fragancia a rosas rojas que nos envolvía, lo muy cierto fue que yo funcioné como los cines antiguos de sesión continua, pues llegué en mi inagotable potencia incluso a repetir posturas sexuales kamasutreras.
Le faltaba muy poco al amanecer para hacer acto de clara presencia, cuando una voz que se expresaba en un extraño lenguajes salió de un altavoz invisible, cercano, y mi Venus extraterrestre me dijo con repentina tristeza:
—Mi adorable terrícola, vamos a tener que separarnos. Ha llegado la nave que me va a recoger a mí y a mi averiado medio de transponte. Ha sido un inmenso placer conocerte. Nunca te olvidaré.
Y sus ojos me trasmitieron tan potente chorro de amor, que me encontré amándola como nunca he sido capaz de volver a amar a ninguna otra hembra.
Ella me acompañó hasta el rellano de la escalera. Yo había dejado mis ropas dentro de la nave, pues ni me había acordado de recogerlas.
Ya teníamos otra nave enorme encima de nosotros. Mi apasionada, bellísima alienígena se despidió de mí agitando una prenda íntima mía, y después cerró la puerta, percibiendo yo antes de que tal hiciera, que había aparecido un brillo de lágrimas en el azul de sus ojos. A continuación, haciendo de imán, la nave grande se llevó a la pequeña e, inmediatamente ésta y todas las demás desaparecieron raudamente en el firmamento.
—¿Te has hinchado de joder, ¿eh, sobrino afortunado —con toda la envidia del mundo mi tío.
—Me está matando la tristeza, tío mío favorito. Acabo de perder al gran amor de mi vida —dije soltando lágrimas gordas como castañas.
—Con el fragor de la batalla sexual ni te has acordado de recuperar tus ropas —criticó.
Sólo entonces me di cuenta de que estaba totalmente desnudo. Si no nos hubieran jodido la historia de Adán y Eva habría podido, tranquilamente, de aquella guisa, desprovisto de la cristiana hoja de parra, ir a mi casa sin que nadie me censurara. Mi tío me prestó sus calzoncillos por si nos paraban los de tráfico, ya que si les contaba dónde había dejado mis ropas no me iban a creer, como les ha ocurrido a los números incrédulos que he contado lo que acabo de contar aquí, y que es verídico, por mucho que les pese a todos los envidiosos que me han llamado, me llaman y me llamaran embustero. A todos ellos yo les digo lo mismo que me decía mi sabio abuelo Silvino: “De incrédulos está lleno el infierno, y de crédulos el cielo”.