LA IMPERDONABLE ESTUPIDEZ DE CAMBIAR AMOR POR TRISTEZA (RELATO)
La tristeza, ya me acompañará siempre. Será fiel conmigo como lo es mi sombra, con la diferencia de que mi sombra solo está presente cuando expongo mi persona a la luz, mientras tú, inquisidora tristeza, nunca te separas de mí, ni en la luz ni en la oscuridad.
Te perdí, amor, porque caí en la sima de la estupidez absoluta, y permanecí dentro de ella sin hacer nada por detenerte cuando surgió la amenaza de que me abandonases.
Cuando me dijiste que querías de mí mucho más que ser una apasionada compañera de cama, te dije que yo no deseaba nada más de ti, que fueses para mí una especial compañera de cama.
Te herí profundamente. Inundó tus ojos un manantial en el que cada lágrima se convertía en esquirla que te laceraba el corazón.
Fui tan absolutamente ruin que ni siquiera tuve el generoso detalle de consolarte. No supe reconocer en aquel momento que además de gozar de su hermosura, tú me eras absolutamente necesaria para ser feliz. Y en vez de detenerte dejé que te marcharas.
No tuve entonces conciencia de que me eras tan imprescindible como el aire que entra en mis pulmones o la sangre que circula por mis venas.
—Si no te basta lo que te doy de mí, puedes marcharte —dije sin ser consciente de que me condenaba a mí mismo a ser eternamente desdichado.
El tiempo no perdona nuestros grandes errores, los mantiene vivos, torturadores, irremediables, y el doloroso, despiadado recuerdo es el verdugo que nos castiga hasta el fin de nuestros días por haberlos cometido.
Me queda el recuerdo de muchos momentos sublimes que vivimos juntos, momentos en los que un amor tan intenso que nos quitaba la vida y nos la devolvía en cada encuentro amoroso, más bello y triunfante que el anterior. Momentos en los que nos amamos con todo el corazón y toda el alma.
No sé que espíritu destructor se adueñó de mí cuando me pediste vivir siempre juntos y yo te rechacé diciendo que terminaríamos cansándonos el uno del otro.
—Yo nunca me cansaré de ti —me dijiste, dolida, quebrada la voz, los ojos cuajados de lágrimas.
Entonces un monstruo destructor se adueñó de mí y dije desprovisto de toda delicadeza, de toda piedad, de todo agradecimiento por lo muchísimo que me amabas:
—Yo sí que me cansaría de ti.
Al escuchar de mis labios esto, permaneciste durante un instante con los ojos en llanto y muy abiertos, incrédulos. Luego el desencanto, el dolor, la amargura crearon para ti unas alas que te sirvieron para volar lejos de mí.
Si supiera donde estás, si pudiese encontrarte, de rodillas te pediría perdón por mi estupidez, por mi crueldad. Pero posiblemente nunca volveré a saber de ti, y mi eterno castigo será vivir toda mi vida la desdicha de desear tenerte para siempre y no conseguirlo jamás. Ni tan siquiera un instante, para pedirte perdón por el daño que te hice.
(Copyright Andrés Fornells)