DOS JÓVENES Y UN ANCIANO ARGUMENTAN (RELATO)
Sábado noche en una gran ciudad. En su zona más céntrica denso tráfico en la calzada y numerosos viandantes por las aceras. En las fachadas de los elevados edificios iluminados carteles publicitarios. Más luces en establecimientos y en las farolas. Grupos de jóvenes reunidos en las plazas, animados y bulliciosos. Bromas y risas.
Sentados en un banco, mostrando aburrimiento, están Alfonso y Ramón, dos estudiantes. De vez en cuando algo que ven les saca del tedioso pozo en que están metidos.
—¡Joder qué rubia tan impresionante, tío! —descubre, de pronto, Ramón.
La joven que ha mencionado camina presurosa. Lleva una blusa blanca y una falda azul muy corta. Tiene las piernas largas bien torneadas y taconea con zapatos que la elevan varios centímetros. Cintura estrecha y curvadas caderas que se mueve sinuosamente.
—¿Salimos tras ella y le decimos algo?
—¿Qué vamos a decirle si no tenemos un puto duro?
—Podríamos invitarla a un fino cañería —bromea Ramón más templado de carácter que su amigo.
—Sí un fino cañería de la fuerte pública —sarcástico Alfonso.
Callan. Quedan pensativos.
—Oye, ¿y si nos acercamos al bar donde trabaja Carlos, tu primo? Él te ha prestado dinero algunas veces.
—Le debo doscientos euros y cada vez que me ve me los reclama. Me ha dejado bien claro que no me prestará un puto duro más.
—Esto de no tener dinero es una mierda. Mis padres son unos tacaños. Me dan una miseria todas las semanas que no me alcanza ni para pipas. Preferiría trabajar en vez de estudiar, pues así, por lo menos, tendría dinero para divertirme.
Ramón sonríe. Conoce bien a su amigo y lo considera un vago. Nunca hace nada por nadie, en su casa hasta el plato de la mesa tienen que quitarle y no agradece los sacrificios que hacen sus padres para pagarle unos estudios. Mientras que él si ayuda a sus padres, algunos ratos, en la frutería que tienen.
—A Marcos, tu padrino, ¿no podrías arrancarlo algo? —sugiere, esperanzado, Alfonso.
—Anda siempre apurado de dinero. Y tiene a su hijo mayor enfermo. Nunca volveré a pedirle un céntimo —categórico Ramón, avergonzándose por habérselo pedido en alguna ocasión mucho tiempo atrás—. Lo mejor que podemos hacer es irnos a casa a ver un poco de tele o entretenernos un rato con alguno de los videojuegos.
—Todo eso es un muermo. Yo tengo ganas de ir a una disco. Ligarme una tía y tirármela donde pueda. En el Candy-Candy, los camareros hacen la vista gorda si entras con una tía en los servicios de los tíos. ¡Ostias! Acabo de acordarme de mi abuelo Martín —se anima repentinamente Alfonso—. Trabaja de vigilante de noche en una obra. A esta hora estará ya allí. Vamos a verlo.
Se ha puesto de pie.
—No estás pensando en pedirle dinero a tu abuelo, ¿verdad? —sorprendido su amigo.
—Pues sí que lo pienso.
—Déjalo. No me parece bien.
—¡Bah! Los escrúpulos no sirven para nada. Puede que el viejo me mande a la mierda. Es muy serio y chapado a la antigua. Y le encanta dar sermones.
Echa a andar, decidido. Ramón lo sigue, contrariado. Dice:
—No sabía que tienes un abuelo.
—Sí, el padre de mi madre.
—¿Y es muy mayor?
—Debe tener por lo menos setenta años.
—Es una vergüenza que una persona de tanta edad tenga que seguir trabajando —condena Ramón.
—Lo ha querido así él. Mis padres le propusieron a él y a su mujer, mi abuela, meterlos en un asilo, y lo rechazaron. Mi madre está muy enfadada con ellos. Allí en el asilo habrían estado muy bien cuidados. Pero ellos prefirieron vivir de la mierda de pensión que cobran, y como no les basta, mi abuelo trabaja.
Para no enemistarse con él, Ramón calla cuanto le disgusta que muchas familias se deshagan de los ancianos enviándolos lejos de los suyos. De estar vivos sus abuelos, sus padres los habrían tenido con ellos. Los escuchó decirlo y le parece un hecho humanitario por todo el bien que han recibido, los hijos, de sus padres. Intenta disuadir a su amigo.
—No vayamos a ver a tu abuelo. No le pidas nada. No está bien. Yo, en tu lugar, no lo haría.
—Oye, santurrón, esto es asunto mío, a ti no te incumbe —salta muy enojado Alfonso.
