LA CIMITARRA DE SALADINO (RELATO)
La noticia de que el jeque Orum el-Mofa había alquilado para él y su séquito la quinta planta del hotel Sargazos revolucionó al personal de este establecimiento. Todos pensaban en los enormes ingresos y en las elevadas propinas que la estancia de este riquísimo monarca árabe iba a procurarles.
Ninguna de estas personas había escuchado antes, de este augusto personaje, su nombre ni visto fotografía alguna suya, así que cada cual dio rienda suelta a su fantasía. Unos se lo imaginaron joven, altivo y hermoso y, otros, feo, anciano y achacoso. Y en lo que sí estuvieron todos de acuerdo fue en que realmente debía disponer de una fabulosa fortuna pues había alquilado entera la planta superior del establecimiento para él y sus acompañantes, planta que constaba de trece habitaciones, la mitad de ellas suites lujosas.
Con todos estos antecedentes no es de extrañar que el día que tenía Orum el-Mofa prevista su llegada, le estuvieran aguardando todos los dirigentes y empleados del hotel Sargazos, tanto los que estaban de servicio como los que no. ¡Nadie quiso perderse un acontecimiento tan extraordinario!
La expectación despertada se vio satisfecha con creces. Orum el-Mofa y sus servidores llegaron subidos en una docena de limusinas y cuatro furgonetas en las que llevaban su colosal equipaje.
El jeque resultó ser un hombre viejo, de cuerpo encorvado y cara de pocos amigos. Iba vestido al estilo de su tierra, turbante incluido. Recorrió la distancia que lo separaba de la entrada del hotel acompañado de sus dos secretarios y cuatro gigantescos guardaespaldas, que mantenían una mano metida dentro de sus americanas a la altura del sobaco y examinaban con ojos de halcón a todos los presentes.
Saludaron los secretarios al director del hotel y le exigieron les acompañase a la suite donde debía alojarse el egregio personaje por si tenían que realizar en ella algunos cambios. Todo estaba como le había sido requerido por teléfono y vídeoconferencia. Tras comprobarlo le dijeron al principal responsable del establecimiento, que podía marcharse.
Una vez acomodado Orum el-Mofa, uno de sus secretarios se quedó con él y el otro bajó al vestíbulo para distribuir el resto de las habitaciones entre los demás acólitos del jeque, que esperaban allí, un total de treinta personas, la mitad de ellas mujeres jóvenes y bellas —a juzgar por sus ojos, única parte del rostro que permitían ver los velos que llevaban puestos—.
Para los empleados masculinos del hotel, ellas fueron la máxima atracción, pues el misterio que las envolvía aumentaba su poderoso atractivo.
Por estricta orden del monarca, durante su estancia, las personas que le atendieran a él y a sus acompañantes serían siempre mujeres y, aquellas que acudirían a su habitación serían previamente cacheadas por sus hombres de seguridad.
Orum el-Mofa había sufrido dos atentados por parte un grupo de enemigos políticos, atentados de los que afortunadamente salió indemne, y tomaban las máximas precauciones para no sufrir un tercer intento de magnicidio.
Una de las primeras mujeres que fue encargada de llevar el almuerzo al monarca —almuerzo que había sido preparado por su propio cocinero, pues en nadie más confiaba este importante personaje— fue Isidora Argona, empleada joven y bastante atractiva.
Cuando ella llegó con el carrito especial en el que traía el almuerzo del jeque, el gorila de casi dos metros de estatura que vigilaba delante de la puerta del monarca le ordenó lo soltara un momento. Ella obedeció y el musculoso guardaespaldas recorrió todo su cuerpo con sus manazas, esbozó una sonrisa de sátiro y mirándola con ojos lujuriosos dijo:
—Tú a mí gustar mucho, esclava.
—Pues tú a mí no gustar nada. Eres demasiado grande y feo —replicó ella con marcado desdén.
El bruto soltó una carcajada divertida. A continuación llamó con los nudillos a la puerta y fue autorizado para entrar. Lo primero que Isidora vio una vez abierta aquella puerta fue una figura de mujer junto al ventanal. Tenía levantado un extremo de la cortina echada y estaba observando a las personas que se hallaban alrededor de las piscinas.
La camarera tosió discretamente para llamar su atención. La joven que se hallaba junto a la ventana, se sobresaltó y volvió su cara hacia ella. La desconocida llevaba puesto un velo, dejando al descubierto únicamente sus ojos. Unos ojos grandes, almendrados, de un intenso color azul y rodeados de unas pestañas espesas e increíblemente largas.
