EL HOMBRE DEL GLOBO (MICRORRELATO)

 

EL HOMBRE DEL GLOBO (MICRORRELATO)

Era un hombre raro, delgado y con un rostro tan chupado que se le marcaban limpiamente las quijadas. La gente se fijaba en él porque caminaba cabizbajo con las manos unidas detrás de la espalda y nunca miraba a nadie. Y como nunca hablaba con nadie tampoco, pues nadie hablaba con él. No tenía amigos, ni conocidos, ni mostraba interés alguno en tenerlos. Vivía de las cosas de algún valor que encontraba en los contenedores de basura, de recoger caracoles, espárragos y setas.
A los niños nos daba miedo, especialmente porque nuestros padres nos decían que seguramente estaba loco. Pero un día coincidí con él en la librería donde yo había entrado a comprar el periódico para Alfonso el bodeguero, que me daba siempre las cajitas de cerillas vacías que los niños utilizábamos para jugar a los cromos.
Vi al hombre aquel comprar un globo y, curioso por saber qué iba a hacer con él, le seguí.
Él no se dio cuenta de mi seguimiento, por ir siempre encorvado y con la vista puesta en el suelo. Llegó a la plaza, dijo algunas palabras al globo (en voz tan baja qe no pude escucharlas) y a continuación lo soltó. Y el aire se llevó su globo y él, entonces, enderezó el cuerpo y lo estuvo siguiendo con la vista hasta que convertido en un `punto cada vez más diminuto, el globo se perdió en el cielo. A la segunda vez que le vi hacer lo mismo, mi curiosidad había crecido hasta tal punto que, superando el temor que todos, influidos por nuestros mayores les teníamos a los desconocidos, le dirigí la palabra:
—Oiga, señor, ¿por qué suelta el globo? ¿Le divierte eso?
Me dirigió una mirada hosca. El brillo de sus ojos me pareció que debían ser los de un loco, aunque nunca había visto ninguno en toda mi vida. Finalmente me habló. Poseía una voz débil, susurrante, seguramente por el poco uso que les daba a sus cuerdas vocales:
—Cada vez que estoy triste suelto un globo y mi tristeza se va con él.
Y tuve que creerle porque le vi sonreír tras decir esto.
A partir de aquel día pensé que aquel hombre solitario no estaba loco, que había encontrado la fórmula que otros no sabían encontrar para librarse de sus tristezas y sus problemas.
No sé si me reconoció por los pasos, lo cierto fue que alguna que otra vez cuando pasaba cerca de él levantaba de repente la cabeza y me sonreía. Y yo encantado le devolvía la sonrisa y me sentía bien, como si su sonrisa me hiciera el mismo efecto que el globo soltado, le hacía a él.