FALSA VICTORIA
Los dos camilleros aguardaban protegidos detrás de una de las trincheras abandonadas por los soldados. Hasta ellos llegaba el ensordecedor retumbo de la artillería. El suelo temblaba bajo sus pies. A corta distancia de ellos las explosiones de las bombas levantaban grandes nubes de tierra y polvo. El olor a pólvora y tierra removida les resultaba asfixiante. Silbaban su siniestra sinfonía las balas por encima de ambos sanitarios, acompañadas de lejanos aullidos de dolor de los combatientes que eran alcanzados por ellas.
Según habían asegurado los mandos superiores, la gran batalla de aquel día iban a ganarla ellos. Superaban en combatientes y en armamento al enemigo que, a pesar de esta inferioridad numérica luchaba denodadamente, demostrando un coraje y sacrificio dignos de mejor causa.
Mario, el más joven de los dos enfermeros, pensaba con respecto a esto último que también ellos podían estar arriesgando sus vidas por otra causa mejor que una contienda asesina. No le transmitió sus pensamientos al compañero que con expresión angustiada fumaba a su lado, porque lo consideraba un patriota fanático muy capaz de perjudicarle por sus ideas pacifistas.
Paulatinamente el número de explosiones fue disminuyendo hasta detenerse finalmente dando paso a un silencio siniestro, lúgubre, trágico.
-Cuando esa densa nube de humo y polvo desaparezca un poco saldremos -le advirtió David tirando con desgana la colilla del pitillo que habían estado fumando.
– ¡Dios mío! La cifra de muertos será infinitamente mayor hoy que la de los días anteriores.
-Mientras uno de los muertos no seas tú, date por satisfecho -desdeñó su compañero.
Transcurrieron algunos minutos que parecieron eternizarse. Ellos dos no volvieron a hablar. Tampoco las armas.
-Vamos. Tenemos trabajo -ordenó David, que era quien llevaba la ligera camilla de campaña.
Salieron de su parapeto. Todavía la nube de humo y polvo dificultaba la visión. Empezaron a reconocer cuerpos de soldados caídos. Los diez primeros que encontraron eran de los suyos. Todos sin vida. El que hizo once pertenecía al ejército contrario. Algunos trozos de metralla le habían alcanzado en un costado y en el vientre -parte de sus tripas quedaban expuestas- y tenía además una pierna rota por varias partes. Mario había conseguido superar últimamente las nauseas y vómitos que le provocaban las horribles escenas que se veía obligado a presenciar a diario. Escuchó un gemido proveniente del soldado extranjero. Se arrodilló junto a él. Armándose de valor examinó su rostro. Era una masa sanguinolenta. Tenía reventados los ojos. Puñados de asquerosas moscas recorrían sus destrozadas facciones, zumbaban satisfechas, celebraban el banquete que se les ofrecía.
-Madre… agua… -le escuchó susurrar.
Para Mario, cuyo corazón oprimía el cepo de la lástima y el espanto, aquel desdichado dejó de ser un enemigo para convertirse en un hermano sufriente. Él entendía su lengua porque la había estudiado. Antes de que estallara la guerra Mario trabajaba en la recepción de un hotel y hablaba tres idiomas. Acercó su cantimplora a los labios del moribundo. Éste, luego de beber un sorbo, dio débilmente las gracias. Mario le contestó en su mismo lenguaje, que no las merecía. Entonces, el agonizante, creyendo tenía junto a él a un compatriota le preguntó en lo que ya era un mínimo hilo de voz:
-¿Hemos ganado… la batalla…?
Mario solamente lo dudó un instante. El tiempo justo que tardó en comprobar que su compañero no se hallaba cerca y por lo tanto no podría acusarlo de alta traición.
-Sí, hemos ganado la batalla.
Algo parecido a una sonrisa torció los medio destrozados labios del soldado contrario, que acto seguido torció el cuello y expiró llamando a su madre con el agónico resto de voz que le quedaba.
El camillero sintió que un sollozo seco, lacerante le rompía el pecho por dentro. Y sus ojos comenzaron a verter lágrimas. Lloraba, no sólo por este soldado muerto, sino por todos los soldados del mundo entero, mientras roía sus entrañas un dolor inconmensurable, una impotencia infinita y una rabia que alcanzaba a la humanidad entera.
De pronto, se reanudaron los ensordecedores bombardeos. Su compañero se reunió con él.
-¿Qué haces aquí sujetando la cabeza de un enemigo muerto? -le preguntó escandalizado.
-Es mi hermano -logró murmurar Mario.
-Si, un hermano que si estuviera vivo intentaría matarte, ¡idiota! -consideró David, despectivamente sarcástico-. Vamos a ponernos a cubierto. Eso hijos de puta han comenzado a bombardear de nuevo.
Mario le siguió. El instinto de conservación continuaba vivo en él. Llevaban recorrido unos pocos metros cuando un proyectil de gran potencia estalló muy cerca de ellos haciéndoles saltar por los aires convertidos en dos muñecos destrozados. Y en el último soplo de vida que les quedó a ambos, al igual que el soldado enemigo, tuvieron en los labios el nombre de su madre querida.