ELLA TENÍA PARA ÉL UNOS ARGUMENTOS IMBATIBLES (MICRORRELATOS)

Carmen Almaña era bonita, coqueta e inteligente. Desde muy temprana edad descubrió que casi todos los hombres que no han perdido sus cualidades varoniles sucumben fácilmente a los encantos femeninos bien empleados por las mujeres que les gustan los hombres y saben rendirlos con su seducción y su conocimiento de hasta donde resiste el deseo masculino sin desesperarlo y abocarlo a la rotura de la relación amorosa.
Carmen usaba ropas sexis que dejaban entrever las partes más sensuales de su figura y mantenía astutamente ocultas las que menos lo eran. Las partes más sensuales suyas eran los labios que sabía entreabrir con mohines graciosos, prometedores, y nunca usaba cinturón alguno porque apretándole la cintura revelaban unas nalgas demasiado altas y poco armoniosamente unidas a sus muslos.
Carmen llevaba un tiempo saliendo con Leandro Aguado, cuatro años mayor que era, ni feo ni guapo, un buen mecánico de profesión, muy trabajador, y que más de una posible candidata a quedarse para vestir santos intentaba conquistar y dejarla sin él.
Recién salidos del cine y llegados junto al coche, Leandro le propuso a Carmen pasar un rato en el cuarto que tenía en casa de sus padres, aprovechando que ellos se habían ido a pasar el fin de semana a un pisito que tenían en el pueblo que habían dejado tiempo atrás para venirse a vivir a la ciudad.
—Otro día, cariño. Ayer trabajé tres horas extra en la tintorería y estoy hecha polvo.
—Muy bien —mostrándose él evidentemente decepcionado—. Te dejo en tu casa y me voy por ahí a dar una vuelta.
—No te vayas a ninguna parte, tontorrón, aunque esté muerta de cansancio permaneceré contigo porque el amor que te tengo merece de mi parte los mayores sacrificios. Vamos a tu cuarto, hermoso mío.
Dicho lo anterior ella se desabotonó varios botones de su blusa, mostró los dos seductores argumentos que ocultaban y Leandro hundió su ardiente boca entre ellos. Carmen le acarició sus cabellos al tiempo que le susurraba palabras cariñosas y disfrutaba el éxito de sus artes seductoras, mientras pensaba: <<Ah, los hombres, les despiertas desesperadamente el deseo de ti, luego les das un poquito de lo que quieren, y una vez saciados se convierten en mansos, agradecidos corderos>>.