EL NIÑO QUE CREÍA IBA A MORIR (RELATO)

Dieguito se vio rodeado de negror. Tuvo la impresión de haberse extraviado en el interior de una mina de carbón. Sintió miedo. Mucho miedo. Su soledad era absoluta. El silencio exterior total. Ni el más leve ruido llegaba a sus oídos aparte del de su alterada respiración. Movió sus labios temblorosos. Temblorosos igual que el resto de su cuerpo infantil. Profundamente angustiado pretendió susurrar la palabra: mamá, pero su garganta bloqueada por el pánico no consiguió emitiera su boca sonido alguno. A lo lejos, muy a lo lejos, a bastante altura, surgió de repente un circulito de claridad lechosa, que no supo discernir si pertenecía a una luna en miniatura, a una pequeña farola o a un globo blanco suspendido del aire.
Y de pronto el terror lo paralizó. Una figura oscura, enorme, apareció a escasa distancia de él. Pertenecía a un hombre de cuerpo contrahecho y rostro alargado, deforme. Los ojos de aquella especie de espectro eran enormes, redondos, horrorosos. Y no lo era menos su boca torcida, de la que colgaba una repugnante baba amarillenta, fosforescente. De nuevo quiso gritar de espanto y no pudo, especialmente cuando quedo paralizado al ver que aquella espantosa figura tenía un brazo alzado y en la mano perteneciente a ese brazo un enorme cuchillo cuya hoja desprendía destellos cegadores.
Dieguito quiso huir, escapar, pero sus piernas no le respondían, continuaban, para absoluta desesperación suya, inmóviles. Y al monstruo armado cada vez lo tenía más cerca, sus ojos mostraban un brillo homicida y su boca roja una sonrisa asesina. El pequeño anheló el imposible de otras veces: que le brotaran alas y escapar volando, o que la tierra se lo tragara y lo librase de la inminente muerte suya que consideraba ya inevitable.
Por fin, sí logró que de su garganta escapara un grito desgarrador cuando el enorme cuchillo se clavó en su pecho atravesándole el corazón del que comenzó a brotar abundante sangre. Entonces fue cuando consiguió echar a un lado la sábana que lo mantenía aprisionado y salir corriendo hacia el cuarto de su madre:
—¡Mamá!
Su madre encendió la luz, abrió sus brazos y estrechándolo dentro de ellos le dijo con voz tranquilizadora, rebosante de cariño:
—¿Otra vez la misma pesadilla, hijo mío? —acariciándole la cabeza, apretándolo contra su pecho amoroso.
—¿Estoy muerto, mamá?
—¡No, no, mi vida! Nunca morirás mientras me tengas a mí. ¡Nunca!
Y Dieguito, creyéndola, se fue calmando, calmando, y pronto quedó dormido, dulcemente, en sus brazos. Y pasó dormido y sin temor alguno el resto de la noche unido a la persona que más lo quería en el mundo, por una razón inalterable, primordial, suprema, lo había parido con dolor y amor.