IZQUIERDA, DERECHA Y CENTRO (RELATO)

IZQUIERDA, DERECHA Y CENTRO (RELATO)

IZQUIERDA, DERECHA Y CENTRO

(Copyright Andrés Fornells)

       Florencita Hernández, que recientemente había cumplido dieciocho años, aterrada, con los ojos arrasados en llanto y el corazón cañoneándole escandalosamente, una mañana mientras ella y Florencia, su severa madre, desgranaban guisante para la comida del almuerzo, le confesó, temblando de miedo su lozano cuerpo entero, que estaba embarazada.

         —¿¡Pero qué has hecho insensata, calentorra, mala hija?! ¡Has mancillado tu honor y el honor de toda tu familia! —alterada al máximo la señora Florencia, enrojecida por la ira su cara frescachona, elevando las manos con ganas de estrellarlas en el rostro sofocado de su hija—. ¡Todos van a llevarnos de boca en boca y sufriremos, por tu culpa, terrible escarnio y desprecio! ¡Nosotros que desde muchas generaciones atrás, casi desde Adán y Eva, hemos sido un ejemplo de dignidad y honradez para el mundo entero!  

         Cuando cesó de romper sollozos su garganta, la aterrada muchacha balbuceó:

          —Me violaron, mamá… Me violaron…

         A partir de esta revelación suya la actitud de su progenitora cambió radicalmente. Su hija no había pecado, de su hija habían abusado alevosamente, que era algo muy diferente.

          —¡Pobre hija mía! Yo ya me lo venía temiendo —fatalista—. Lo venía temiendo desde que empezaste a desarrollarte tan hermosa. Me temía que algún canalla lujurioso fuera a estropearte antes de que pudieras contraer cristiano y santo matrimonio. ¿Quién ha sido el criminal que te ha deshonrado, hija? ¿Quién? ¡Dímelo inmediatamente! —le exigió, inquisidora, atravesándola como si se hubieran convertido en dagas afiladas sus negros ojos.  

         Florencita que para entonces había mojado con su llanto dos pañuelos y el bonito tapete de hilo de la mesa del comedor junto a la que se hallaban, se mordió los labios, bajó la vista para que su madre no pudiera leer en sus ojos que ella no era inmaculadamente inocente de lo que había ocurrido un abusivo número de veces en un continuado trasiego voluptuoso en el que ella había puesto todo su entusiasmo y gozo, y señaló en un débil suspiro que captó la extraordinaria agudeza auditiva que poseía su madre:

        —Juanito Areiza…

          Inmediatamente, la furia materna estalló de nuevo, esta vez dirigida contra el hijo del médico don Claudio Areiza, que había dejado de ejercer la medicina al convertirse en alcalde del pueblo:

         —¡Ah, tenía que ser ese vil disoluto el que atentase contra la honra de nuestra familia! ¡Se arrepentirá toda su vida ese cerdo! Hija, cuéntamelo todo sin omitir detalle.

         Florencita era inocente a medias, secretamente fogosa, pero no tonta, ni tampoco una mártir vocacional, así que entre un hipido y otro hipido, contó a la autora de sus días lo más conveniente para ella. Y lo más conveniente fue que mientras su padre estaba en el bar jugando al tute con los amigos y ella, su madre, se encontraba en la iglesia con las Hermanas del Perpetuo Socorro rezando una novena a Santa Rita de Cascia, patrona de los imposibles, Juanito Areiza, apasionado estudiante de biología, la había cogido en el portal cuando ella volvía de comprar el pan para la cena, y allí en lo oscuro, sin hacer caso de sus enérgicas protestas y su desesperada defensa, él fue tocando partes de su cuerpo virginal que nadie, incluida ella misma había tocado jamás. Y no contento con ello, Juanito Areiza empezó a tirar de su prenda más íntima y ella, para que no se la rompiera, dejó un instante de forcejear permitiendo que se la quitara. Entonces él, cuando la tuvo agotada, sin fuerzas, indefensa, colocó entre sus piernas una cosa que ella nunca había visto antes y le dijo que la tocara para familiarizarse con ella pues se proponía entregársela inmediatamente, quisiera o no.