Isidora quedó maravillada. Jamás había visto ojos tan bellos como los de aquella extranjera. Quiso decir algo, pero la emoción le ahogó la voz. La que sí pudo hacer uso de su dulce y armoniosa voz fue la chica árabe:
—Gracias. Puede retirarse. Yo le llevaré el almuerzo a mi señor.
—¡Qué bien habla usted mi idioma! —dijo la empleada del hotel, recobrando el habla.
—Lo aprendí de mis padres. Soy de Tetuán. Allí hay mucha gente que habla español.
—Que bien. ¿Cómo se llama usted?
—Fátima —informó la tetuaní, después de pasar por un momento de duda.
Isidora le dijo su nombre. La emoción recorría en forma de placenteros temblores su esbelto cuerpo enfundado en un uniforme celeste. Durante unos segundos ambas mujeres guardaron silencio, limitándose a mirarse a los ojos, profundamente turbadas, sin atreverse a dar sonido alguno a sus exaltados pensamientos. Un repentino impulso hizo reaccionar a la joven árabe. Se dirigió al pequeño escritorio cercano a la ventana, y de su bolso que se encontraba encima del mueble sacó dinero y se lo ofreció a la camarera.
Isidora no alargó la mano. Esbozó una embelesada sonrisa y dijo:
—No, gracias. Si quieres regalarme algo, que puede hacerme inmensamente feliz, permíteme ver tu hermoso rostro.
Fátima se sobresaltó. La sorpresa que acababa de provocarle esta inesperada petición agrandó sus hermosos ojos. ¡Qué atrevimiento el de la infiel que parada en mitad de la estancia la miraba suplicante, adorándola con la mirada!
En aquel momento se escuchó un ruido de cisterna vaciándose. Provenía del cuarto de baño. Con voz que delataba gran temor, la favorita del jeque pidió, apremiante, a la camarera:
—¡Vete rápido! ¡Mi amo va a venir!
Isidora comprendiendo que ella tenía miedo del viejo soberano, que era quien debía estar en el servicio, se dirigió presurosa hacia la puerta. Pero antes de abrirla giró la cabeza y dijo algo que hasta a ella misma la impresionó:
—Jamás te olvidaré.
Ya había Isidora cerrado la puerta cuando apareció en la salita Orum el-Mofa.
El azar, tan imprevisible como el destino, permitió que se produjera un nuevo encuentro entre Isidora y Fátima. Fue durante la cena, que la camarera trajo a la habitación que le mandó la gobernanta de pisos, y que resultó ser la habitación que ocupaba la joven favorita del jeque Orum el-Mofa, cuando él prescindía de su compañía.
Ambas jóvenes se miraron sorprendidas primero, y complacidas a continuación. Sin aparente intención por parte de ninguna de ellas dos, un lazo poderoso, invencible, viajó por el aire y las unió con una misteriosa e irrompible atadura.
—Por favor, ¿puedo ver ahora tu rostro? —hizo Isidora la misma petición que el día anterior.
—¿Y si te decepciono? —con más temor que rechazo, Fátima.
—Imposible. Para mi corazón eres ya la chica más hermosa de este mundo.
La predilecta del monarca árabe no se resistió más a la anhelante demanda de esta joven de otra raza, que la estaba adorando con su mirada. Y lentamente se fue desprendiendo del velo hasta dejarlo colgando del lado derecho de su rostro. Un rostro tan extraordinariamente bello que Isidora sintió, contemplándolo, total embeleso.
—¡Oh, oh…! —logró balbucir mostrando una admiración extraordinaria.
Fátima la observaba, conmovida. Nunca antes la había mirado nadie así. Por lo general las mujeres le dirigían miradas de celos o de envidia, y los hombres de sucio deseo. Surgió en Fátima un impulso de reciprocidad:
—Siéntate. Hablaremos un poco. ¿Quieres compartir conmigo la comida que me has traído?
—Gracias, pero ya comí. Sólo necesito que me permitas durante un ratito adorarte, diosa de mi corazón —emocionada Isidora.
Y a continuación tomó asiento en la silla libre colocada al otro lado de la mesa, quedando ellas dos frente a frente. Antes de comenzar a almorzar los filetes de lenguado a las finas hierbas que tenía el plato al que había quitado el cubre de metal, pidió la chica tetuaní:
—Cuéntame cosas de ti.
