ÉL NO ERA UN HOMBRE COMO LOS DEMÁS
Su aspecto y las ropas que usaba no eran diferentes a los de cualquier otro joven de su época. Vestía con sencillez y no lucía su persona ostentación de joya alguna. No llamaba la atención de la gente voceando como un vendedor de baratijas. Hablaba en un tono reposado, en un tono cautivador. Las palabras que brotaban de la generosa fuente de sus labios eran tan sabias, tan fascinantes, tan prodigiosas, que sanaban a los enfermos que se las decía.
La gente lo escuchaba embelesada. La gente veía la infinita bondad que irradiaban sus ojos, su voz, su expresión y creía, sin albergar la menor duda, era verdad todo cuánto les decía. Y la gente sentía mirándole, escuchándole y presenciando los milagros que realizaba, que Jesús era realmente el hijo que Dios Padre había enviado a la Tierra para redimirles de sus pecados y salvar las almas de los hombres que creyesen en Él y en su divino padre.
Pero fueron pasando los siglos, muchos hombres, incluidos un buen número de predicadores, historiadores y seguidores suyos, perdieron todo interés por la historia antigua y la despreciaron y olvidaron. La arrogancia, la ignorancia y la codicia se adueñó de ellos, y dejaron de reconocer que todos los hombres son hermanos, y por ese motivo, por ese olvido, se destruyeron y siguen destruyéndose los unos a los otros.
¿Regresará para salvarles de nuevo aquel prodigioso hombre sencillo, sacrificado, milagrero, hijo de Dios Padre que ya les salvó una vez?
(Copyright Andrés Fornells)