Resignándose, Ramón encoge los hombros. Conoce lo obstinado que es su amigo. Cuando toma una decisión es imposible hacérsela cambiar. Recorren varias calles. Llegan a una zona parcelada. En una de esas parcelas se alza la estructura de un edificio que tendrá cuatro plantas. Una alambrada de dos metros de altura rodea la obra.
—Aquí es —dice Alfonso deteniéndose delante de una puerta metálica—. Escucha, Ramón, mi abuelo es algo raro. Habla mucho y dice muchas tonterías. No hay que hacerle caso. Hay que seguirle la corriente como hago yo. Hablar poco y fingir que lo escuchas.
Ramón asiente. Alfonso pulsa un botón situado al lado derecho de la puerta metálica. No tarda en encenderse una luz potente que ilumina toda la construcción y todo el material diseminado alrededor de ella. Aparece un hombre mayor. Avanza hacia donde se encuentran ellos. Anda encorvado y lleva en su mano derecha un bate de béisbol. Cuando llega cerca reconoce que uno de los dos muchachos que esperan junto a la entrada es su nieto. Saluda y pregunta mostrando preocupación su arrugado rostro:
—¿Ocurre algo en tu casa, muchacho?
—Nada, que pasaba por aquí con mi amigo Ramón y le he dicho de pararnos un momento y charlar contigo. Hace varias semanas que no te veo.
—¡Ah, bueno! —mostrando alivio el anciano—. Venid. Tengo una bolsa de cerezas que me ha regalado uno de los albañiles de la obra.
Abre la puerta para que puedan entrar y la cierra acto seguido. En la parte baja del edificio hay una estancia que convertirán en local comercial. Tapiada de momento con una puerta vieja la utilizan para distintas cosas. Una de ellas es de aseo. En su interior hay una mesa, dos sillas y un sillón. Todo ello muy deteriorado.
—Esto es mi despacho —bromea el anciano.
Coge de una estantería donde tiene un transistor, algunas revistas, libros, una garrafa de agua y un par de platos. Coge uno de ellos, saca de una bolsa de plástico unos puñados de cerezas las echa en el plato y lo coloca al alcance de los muchachos.
—Comed, son riquísimas.
Mientras sus visitantes dan buena cuenta de los pequeños frutos rojos, el anciano le hace preguntas a su nieto sobre sus padres. Muestra contento al escuchar que están bien.
—¿Y la abuela? —pregunta, por compromiso, su nieto.
—Ahora, en primavera va bastante bien. Lo malo es el invierno. Ya sabes la facilidad con la que se resfría.
—Sí, en invierno se pasa los días echando mocos —con cierta burla Alfonso—. Mi madre vendrá a visitaros un día de estos, cuando ande menos atareada.
—Que venga cuando pueda —más cansancio que ilusión en el tono de voz del hombre mayor.
—Debe ser aburrido pasarse aquí solo todas las noches, ¿verdad? —Ramón mostrándole agrado.
—Bueno, cuando uno llega a viejo nunca está solo. Lo acompañan siempre los recuerdos de toda una vida.
—Mi abuelo es un filósofo—con cierta sorna su nieto.
Comen tan rápido los dos visitantes que han dado buena cuenta de las cerezas en muy corto tiempo.
—Todos los viejos somos algo filósofos. Dejada nuestra actividad laboral, nos sobra tiempo para pensar en lo que vimos antes, y en lo que vemos ahora. ¿Estudiáis juntos? —demuestra interés, en sus ojos una mirada de agrado para Ramón, pues le cae bien este chico de expresión noble y respetuosa.
—Sí, en la misma clase y en el mismo instituto.
—¿Es buen estudiante Alfonso?
—Sí, los dos sacamos buenas notas —responde Ramón, callando que las notas suyas son muy superiores a las de su nieto.
—Aprovechad la suerte que tenéis de poder estudiar. Cuando teníamos la edad que tenéis vosotros ahora, yo y la mayoría de los jóvenes llevábamos ya tiempo trabajando porque había mucha más pobreza que ahora.
—Bueno, cuando tú eras joven también debías estar pensando en divertirte —malicioso su nieto.
—Sí, pensar es una cosa, pero poder hacerlo es otra. La diversión ha sido siempre cara y cuando apenas ganas para matar el hambre, nada te queda para divertirte.
—Todas las épocas tienen sus cosas buenas y sus cosas malas, abuelo. En la actualidad los avances tecnológicos son extraordinarios.
—Sí, la humanidad corre mucho. No tiene tiempo ya para mirar atrás. Y se están perdiendo cosas maravillosas como la solidaridad y la empatía. La humanidad actual cada vez se parece más a las máquinas que fabrica. Que una maquina no rinde más, pues a la basura. Qué una persona no produce rendimiento más, pues que se muera.
Alfonso creyó entender la intención que encierran estas palabras.
—Abuelo, mi madre consideró que lo de llevaros a la abuela y a ti a un asilo era lo mejor para vosotros dos.