Encantada con esta muestra de confianza, Isidora contó que tenía padre, madre y dos hermanos varones. Eran una familia muy unida y se querían. Le habría gustado estudiar una carrera; pero no se lo permitió su modesta situación económica. Llevaba cuatro años trabajando como camarera en el hotel Sargazos y, aunque no le apasionaba este trabajo, tampoco la disgustaba y le permitía ganar un sueldo que le daba para vivir sin lujos, pero también sin penurias e incluso ahorrar un poco todos los meses. No había tenido novio, ni pensaba tenerlo de momento.
—La mayoría de los hombres se casan con nosotras para poder subyugarnos y dominarnos toda la vida empleándonos como sirvientas con las las que, además, tener sexo gratis —juzgó—. Y yo soy demasiado rebelde e independiente para someterme a semejante esclavitud.
—Te comprendo. Yo no he conocido, desde que mis padres me vendieron al jeque Orum el-Mofa, nada más que crueldad, asco y, también esclavitud. Los hombres de mi país han creado un mundo a su conveniencia y capricho. Y a las mujeres sólo nos quieren para que les procuremos comodidad y placer. Nos tienen en tan poca consideración, que muchos ni reconocen que tenemos alma.
La profunda amargura con que habló la hermosa africana encendió de coraje las entrañas de la impulsiva y sublevada camarera.
—¡Hombres despreciables! ¿Cómo pueden exigirnos, con lo mal que nos tratan, que les respetemos y les amemos?
Fátima sonrió por primera vez. Una sonrisa triste que añadió mayor encanto a su sofocado rostro. Y fue ahora ella quien se puso a hablar de la pobre casita donde vivía en compañía de sus padres y tres hermanos algo mayores que ella. De sus juegos primero y de sus trabajos de alfarería después, artesanía de la que vivían todos ellos. Luego su padre enfermó y la ruina cayó sobre su familia. Un día vino a su casa un hombre mayor, muy bien vestido. Este hombre habló con sus padres, y un rato más tarde ellos le comunicaron que aquel desconocido la había comprado para llevarla a vivir al palacio de un jeque riquísimo a quien debía respetar y obedecer en todo, pues de lo contrario su vida correría peligro. <<Obedece y doblégate a cuanto te pida ese soberano tan poderoso y vivirás como una reina>>, fue lo último que le recomendó su madre derramando ríos de lágrimas.
—Y desde entonces pertenezco al harén de mi dueño. Allí me paso el día cuidando de mi persona, arreglándome por si el jeque tiene capricho de mí, lo cual puede tardar varios días en suceder. Somos tantas las mujeres que le pertenecemos. De vez en cuando, sobornamos a alguno de los eunucos que nos vigilan y éste nos permite subir a la terraza que hay encima de nuestras habitaciones y contemplar la salida o la puesta del sol. Cierto es que puedo regalar mi paladar y adornar mi cuerpo con ropas preciosas y joyas bonitas, pero no tengo lo que más ansío en el mundo: mi libertad. Y muero de tristeza, igual que un pájaro preso en lujosas jaulas.
Los magníficos ojos azules de Fátima resaltaban todavía más con el brillo de las lágrimas que los anegaban. Obedeciendo a un sentimiento de profunda ternura, Isidora aprisionó entre las suyas las preciosas manos de la prisionera y llevándoselas a los labios las cubrió de amorosos besos.
—Yo te ayudaré a ser libre. Te lo prometo —afirmó dispuesta a todo por ella.
—¡Márchate rápido, mi buena Isidora!
Los aguzados oídos de Fátima acababan de escuchar un ruido proveniente de la puerta de la habitación. Isidora abandonó enseguida su silla. En su precipitación tumbó el vaso que contenía zumo. La puerta acababa de abrirse y por ella entró la vieja que atendía en sus cosas íntimas a las concubinas del monarca Orum el-Mofa.
—¡Limpie eso! —ordenó Fátima a la camarera, levantando la voz y fingiendo una actitud despótica.
Isidora, comprendiendo que trataba de engañar a la recién llegada, Limpió con una servilleta el líquido derramado y acto seguido se retiró pidiendo disculpas por su torpeza.
Cuando Isidora regresó una hora más tarde para recoger el carro de servicio, Fátima se hallaba sola de nuevo. Le sonrió y pidió perdón por la actitud ofensiva que había adoptado para engañar a la bruja que las castigaba al menor gesto de indisciplina o desobediencia.
—Tendrás que irte enseguida. Ella no tardará en volver. ¿Quieres que mañana veamos juntas la salida del sol escondidas detrás de las cortinas?
—Nada de este mundo me hará más feliz que estar unos momentos junto a ti —ebria de contento la camarera.
