EL DETECTIVE QUE SE ABURRÍA (RELATO NEGRO)
Ronald Newletuce ejercía de detective privado. Le gustaban las emociones fuertes y el bourbon on the rocks. También le gustaban las mujeres, pero a este respecto vivía un continuo hándicap y forzada abstinencia; él no les gustaba a ellas, hecho que no le traumatizaba porque había sido así desde su más tierna infancia, época que lo dieron en adopción, los protectores de la infancia, cansados de que su desconsiderada madre lo rechazara hasta el punto de echarlo casi todos los días al cubo de la basura y tuvieran que rescatarlo de allí.
Llegado a la edad madura, este hombre de complexión media y talento medio también había terminado (después de pasar por otras muchas actividades irrelevantes, que le habían servido para mal vivir), convertirse en investigador privado.
Desempeñando este oficio Ronald Newletuce se aburría soberanamente porque los únicos asuntos que le encargaban eran: casos de adulterio, espionaje industrial y buscar a personas desaparecidas, la mayoría de ellas, en su opinión, mejor habría sido las mantuvieran sin aparecer.
A menudo, teniendo como tenía, adquirida la costumbre de hablar solo, murmuraba malhumorado:
—Estoy harto de siempre lo mismo. ¡Qué muermo! ¿Cuándo se me presentará algo tan interesante como investigar un crimen?
Una de las veces que dijo esto se encontró con la sorpresa de que un hombre, que había entrado en su agencia sin él haber escuchado la puerta, apareció delante de él y le dijo con voz de ultratumba:
—Vengo a ofrecerte un caso interesantísimo. Mira, aunque me estés viendo con envoltura humana, yo soy en realidad un espíritu. Soy el espíritu de un hombre al que asesinaron, alevosa y vilmente, la mujer que se convirtió en mi viuda y su amante que pasó a ocupar mi puesto, en la cama conyugal y fuera de ella. Cama que, por cierto, me costó una pequeña fortuna pues es de madera de ébano y tiene labrados unos preciosos pajaritos y unas bellísimas flores tropicales. Esos dos malvados, después de matarme a cuchilladas, me enterraron muy cerca de la orilla del río Hudson, porque allí el terreno está blando y les costó poco esfuerzo abrir el hoyo dentro del que me echaron y después cubrieron de tierra maloliente. La mujer que planeó mi crimen y el hombre que la ayudó a cometerlo, viven ahora en mi casa y disfrutan de todo lo mío. Yo he venido hasta ti a pedirte me ayudes a vengarme de ellos.
Ronald Newletuce permaneció algunos minutos observando, pasmado, al ser que declarándose regresado del más allá acaba de contarle una terrible, trágica y conmovedora historia. Su misterioso visitante llevaba puesto un sudario blanco muy arrugado, tan arrugado como lo llevaría alguien que acostumbrase a dormir con él puesto. Su cara era cadavérica y mostraba la blancura que provoca la desaconsejable circunstancia de quedarse sin sangre circulando por las venas. Los ojos, negrísimos, los tenía sueltos dentro de sus órbitas, detalle que lo afeaba considerablemente. Sus manos eran esqueléticas y permanecían lacias e inmóviles a cada lado de sus escurridas caderas.
Cuando por fin el detective se recuperó un tanto del pasmo sufrido, le dijo al siniestro personaje que tenía delante:
—Demuéstrame que eres un muerto, y te ayudaré a conseguir lo que me pides.
El ente vestido totalmente de riguroso blanco realizó ante sus perplejos ojos el prodigio de atravesar la pared, desaparecer durante unos pocos segundos, y después reaparecer de nuevo.
—De acuerdo. Acepto que eres un espíritu. Veamos qué quieres que haga yo por ti —Ronald Newletuce convencido de que realmente se las había con un muerto que había regresado al mundo de los vivos ávido de tomarse la justicia por su mano.
—Mira, tenemos el río Hudson muy cerca de aquí. Vamos hasta allí andando y me ayudarás a desenterrar el cuchillo con el que me asesinaron.