Y Florecita, que siempre ha sido muy curiosa, cerró sus manos alrededor de aquella cosa extraña, alargada, encontrándola caliente, muy dura y palpitante como si tuviera un corazoncito dentro. Y acobardada por su violencia, cuando él la ordenó que se abriera bien de piernas, eso fue lo hizo. Y muy pronto descubrió que había cometido con ello un enorme y terrible error, porque Juanito Areiza la agredió con aquella especie de feroz ariete suyo que penetrando dentro de su virginal, estrechísima propiedad, la hizo mucho, mucho daño.

Ella gritó de dolor al sentir heridas sus carnes, pero nadie acudió en su ayuda. Porque la astucia y la inocencia no encuentran dificultad cuando deciden caminar juntas, Florencita guardó para ella que a continuación de aquel horroroso sufrimiento, el apuesto joven que se lo había causado siguió hurgando en la herida hasta conseguir que finalmente ella la olvidase y sintiera unas oleadas tan deliciosas, tan grandes, tan violentas que durante algunos momentos creyó estar muriendo del placer tan inmenso que le causaron.

Cuando este placer remitió y se le despertó de nuevo el dolor, ella le preguntó a Juanito Araiza por qué le había causado aquel daño, y él lo justificó respondiendo que se lo había causado porque la amaba. “Lo que te he hecho es magia, una magia que muchas chicas quieren que yo les haga y que les he negado para ofrecértela a ti”.

Florencita también calló que siempre que Juanito se lo pedía, en el pajar que había en la gran finca que tenían los padres de él, practicaban aquella extraña unión íntima que ya no le causaba dolor, sino que la procuraba un placer cada vez mayor.

          Conociendo únicamente la parte en que su cándida e indefensa hija sufrió el daño de la desfloración, la señora Florencia desmedidamente furiosa, anunció justiciera:

      —A ese brutal violador tuyo conseguiré que lo ahorquen, ya lo verás. ¡Vaya que sí!

      —¡Ay, no, mamá! Que lo ahorquen no —horrorizada la jovencita—. Juanito me explicó que al hacerme esa cosa lo guiaba la buena intención de darme a conocer un placer que yo desconocía.

        Su tímida defensa fue interpretada erróneamente por su madre:

        —¡Ay, criatura bondadosa, empeñada en practicar el principio cristiano del perdón! Pero tus padres estamos obligados a hacer que prevalezca la justicia. Ve a tu cuarto y quédate allí hasta que papá y yo te digamos. ¡Vamos, pobrecita mía! —compasiva—. Y reza por si Dios, en algunas cosas, considera también culpables a los inocentes.

         —Sí mamaíta —muy blanda, aunque presa del pánico que le causaba las amenazas de su madre con respecto a Juanito Areiza que ella amaba con toda su alma, por guapo y apasionado, y el gozo que le procuraba cada vez que unían sus “secretitos”.

         La señora Florencia dio, en el patio de su casa, varios paseos de león enjaulado, despotricando de mala manera contra Juanito Areiza, el canalla que le había estropeado a su hija de un modo bárbaro e irreversible, pues en un pueblo tan cristiano y decente como Torrequemada una mancha como la que acababa de recibir Florencita no existía ya posibilidad de quitarla, pero sí de vengarla y en eso podrían sus padres todo su empeño. Metida de lleno en su papel de madre de una hija vilmente ultrajada, Florencia salió andando hacia el campo donde su marido se hallaba recogiendo la pequeña cosecha de alubias que les mantendría abastecidos durante varias semanas.

        —¿Tú aquí? —se sorprendió su marido al verla, pues ella raramente quería saber nada del que habían acordado era trabajo exclusivo de él.

        —Yo aquí —mostrando su rostro la gravedad que lo acontecido requería—. Marido prepárate para llevarte un enorme disgusto; nos ha ocurrido la peor de todas las desgracias que podía ocurrirnos. Deja un momento a las alubias en paz, toma asiento y escúchame sin perder la serenidad pues necesitarás tener la mente clara para tomar la decisión adecuada frente a la ruina que ha llegado a nuestras vidas.

          Sócrates que estaba todo sudoroso y maloliente, frunció la frente en un gesto de preocupación que le unió del todo las hirsutas cejas, reposó sus posaderas en un mojón que señalaba la linde del terreno suyo, mientras su mujer acomodaba su culo gordo en el suelo y cruzaba sus ajamonadas piernas.

