ELLA, ÉL Y HALLOWEEN (MICRORRELATO)

 


Copyright Andrés Fornells

Él se llamaba Tiburcio Sombrajo y según decían de su persona quienes no le tenían simpatía y quienes sí se la tenían, que era más feo que Picio. A Tiburcio Sombrajo había una fecha en el calendario que le gustaba más que ninguna otra, y era el 31 de octubre, muy especialmente por la noche en que una gran multitud de gente se lanzaba a la calle disfrazada de lo que más le gustaba. De entre todos los disfraces los dos que más éxito tenían era el de monstruo para los hombres, y de bruja para las mujeres.
Tiburcio Sombrajo, la noche de Halloween, aprovechándose de su carencia total de atractivo, para disfrazarse solo tuvo que ponerse una peluca y quedar horroroso.
Y de esta guisa se lanzó a la calle donde reinaba gran bullicio. Un enorme gentío disfrazado saltaba, gritaba y bailaba disfrutando a lo grande de esta noche tan especial.
De pronto, de entre aquella multitud, Tiburcio se encontró frente a frente con una joven bruja, de enorme nariz, boca grande y morcillona y ojos del tamaño de huevos, a la que dijo con no poca admiración:
—Chica, tienes el mejor disfraz de todos cuantos he visto esta noche.
—Pues chico, tengo que decir lo mismo del disfraz tuyo.
–¿Bailas?
—Bailo.
Y comenzaron los dos a danzar y a divertirse como nunca se habían divertido en toda su vida, diciendo todo el tiempo cosas tan graciosas, que encadenaban una carcajada tras otra.
Finalmente, sudorosos, cansados, tomaron asiento en un banco.
—¡Uf!, qué bien lo estoy pasando —dijo ella abanicándose la cara con su falda.
—Estoy viviendo la mejor noche de toda mi vida —confesó él mirándole con admiración y excitado interés las bonitas piernas de ella—. ¿Cómo te llamas, preciosa?
—Dulcinea Perdigones. ¿Y tú?
—Tiburcio Sombrajo.
—Me encanta de lo más tu nombre.
—Y a mí me encanta de lo más el nombre tuyo.
—Ay, me gustas muchísimo Tiburcio.
—A mí me gustas muchísimo tú, Dulcinea. ¿Nos quitamos los disfraces a ver si nos gustamos también sin ellos? —propuso él, valiente.
—Bueno, pero esto seguramente terminará con el hermoso romance que hemos comenzado —resignándose ella—. Hagámoslo los dos a la vez. Una, dos, y tres.
Los dos se quitaron únicamente la peluca, pues el resto de la cara era la propia de cada uno. Entonces con la peluca en su mano se miraron y rompieron a reír con todas sus ganas.
Cincuenta años más tarde seguían riéndose, juntos y amándose como el primer día.