El investigador privado acompañó a esa víctima de un crimen, hasta la orilla del famoso río Hudson. Era de noche, las estrellas se hablaban entre ellas en morse, la luna estaba de vacaciones, y ranas y grillos orquestaban, como siempre, el coñazo de su inalterable sinfonía.
Ronald Newletuce cavó en el lugar donde con absoluta seguridad le fue indicado. El terreno estaba blando y consiguió a los pocos minutos desenterrar el cuchillo con el que habían asesinado a su acompañante y, siguiendo otra orden más suya, se lo puso en su esquelética, temblorosa mano.
—Muchas gracias. Te agradeceré eternamente el favor que me has hecho. Y tendrás siempre en mí a un fiel amigo.
Dicho lo anterior, con su macabra, espeluznante voz, el espíritu desapareció. El investigador privado, muy satisfecho con su conducta, y contento de haber vivido por fin una experiencia muy misteriosa e interesante marchó a su apartamento.
Una vez allí Se bebió media docena de bourbons on de rocks, se acostó y durmió estupendamente hasta que a primera hora de la mañana le despertaron dos agentes de policía llamando a la puerta de su modesto apartamento. Les abrió, y los representantes de la ley le sorprendieron, a más no poder, diciéndole con la monotonía que adquieren las frases repetidas hasta la saciedad:
—Queda detenido por el asesinato de Molly Flandes y Gregory Wallace. Usted tiene derecho a permanecer en silencio. Cualquier cosa que diga podrá ser usada en su contra ante un tribunal. Tiene derecho a consultar a un abogado y/o a tener a uno presente cuando sea interrogado por la policía. Si no puede contratar a un abogado, le será designado uno de oficio para representarlo.
—Pero ¡qué dicen! ¡Yo no he matado a nadie! —tan atónito Ronald Newletuce que no ofreció la menor resistencia cuando colocaron en sus muñecas las inmovilizantes esposas.
—Ya hemos escuchado eso antes —cruelmente cínico uno de los agentes.
Ni Robert Newletuce ni su abogado Peter Petrowsky lograron convencer al juez y al jurado de que la historia, de que el detective privado había desenterrado el arma homicida y entregado ésta a un fantasma que, después, cometió los crímenes que le estaban achacando a él. Tampoco consiguieron fuese creído el razonamiento de que los espíritus no dejan huellas dactilares y por eso las huellas encontradas en el arma homicida pertenecían a Robert Newletuce porque las dejó en ella cuando la desenterró y se la dio, sin imaginar ni remotamente que aquel ser venido del más allá cometería un doble asesinato con esa arma.
Aparte de un servidor (reportero del Andy´s Journal) y una veintena de buenas personas que durante mucho tiempo nos manifestamos todos los fines de semana delante de la cárcel de gran seguridad donde tienen encarcelado al exdetective, y lo hacemos enarbolando pancartas que proclaman nuestra convicción de que Ronald Newletuce es inocente de los crímenes que le imputan, el resto del país cree que es culpable. Y es que vivimos dentro de una sociedad incrédula que solo cree en lo que ve y, por este defecto visual la fe cristiana está perdiendo tantos adeptos.
A los carceleros (otros incrédulos más) Ronald Newletuce les cuenta que el fantasma vengativo, como lo llama él, pasa ratos acompañándole en su celda, pidiéndole perdón por el lio en que lo ha metido y juegan partidas de ajedrez en las que el ser vengativo e incorpóreo le deja ganar para que se anime y no se sienta tan pesimista y desdichado, y también le ha prometido que permanecerá a su lado cuando lo sienten en la silla eléctrica.
Una de las cantinelas que Ronald Newletuce repite con incansable frecuencia es:
—Para una vez que dejé de aburrirme, que caro me ha costado, ¡joder!
Según he sabido hoy mismo de parte de su fiel e incansable abogado: Ronald Newletuce va a tener un nuevo juicio y es muy posible que se libre de morir como si fuera un pavo del Día de Acción de Gracias, porque pueden declararle loco de remate. Todos sus fans y yo mismo estamos a la espera de este esperanzador resultado. La silla eléctrica es uno de esos muebles que te da reparo recomendarlo hasta a tu peor enemigo.
(Copyright Andrés Fornells)