        —Suelta ya la desgracia que me traes, mujer —él a su cónyuge que, después de algo menos de diecinueve años de matrimonio forzado por un embarazo inoportuno, la trataba con poca pamplina.

       Ella, empezando a llorar a caño libre, le contó entre sollozos e hipidos el estropicio que había sufrido la hija de sus entrañas y del, en mala hora, descontrolado esperma de él.

        Sócrates reaccionó como correspondía a un padre estricto y católico en el pueblo de Torrequemada. Soltó un alarido de rabia, dio un salto en el aire, tiró su gorra al suelo, la pisoteó furiosamente varias imaginando que ella era el violador de su hija y juró por los cuatro puntales que sostenían el firmamento que la venganza que iba a tomar sería terrible y extremadamente ejemplar.

        Florencia, que jamás lo había visto tan colérico y desquiciado, trató de calmarlo y aconsejarle lo que ella entendía qué les convenía más.

        —Marido, nada de tomarte la justicia por tu mano porque acabarías en la cárcel y eso significaría nuestra ruina. Serénate y escucha lo que he estado pensando.

        Él dio algunos manotazos en el aire, escupió varias veces, dejó escapar una prolongada ventosidad causada por la descomposición que lo ocurrido había producido en su organismo, y escuchó lo que su esposa consideraba lo más apropiado en aquel desdichado asunto.

          El pueblo de Torrequemada, a pesar de lo pequeño que era (pues sobrepasaba por muy poco la cifra de quinientos habitantes), estaba muy bien surtido en representación política, pues contaba con un partido de izquierdas (cuyo presidente era justamente Sócrates), otro partido que era de derechas y un tercer partido que era de centro. Y entre los tres partidos existía una desconcertante similitud, la de ser católicos practicantes y acudir a la misma misa dominical.

        Aquella noche, los padres de la muchacha cuya flor virginal había estropeado el hijo del alcalde, organizaron una asamblea urgente en el pequeño local donde tenían su sede, y allí, delante de sus seguidores, Sócrates, muy exaltado, denunció el imperdonable atropello que había sufrido la inocencia de su hija, y quien era el autor de ese atropello.

          Victoriano Paredes, su vicepresidente, que tenía merecida fama de ser notablemente extremista, expuso alzando al máximo el vozarrón que poseía:

        —A mi modo de ver, para ese canalla solo existen dos posibles salidas: casarse con la mancillada hija del camarada Sócrates o que lo capemos.

         —¡Que menos! —se alzaron varias voces justicieras.

         —Pues pongámoslo a votación —propuso Victoriano.

         Florencia considerando el castigo exagerado, ofreció una alternativa al enfurecido grupo:

         —Castrarlo no porque podría morir de la hemorragia. Podemos quitarle el testículo derecho que es siempre el causante de los embarazos no deseados—lo dijo tan convencida, que todos los presentes que nada sabían sobre el principio procreador, lo dieron por bueno.

           Sócrates, al que de vez en cuando le daba por capturar alguna que otra idea democrática, se fue a ver Torcuato Pelilla el presidente del grupo político de derechas. Este era alfarero y lo encontró dando forma a una cazuela arrocera. Torcuato detuvo el torno para escuchar el asunto que le traía su rival político y queriendo que el partido que representaba no tuviera menos protagonismo que el de su visitante, propuso:

          —Le extirparemos también el testículo izquierdo, pues yo tengo por cierto que son los bichitos que almacenan ambos testículos los que preñan a las mujeres.

          —No nos vamos a pelear por una pequeñez como esa. Se le deja sin huevos al hijo del alcalde, y aquí paz y después gloria.

          —Oye, para demostrar lo democráticos que somos, deberíamos comunicarle nuestra decisión a Justina  Rosca, la presidente del partido de centro.

          —Estoy de acuerdo contigo, pero solo por esta vez, no vayas a acostumbrarte a ello porque estarías muy equivocado.

           —No me acostumbro. Vamos rápido, que luego tengo que ir a casa a echarles de comer a mis ovejas.

           Torcuato se quitó el delantal manchado de barro, se lavó las manos en el fregadero y ambos hombres se encaminaron a la carnicería que poseía Justina, además del matadero que atendía su insignificante marido. La saludaron, esperaron que despachara a dos clientas y luego le dijeron que venían en misión oficial. Ella los hizo pasar a la trastienda. Una vez allí la pusieron al corriente de los hechos, que Sócrates explicó, pasando vergüenza y turbación.

