EL TALISMÁN DE LA ANCIANA (VIVENNCIAS MÍAS)
EL TALISMÁN DE LA ANCIANA
(Copyright Andrés Fornells)
Fue un día festivo por la mañana. En mi ciudad, como ocurre en otras muchas, existe una isla de verdor y aire algo menos contaminado que el del resto de la urbe, isla de verdor que llamamos parque. Estábamos en invierno, pero había salido el sol y esto reducía bastante el frío habitual en esta estación del año.
Había allí mucha gente que, al igual que yo, había huido de la zona de la ciudad siempre atestada de vehículos, ruido, contaminación y densidad de personas con las que compartir las aceras, los pasos de peatones y los semáforos.
Me detuve un momento para observar a una pareja de jilgueros que saltando de rama en rama cantaban tan jubilosos como si estuviesen en primavera. Posiblemente, si estaban enamorados, primavera fuese para ellos.
Iba a reanudar mi camino cuando vi que una anciana pobremente vestida y con el achacoso cuerpo muy encorvado se iba acercando a mí. La gente la rehuía. La gente está cansada de mendigos. Algunas personas sin escrúpulos han convertido la mendicidad en un negocio. La anciana aquella se detuvo delante de mí. Era muy bajita y delgada. A pesar de algunos desengaños que me he llevado en esta vida, me sigue funcionando la lástima y la caridad.
—Señor, ¿puede atenderme un momento? —me dijo muy respetuosa dirigiéndome una mirada tan triste que me conmovió.
Supuse que iba a pedirme dinero y metí la mano derecha en el bolsillo de mis pantalones donde yo cargaba con unas pocas monedas que el dueño del quiosco de prensa me había devuelto por la compra del periódico que enrollado llevaba yo cogido debajo del brazo.
—Diga, buena mujer —le propuse mirándola con amabilidad.
—¿Quiere que le venda un talismán? —fue lo próximo que me dijo.
Al hablar le temblaban la boca y la voz.
—Claro, véndame un talismán. ¿Cuánto me va a cobrar por él?
—La voluntad, señor, solo la voluntad.
—De acuerdo —Le di las monedas que llevaba sueltas.
A ella se le alegró el arrugadísimo semblante. Se le cargaron de humedad los ojos pitañosos. Me regaló una sonrisa en la que mostró que apenas si le quedaba algún diente sano.
—Tenga —ella había sacado de un bolsillo del negro, largo y deteriorado vestido que cubría su enclenque cuerpo, un botón grande de los que llevaban los abrigos de antes y me lo entregó—. Señor, esto es un talismán.
—Ah, ¡qué bien! —mostré contento—. ¿Y para qué sirve? —le pregunté encantado con la entrañable situación que estábamos viviendo los dos.
—Verá, señor, cada vez que quiera que acudan a su memoria las personas que más ha amado y más la han amado a usted frótelo un momento y ellas vendrán a su cabeza y usted podrá amarlas de nuevo.
Me inundó una oleada de ternura hacia aquella buena anciana. Presentí que su talismán funcionaria tal como ella acababa de decirme.
—Señora, le estoy tan agradecido por el talismán que me gustaría darle un abrazo.
—Señor, no huelo bien, y a lo peor lo mancho —temió ella.
—No se preocupe por eso. Estoy acostumbrado a todo tipo de olores y además poseo una lavadora que funciona.
Le di un abrazo. Me sorprendió encontrar su cuerpo tibio. Sentí sus manos frotar mi espalda y me inundó una oleada de ternura. Al separarse de mí me miró con un cariño que todavía me altera el corazón recordarlo.
--Gracias, hijo.
La seguí con la vista. No la vi detenerse delante de nadie más. Y se perdió entre la gente. Jamás he querido olvidarla. Yo llevo siempre su talismán conmigo y puedo asegurar que me funciona siempre que lo froto.