DOS VIUDEDADES FORZADAS (RELATO NEGRO AMERICANO)
Dos mujeres cercanas a los cincuenta se encontraron, inesperadamente, en un desfile de modas. Aunque llevaban, más de veinticinco años sin verse, se reconocieron inmediatamente. Durante su adolescencia y primera juventud, ellas habían mantenido una estrecha, sincera y cariñosa amistad. Después habían dejado de verse y comunicarse durante décadas.
Demostraron producirles este inesperado encuentro una extraordinaria alegría. Cambiaron un afectuoso abrazo y elogios con respecto a lo jóvenes y hermosas que ambas se conservaban. Excelentes productos de belleza y dietas saludables les permitían parecer diez años más jóvenes de lo que eran.
Tuvieron que guardar forzado silencio, pues las modelos habían comenzado a desfilar por la pasarela. Las dos tomaron nota de sendos elegantes modelos de noche que resultaron muy de su agrado.
Una nueva pausa en la exhibición les permitió reanudar la conversación interrumpida.
—¿Sigues casado con Roberto? —curiosa una.
—Estoy viuda —informó sonriendo la otra.
—Chica, lo mismo que yo. También enviudé.
Y les entró una risa gozosa, cómplice.
Callaron de nuevo. Acababa de reanudarse el desfile de modelos. Terminado el mismo, las dos antiguas amigas acordaron ir a cenar juntas, y celebrar de este modo el haberse encontrado de nuevo después de tan largo periodo de tiempo.
Escogieron un restaurante de lujo. A las dos, sus respectivos maridos, les habían dejado una excelente situación económica. El local rozaba el lleno absoluto. Sin embargo, el ceremonioso maître les encontró, en agradecimiento a una generosa propina, una buena mesa junto a uno de los ventanales.
Las dos viudas estudiaron detenidamente la carta y escogieron dos especialidades de la casa. Las encontraron tan exquisitas que las disfrutaron con el placer especial que encuentran las personas sometidas a estrictas dietas, cuando se olvidan de las calorías que poseen los alimentos y se entregan, sin reservas, al deleite del paladar. Una botella de champán francés completo aquel espléndido festín gastronómico. Tras reconocer ambas lo muchísimo que habían disfrutado aquella cena, pidieron dos cafés, y mientras los gozaban, sostuvieron una conversación íntima muy de su agrado.
—Chica, ¿llevas mucho tiempo viuda?
—Se cumplieron ya nueve años.
—¡Vaya! Un año menos que yo llevas viuda, pues muy pronto se cumplirán los diez años que yo enviudé. ¿Y durante todo ese tiempo no se te ha presentado ninguna oportunidad de casarte de nuevo?
—No me hace falta tener marido. Contrato mayordomos y choferes jóvenes y hermosos y, cuando me canso de uno lo despido y contrato a otro.
—¡Je, je, je! Qué asombrosa casualidad, yo hago exactamente lo mismo que tú. Seguramente has leído esa novela titulada: Gozar del sexo sin marido.
La que se rio ahora, igual de divertida, fue su interlocutora.
—Otra feliz coincidencia. Leí ese libro y aproveché algunos de los buenísimos consejos que su escritora regala a sus lectores.
Se observan, encantadas. Se cogen las manos, imprimen calidez a este gesto. Han recuperado la absoluta confianza que se tuvieron en otros tiempos y, acto seguido se sinceran con absoluta fruición.
—¿De que murió tu marido, Katy?
—De un ataque de risa, Claire.
—¿Bromeas?
—No. Lo digo absolutamente en serio. Mi marido andaba regular del corazón. Una noche, en la cama, con una pluma de pavo real le hice cosquillas en las plantas de los pies hasta conseguir le diera un infarto.
—Que lista fuiste siempre —elogia Katy.
—No menos lista que tú. Anda, cuéntame cómo lograste tú librarte de tu marido.
—Lo envié de vacaciones.
—¿A algún país del tercer mundo donde le contagiaron algún virus mortal?
—No, no; fue algo bastante más original, más extraordinario. Le convencí de que él era un hombre muy valiente y de lo espectacular que quedarían algunos trofeos de caza mayor adornando nuestro salón, y de lo muchísimo que él podría presumir de gran cazador con sus familiares y amigos, y de la envidia y admiración que les despertaría. Evidentemente, con lo vanidoso que era, esta posibilidad de epatar a todos cuantos lo conocían le resultó irresistible. Mi marido se fue finalmente de safari y allí, en plena selva, murió.
Las dos mujeres intercambiaron una mirada maliciosa, divertida.
—¿Se le disparó la escopeta matándolo?
—No, fue mucho más trágico —burbujeándole la risa en su garganta—. Se lo comió un león.
—¿Pero no tomó tu estúpido marido la precaución de salir de caza acompañado de un cazador profesional?
—Sí. Llegué a un buen acuerdo con ese cazador. Me salió caro, pero me hizo un buen servicio.
—¿Qué servicio fue ése? —apenas conteniendo la risa su amiga.
—Le entregó a mi marido un fusil descargado y le colocó delante de un león muy salvaje que había matado ya a media docena de indígenas. Mi marido murió como un cobarde: gritando, llorando, orinándose… y lo otro. Era un ser despreciable, que lo único bueno que tenía era su muchísimo dinero —Claire, con manifiesto desdén
El camarero al escucharlas reír alegremente se acercó a terminar de escanciarle el poco champán que aún contenía la botella.
—Tráiganos otra botella, por favor.
Las dos taimadas asesinas lo estaban pasando en grande compartiendo sus criminales experiencias, libres de la preocupación de tener que conducir ebrias, pues en el aparcamiento tenían ambas su coche de alta gama y los jóvenes y hermosos choferes uniformados que los conducían y las llevaban allí donde ellas les ordenaban.
(Copyright Andrés Fornells)