         Después de haberle escuchado, con gesto huraño Justina impuso su criterio:

         —De que una mujer quede embarazada tan culpables son los testículos como el pito, pues él suelta finalmente dentro del receptáculo femenino el zumo engendrador.

          Sócrates y Victoriano se miraron y asintieron con la cabeza. Y reconocieron los tres que éste era el primer acuerdo unánime habido entre ellos tres.

        —Bien. Le daremos la oportunidad de que repare su terrible ofensa casándose con la perjudicada hija del camarada Sócrates, y si rechaza esta propuesta lo emasculamos y habremos hecho justicia evitando con ello que niñato violador pueda violar más mujeres inocentes.

          Esta drástica y por algunos silenciosos con escrúpulos considerada medida extremadamente cruel, decidieron mantenerla secreta, no la comunicaron al alcalde que se confesaba apolítico, y éste no pudo avisar a su hijo que estudiaba en la universidad de la capital. A otro de los importantes personajes del pueblo, el cura don Bonifacio también lo mantuvieron en la ignorancia porque tenían por seguro que se iba de la lengua hasta en los casos sagrados de la confesión. Así que Juanito Areiza el viernes por la tarde emprendió el regreso a su pueblo con muchas ganas de gozar a Florencita en el pajar y después presentarse en su casa para que el servicio le lavara la ropa sucia de toda la semana y comer bien, pues en su casa contaban con una excelente cocinera.

         —El viernes lo llevaremos directamente al matadero al destrozador de tu doncellez lo dejaremos que no podrá repetir esa canallada con ninguna otra chica del pueblo —le comunicó su justiciera madre.

        —¿Pues qué le harán? —sin poder apenas disimular la jovencita la alarma que la noticia le había causado.

        —Le cortaremos lo que tiene de hombre.

       La muchacha lanzó un grito de horror, salió corriendo hacia su cuarto donde se encerró y de bruces tirada encima de la cama estuvo llorando durante horas.

         El viernes Florencita, mucho más temprano de la hora en que debía encontrarse con su amado echó a caminar carretera adelante con la intención de salirle al paso a Juanita Areiza y avisarle de la castración que planeaban realizarle, pues le quería tanto que estaba dispuesta a pasar por la vergüenza y por todas las dificultades que se les presentan a las madres solteras en las comunidades represivas, con tal de salvarle la vida.

         Juanito Areiza conducía su pequeño utilitario en dirección a su pueblo cantando a toda voz. Se sentía feliz porque en su último examen, a pesar de lo poco que había estudiado le sonrió la  suerte y sacó buenas notas. Y contribuían también a su positivo estado de ánimo pensar en los varios encuentros secretos que mantendría con la fogosa Florencita.

          De pronto, a pocos kilómetros para llegar al Torrequemada la vio avanzando por la cuneta. Una sonrisa cínica, engreída, apareció en su atractivo rostro. <<Esa bobita, son tantas las ganas que tiene de que yo la dé placer que ha venido a buscarme en vez de esperar en el sitio donde tenemos acordado. Soy tan guapo y seductor que vuelvo locas a las mujeres>>.

         Iba a detener su coche cuando descubrió viniendo hacia él un coche destartalado. Lo reconoció al instante, pertenecía al padre de Florencita, el principal enemigo político que su padre había tenido en las pasadas elecciones. Florencita, que reconoció el vehículo antes que él, tuvo tiempo de ocultarse detrás de unos altos y tupidos arbustos. Sócrates dándole fuerte al claxon le indicó por señas, a Juanito Areiza, que aparcara junto a la cuneta. Pensando el joven en que debía haber alguna razón de mucho peso para la exigencia del presidente del partido de izquierdas, nervioso perdido detuvo su automóvil. Sócrates realizó un giro en mitad de la carretera y se situó detrás de su coche del joven.

         La inquietud del hijo del alcalde aumentó al ver que a Sócrates lo acompañaban Salvador y Justina, presidentes respetivos del partido de derechas y del partido de centro.

         —¿Ocurre algo malo? —intrigado y nervioso.

         —Sí ocurre —el presidente del grupo de izquierda adelantados a los demás que iban con él—. Ocurre que te vamos a proponer dos cosas en este mismo momento: casarte con mi hija Florencita, a la que deshonraste canallescamente, o ser capado por nosotros en el matadero de la señora Justina que ha dejado bien afilados sus cuchillos por si tenemos que decidir tu castración.

