ELLA, SU PERRO Y ÉL (MICRORRELATO)

ELLA, SU PERRO Y ÉL (MICRORRELATO)

Almudena Ramos tenía un perro pequinés, más feo que un demonio decían muchos a espaldas de ella. A espaldas de ella porque Almudena quería al can con delirio y le reía las gracias hasta partirse por la mitad.

Las gracias del perro (al que ella había puesto el totalmente inmerecido nombre de Adonis), consistían en regar ruedas de coches aparcados delante de la casita adosada de su dueña, y los zapatos de los caballeros que atraídos por los voluptuosos encantos de Almudena se le acercaban con intenciones de conquistarla.

A Roberto Aledaños, que vivía en la misma calle que ella, Almudena le gustaba muchísimo. Le gustaba tanto que se pasaba noche enteras, sin dormir, pensando en ella todo el tiempo. Pero este joven les tenía un profundo odio a los canes desde el día que, celebrando él su primera comunión uno de estos animales, dueño de unos terribles dientes de cocodrilo, le marcó un profundo doble paréntesis en el trasero de su trajecito de almirante que, atravesándolo, le hirió una nalga obligándole a recibir una cura con puntos incluidos y tener que dormir boca abajo durante un montón de días.

Almudena y Roberto, cuando se veían por la calle se miraban con ojos encendidos de pasión y se mordían el labio inferior, demostración preclara de que rugía una atracción incendiaria entre ambos.

Un día Roberto se detuvo delante de Almudena y con voz y expresión altamente apasionada le confesó que moría de amor por ella.

Para inmensa alegría suya, Almudena respondió que le correspondía, en igual o mayor medida.

—Chico, cada vez que mis ojos te ven, mi corazón se convierte en una hoguera devastadora.

—Chica, cuando mis ojos te ven, quieren saltar fuera de sus órbitas e irse contigo acompañados de mi desbocado corazón.

Pero ocurrió que mientras ambos se declaraban los incendiarios sentimientos que mutuamente se les habían despertado, Adonis levantó su pata izquierda y le dejó al galán dos rúbricas chorreadas, una en los zapatos y, la otra, en los bajos de sus pantalones.

Roberto se dio cuenta de lo sucedido cuando el líquido de la micción canina se le coló dentro del zapato. Una oleada de indignación se adueñó de él y le dijo a Almudena:
—El ordinario de tu perro no lo quiero en nuestra relación. Te lo advierto en este mismo momento.

Almudena no cedió en este punto, ni por él ni por un millón de pretendientas que le hubiesen exigido lo mismo.

—Pues lo siento, cariño, pero para que el tren de nuestro amor llegue a una buena estación, Adonis tendrá que venirse a vivir con nosotros —tajando, innegociable ella.

—Nunca compartiré mi vida contigo y con un perro meón, en estación ninguna —respondió él, con parecida firmeza.

—Pues, aquí termina lo que pudo ser una maravillosa relación —dijo ella.

Realizó medio giró y se alejó seguida de su perro que saltaba alegremente, como si su intención fuese burlarse del pretendiente que le había salido a su dueña.

Alberto no fijó su mirada en él, sino en la ondulante, excitadora, voluptuosa figura de Almudena y en el placer que podría experimentar si ella le permitiese disfrutarla.

*       *      *

En la actualidad Almudena y Roberto comparten cama con Adonis que se acuesta en medio de ambos. Cada vez que ambos quieren unir sus conductos del placer, tienen que tirarle un hueso muy grande y gozan de una deliciosa intimidad la media hora que tarda el privilegiado can en roerlo por completo.

(Copyright Andrés Fornells)

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