Aquella noche Isidora durmió poco y mal debido a la excitación que se había adueñado de ella. Su pensamiento lo ocupó todo el tiempo la hermosa favorita del jeque Orum el-Mofa. La posibilidad de poder estar con ella durante un rato la hacía inmensamente feliz. No albergaba la mínima duda de que se había enamorado locamente de la joven árabe, con el amor total, infinito y arrollador, que ella esperaba encontrar desde que tuvo conocimiento de que sus sentimientos no eran los que la mayor parte de la sociedad considera prácticamente obligatorios.
Era su día libre y, por lo tanto, Isidora no tenía ningún servicio de trbajo que cumplir. En su intento de pasar desapercibida aparcó su coche dos manzanas antes de llegar al establecimiento hotelero. Se había vestido de camarera para no llamar la atención si algún empleado advertía su presencia. Conocía muy bien el hotel y cómo funcionaba. Aún no había amanecido cuando se presentó allí. La mayoría de sus compañeras aún no habría llegado, y las más madrugadoras estaban ya desayunando.
Avanzó por el jardín. Los empleados de la piscina estaban colocando las hamacas. Ninguno se fijó en ella. Ganó la escalera de servicio y subió por ella hasta la quinta planta. Comprobó que no había nadie a lo largo del pasillo y se dirigió al cuarto de Fátima. Temió que el suave golpeteo de sus nudillos, debido al silencio reinante, pudiera llegar a oídos peligrosos.
Pero la joven árabe había pensado en lo mismo que ella, y la puerta la había dejado solo entornada. A Isidora le bastó un simple empujoncito para abrirla. Una vez dentro de la estancia la cerró. Todas las precauciones eran pocas. Sus ojos no tardaron en acostumbrarse a la semioscuridad que la rodeaba y entonces descubrió a Fátima sentada al borde de la cara observándola, risueña.
—Que bien. Has venido —dijo en un susurro.
—Me has oído llegar —adivinó la camarera.
—Puedo percibir el tenue ruido que hace una pluma al posarse sobre el suelo. El oído es quizás el sentido que más ejercitamos en el harén.
Las dos daban muestras de nerviosismo y excitación.
—He pensado todo el tiempo en ti —confesó, con timidez, Fátima.
—También yo te he tenido todo el tiempo presente en mi pensamiento. Eres tan adorable, tan hermosa.
—También tú eres muy hermosa —tímida a su vez la joven esclava.
Estaban frente a frente, recorriéndose con la mirada, gozando plenamente la visión de la otra. Fátima se había puesto de pie. Eran casi de la misma estatura. Se embriagaron mutuamente con el perfume que desprendían sus ardorosos cuerpos. Sus bocas estaban tan cerca que podían sentir el cálido, fragante aliento de su respiración.
No necesitaron decirse nada. Sus bocas se buscaron. Sus labios se unieron en un beso dulce, apasionado, largo… Y Fátima sintió un placer desconocido hasta entonces, pues con los besos del jeque únicamente había experimentado repulsión por lo mal que le olían la boca y la barba.
Isidora, con manos temblorosas de emoción y deseo, comenzó a recorrer el cuerpo escultural de la joven tetuaní, que exclamó separando un instante su boca:
—Oh, ¡qué placer tan maravilloso estoy sintiendo! Sigamos, sigamos, amor de mi corazón. Tus caricias me enloquecen
No presenciaron la salida del sol. Tenían algo mucho mejor para gozarlo con todos sus sentidos. Sus jóvenes y hermosos cuerpos enfebrecidos, sedientos de caricias se fueron librando de las ropas que obstaculizaban la libertad de sus movimientos. Quedaron desnudas y admiradas con los encantos que cada una veía en la otra. Con bocas y manos ávidas se besaron y acariciaron con desenfrenada pasión. Y culminaron su encuentro amoroso con una explosión de placer que las dejó rendidas y felices como jamás lo habían estado antes.
Cuando finalmente el cansancio las venció, se habían declarado varias veces el inmenso amor que se profesaban. La imposibilidad ya de seguir viviendo lejos la una de la otra, les animó a elaborar un plan que les permitiera poder continuar juntas el resto de sus vidas.
—Hoy mismo, aprovechando la oscuridad de la noche, te ayudaré a salir del hotel, te esconderé en mi casa, y allí estarás segura. No te encontrará nadie. Luego ya veré de conseguirte papeles para ti y viviremos siempre juntas y dichosas.
Fátima, aunque estaba aterrada, se avino a secundarla.