          Florencita que había escuchado todo esto se mantuvo escondida, con el corazón desbocado, esperando ansiosa la respuesta del mozo que amaba con toda su alma.

         —¿Mi padre sabe esto? —con un hilo de voz, aterrado, el mozo.

         —Tu padre no pinta nada en esto. Es la mayoría de los ciudadanos representados por nosotros tres, quienes te ofrecemos escoger una cosa o la otra. Decídete ya. ¡Rápido! Que si tú no tienes nada de que ocuparte, nosotros si tenemos —le apremió la señora Justina pensando en el asombro que causaría a sus nietos cuando les contase lo que ella le había hecho a un violador.

          —¿Y no existe ninguna otra alternativa más? —el condenado agarrándose a una última esperanza, pues de tener que casarse, él en ningún momento lo había contemplado, ya que con Florencita y con otras chicas que habían sucumbido a sus encantes y artes seductoras no lo guiaba otra finalidad que divertirse y gozar.

         —¿Y si me niego…? Los ciudadanos tenemos nuestros derechos…

         —Tú los perdiste todos al violar salvajemente a esa muchacha —despiadada también la sádica señora Justina, que solía sonreír feliz al degollar cerdos y otros animales.

         —No fue salvajemente. Ella, Florencita, consintió…

         Seguramente su intención era añadir algo más a la frase, pero no se lo permitió terminarla el terrible bofetón que le arreó el furibundo Sócrates, acción violenta que le dejó al seductor de su hija varias muelas bailando.  

        —Vuelve a insultar a mi niña y te arreo otro más fuerte —amenazó el padre ultrajado arremangándose significativamente la manga derecha de su raída camisa a cuadros.

         —Está bien, si no queda más remedio me casaré —se rindió el acobardado joven.

         Escuchar esto y aparecer Florencita en escena fue inmediato.

         —Por favor, por favor no le corten nada a mi futuro marido, que además del que ya viene en camino, nosotros dos queremos tener más hijos.

         —¿Lo perdonas después del destrozo que te ha hecho, muchacha generosa? —preguntaron varis voces mirándola con benevolencia cristiana.

         —Si se casa conmigo, claro que le perdono. Al final lo que rompió, con una boda lo reparará. 

         —Pues vamos a hablar con su padre. Tira para el pueblo, Juanito, que nosotros venimos detrás de ti. Y nada de tonterías, ¿eh? El matadero sigue en el mismo sitio y mis cuchillos también —le advirtió carnicera.

         —¿Puedo yo subirme en su coche? —tan ilusionada la muchacha como aterrado su amante.

         —De eso nada. Hasta que no estéis casados y bien casados, ni manitas vais a hacer —impuso tajante, inflexible, quien aspiraba a casar bien a su hija.

         La última esperanza que le quedaba a Juanito, la de que su padre lo defendiera se esfumó cuando aquel, temiendo que el pueblo se le echara encima y que políticamente no le iría nada mal tener de su parte el numeroso partido de la izquierda en los próximos comicios, le dijo severo:

        —Aplícate, hijo, el principio de que a mí me ha ayudado a llegar hasta donde he llegado, y que es: El que la hace la paga, y las mayorías siempre se han impuesto a las minorías, por lo que conviene estar a buenas con los que son más.

         —Papá, posiblemente no fueras un político antes de conseguir el poder, pero ahora lo eres absolutamente —con amargo reconocimiento su hijo.

          —Querido muchacho, en esta vida es de sabios rectificar.   

         A los esponsales de Juanito Areiza y Florencita Hernández Cortés acudió casi el pueblo entero, pues fue la más sonada de todas las bodas allí celebradas, especialmente porque el alcalde corrió con todas los gastos que, como había aprendido pronto como funcionaba el dinero público lo empleó pagando con él la boda y el banquete, que todos elogiaron tanta prodigalidad ignorando que lo estaban pagando ellos con sus impuestos.

          Juanito y Florencita practicaron sin trampa el amor, y trajeron todos los años un crío al pueblo en el que se fueron alternando en el poder, don Claudio Areiza y Sócrates. Y por un indescifrable misterio Florencita daba siempre a luz el primero de mayo, Día internacional de los Trabajadores.

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