EL DIOS DE LA COMPASIÓN SE APIADÓ DE ÉL (RELATO)
El hombre triste había sufrido en su vida un solo desengaño amoroso, pero este desengaño lo había herido tan profundamente que había renunciado a acercarse a las mujeres, para que ninguna otra pudiese volver a hacerle daño.
Un día festivo de otoño, el hombre triste tomó asiento en el banco de un parque y quedó allí contando las horas que iban cayendo del árbol caducifolio que tenía a pocos metros de distancia.
El aire dormía, motivo por el cual las hojas caían espaciadas y muy lentamente.
El hombre triste no tenía, en aquel momento a nadie cerca, y por esta razón contó de viva voz las hojas que se desprendían:
—Once, doce… mi número de la buena suerte…
De pronto se sobresaltó debido a que un anciano al que no había visto acercarse acaba de sentarse en el banco que ocupaba él. El anciano tenía una barba blanca y rodeaba su cabeza una corona dorada.
Miró al hombre triste, y el hombre triste miró al anciano.
—¿Sabes quién soy? —le preguntó el recién llegado.
—Por la corona que llevas, yo diría que eres un rey.
—No soy un rey, soy un dios.
El hombre triste pensó que aquel anciano de mirada bondadosa padecía una locura benigna y decidió, en vez de huir conversar con él. Escuchó trinar a unos gorriones en el árbol que desprendía hojas y dijo en tono amable, condescendiente:
—¿Eres el dios de los pájaros?
—No soy el dios de los pájaros: soy el dios de la compasión.
—La compasión es un sentimiento hermoso —reconoció el hombre triste—. Yo necesito mucha compasión, pues soy desdichado.
—¿Por qué eres desdichado?
—Porque me enamoré de una mujer con todo mi cuerpo y toda mi alma y ella me dijo que no sentía nada por mí y le hiciese el favor de no acercarme más a ella. Y eso he hecho yo.
—Esa mujer se dio cuenta, más tarde, de que sentía por ti lo mismo que tú sientes por ella. Todos nos equivocamos alguna vez.
—¿Cómo sabe usted eso? —incrédulo el hombre triste.
—Pues lo sé porque soy un dios.
El hombre triste creyó en aquel momento lo increíble: que estaba hablando con el dios de la compasión.
—¿Qué me aconseja usted que haga yo con respecto a esa mujer?
—Consigue una rosa, ve en su busca y cuando estés con ella, vuelve a decirle que la amas con todo tu cuerpo y toda tu alma.
El hombre triste se animó. Después de mucho tiempo recobró la sonrisa. Se levantó del banco. Miró al anciano, y le mostró su gratitud:
—Le agradezco infinitamente su ayuda. Y marchó inmediatamente a hacer lo que me ha aconsejado usted.
Media hora más tarde, con una rosa en su mano el hombre que había pasado de triste a alegre llamó a la puerta de la casa de la mujer que le había dicho que no le amaba.
Ella abrió la puerta, le dirigió una hermosísima sonrisa de felicidad, cogió la rosa y dijo:
—¡Te amo con todo mi cuerpo y toda mi alma!
Se echó en sus brazos y los dos se besaron con incendiaria pasión. Existen varios tipos de besos. Los besos que ellos se dieron, eran besos de los que duran toda la vida.
Cuando el primer hijo de ellos dos llegó a la edad en que los niños lo quieren saber todo, preguntó quién era el viejo con barba blanca y corona dorada dibujado en un cartón delante del que siempre ardía una mariposa. Sus padres le dijeron:
—Es el dios de la compasión, nene.
(Copyright Andrés Fornells)