—Tendré que permanecer oculta algún tiempo. El jeque considerará mi huida una ofensa personal y ofrecerá, a quien descubra mi paradero, una abultada recompensa. Mi vida correrá peligro y la tuya también. Él me considera propiedad suya. No nos perdonará que amigos y conocidos suyos, por nuestra causa, se burlen de él. Pero tú estás dispuesta a correr este gran riesgo, y yo también lo estoy. Mi existencia valía muy poco antes de conocerte, maravillosa Isidora, y valdría todavía menos si no pudiese tenerte conmigo nunca más.
—Decidido pues, mi adorada Fátima. A las dos de la madrugada vendré a por ti. A esa hora el bar ya ha cerrado y la casi totalidad de los clientes se habrán retirado a sus habitaciones. Traeré un uniforme de camarera para ti y así no llamaremos la atención, si por casualidad nos ve alguien. Huiremos por la escalera de servicio y por el jardín. Ningún empleado del hotel nos verá. Todos, terminazdo su turno de trabajo se habrán ido a su casa. Solo estará de servivio el conserje de noche, que permanece todo el tiempo detrás del mostrador.
—De acuerdo. Y ahora vete. Ya hace rato que se hio de día, y puede venir alguien a mi habitación.
Se dieron un ardiente, interminable beso de despedida.
—Antes quisiera morir que dejar de amarte.
—Viviremos y seremos felices hasta que alcancemos la edad de Matusalén —optimista Isidora.
Al salir del cuarto de Fátima, Isidora casi se tropezó con la vieja vigilante de las concubinas del jeque. Un estremecimiento recorrió su cuerpo al encontrarse con la fría, siniestra y maligna mirada de aquella mujer. No se dijeron nada. Isidora cogió el ascensor sin atreverse a volver la cabeza. Le parecía sentir sobre ella, como si se tratara de algo viscoso, los malvados ojos de aquella arpía vestida toda de negro.
* * *
A las dos de la madrugada, uno de los clientes del hotel Sargazos que se hospedaba en la primera planta fue despertado por el ruido que hizo algo pesado al chocar con el suelo de la calle. Queriendo saber qué podía haber sido aquello, abrió la puerta acristalada del balcón, miró hacia abajo y descubrió gracias a la luz que le procuraba una farola cercana, un cuerpo humano tendido sobre el enlosado. Pertenecía a una mujer y en torno a su cabeza abierta se estaba formando un gran charco de sangre.
Comprendió entonces que el ruido por él escuchado, provenía de su caída desde cierta altura. Cuando pudo reponerse del horror causado por esta impresionante visión, avisó por teléfono a la recepción.
El conserje de noche acudió rápidamente, reconoció a la joven vestida de camarera, comprobó que estaba muerta, la tapó con una manta y acto seguido llamó al director de la empresa que, acto seguido llamó a la policía. A las tres menos cuarto de la madrugada, después de un breve examen del cadáver, el juez autorizó a la ambulancia que habían llamado se lo llevara a la morgue.
El inspector al que encargaron que investigara aquella muerte, interrogó al conserje de noche, al director del establecimiento y demás empleados que se encontraban presentes. Ninguno pudo aportar conocimiento alguno de que la joven camarera pudiera tener motivos para suicidarse tirándose desde lo más alto del edificio, ni de que se hallara en el establecimiento a aquellas horas, pues no se encontraba de servicio.
—Cada persona es un mundo —consideró el representante de la ley, pensando que aquel caso podía muy bien quedar cerrado allí.
Mohamed, el jefe de los guardaespaldas del jeque Orum el-Mofa se hallaba reunido con este egregio personaje en la suite ocupaba por él. La indignación del monarca le acentuaba la oscuridad del rostro y las profundas arrugas que lo cubrían, al tiempo que enronquecía su voz transmitiéndole su nueva orden:
—Vas a coger a Fátima y te la vas a llevar a mi reino donde la mantendrás vigilada para que no pueda escapar. También quiero que afiles bien la cimitarra que mi padre, el gran Saladino, usaba para castigar a quienes le desobedecían y le traicionaban.
—Serás complacido en todo, mi amo.
—Puedes retirarte, Mohamed.
Se marchó el sicario. Al quedarse sólo, el monarca árabe encajó las mandíbulas, cerró los puños con fuerza y soltó el rugido de ira que le reventaba el pecho. Así demostró el dolor que le causaba verse obligado a quedarse sin la más bella de todas sus mujeres.
(Copyright Andrés Fornells)