—Lo mejor, ¿eh? —con amargura el anciano—. ¿Te imaginas siquiera lo que duele haber hecho mil sacrificios, agotarse trabajando para que tus hijos puedan tener una vida mejor que la tuya, habérsela dado, y cuando necesitas comprensión y ayuda de esos hijos, te traten como a un trasto inútil, se deshagan de ti enviándote a un asilo donde encuentras un montón de gente desconocida a la que le importas un pepino?
—Mis padres os quieren a la abuela y a ti —defiende Alfonso juzgándolo su deber.
Ramón los escucha a los dos y siente desasosiego y malestar. No ha conocido a ninguno de sus abuelos. Escuchando hablar con tanta claridad y sensatez al abuelo de su amigo, lamenta este hecho.
—Con el tiempo, quizás existan gobiernos que se ocupen de alimentar a la población y darles estudios a todos por igual.
—Serán gobiernos peores que los actuales. Posiblemente, den alimentos y estudios a la gente, mientras la gente sea productiva, y cuando no lo sea la elimine como se eliminan a las máquinas cuando dejan de ser útiles.
—Eso no puede ocurrir nunca, sería demasiado cruel —intervino Ramón impresionadísimo por lo que acababa de escuchar.
El anciano se arrepiente de lo acabado de decir.
—Tienes razón, sería demasiado cruel.
Alfonso lleva varios minutos deseando cambiar de tema. No ha venido aquí a escuchar uno de los pesadísimos sermones de su abuelo, sino por otra razón muy diferente.
—Abuelo, tú es que te pasas de pesimista.
—Posiblemente. Es que hace un par de días ocurrió algo que me impresionó muy negativamente. Se cayó en mitad de la acera un anciano y varias personas pasaron por su lado sin intentar ayudarle. Una mujer tan mayor como yo me ayudo a levantarlo. Por nuestro lado fue pasando más gente y ninguna se interesó por él. El hombre nos dijo que le había dado un mareo. Llamó por el móvil a un hijo suyo diciéndole lo que le había pasado. Permanecimos con él hasta que llegó su hijo con un coche y se lo llevó.
—Todo el mundo va a lo suyo, abuelo. Es normal. Eso ha pasado siempre —justifica su nieto—. Gracias por las cerezas. Nosotros nos vamos a ir. Hoy es sábado. Toda la gente que puede trata de divertirse. Por cierto, abuelo, ¿no podrías prestarme veinte euros. Mi amigo y yo queremos ir a una discoteca de las baratas, eso lo que cuesta y no tenemos un céntimo. Te los devolveré la semana que viene, ¿vale?
El anciano descubre ahora, con no poca amargura, que la visita de su nieto no tenía otro propósito que pedirle dinero para ir a divertirse. Le entra una profunda tristeza. Ramón baja la cabeza avergonzado por lo que está presenciando y en lo que él sin pretenderlo se ve involucrado.
Alfonso resiste con aplomo la mirada de tristeza, de reproche que le dirige su abuelo, y también sus siguientes palabras:
—No has venido a verme, has venido a pedirme dinero.
—He venido a verte, abuelo. Lo de pedirte dinero se me ha ocurrido después —sale del paso, con astucia y descaro su nieto.
El anciano saca su vieja cartera del cajón de la mesa. En la parte destinada a colocar los billetes saca el único que hay y que es justamente de veinte euros y se lo entrega a su nieto. Éste lo coge rápido y asegura:
—Gracias abuelo. Te lo devolveré el sábado que viene.
—No, déjalo —responde el anciano, entristecido el tono de su voz.
Ramón mirando, admirado al anciano le dice:
—Mis abuelos murieron antes de que yo pudiera conocerlos. Me habría gustado muchísimo haber tenido un abuelo tan buena persona como es usted.
El anciano lo observa, reconoce su nobleza y sinceridad, le sonríe y piensa: <<También a mí me hubiese gustado tener un nieto como tú>>.
—Eres un gran chico. Llegarás lejos en la vida —le pronostica.
—¿Y yo, abuelo? ¿No crees que llegaré lejos? —envidioso Alfonso.
—Sí, tú también llegarás lejos, pero no caminando por el mismo camino que caminará él.
Marchan los tres hacia la puerta metálica de la calle. Llegan a ella. Alfonso la abre y dice:
—Hasta la vista, abuelo.
—Adiós, señor —dice Ramón, demostrándole respeto.
—Id con Dios, muchachos.
Se alejan los amigos. Alfonso suelta un bufido de alivio.
—Uf, cada día está más pesado mi abuelo.
—A mí me parece un gran hombre.
Alfonso se detiene perplejo.
—Joder, tú le admiras —acusa.
—Sí, lo admiro.
—Estás loco. Anda vamos a divertirnos.
—Ve tú solo. A mí me caería la cara de vergüenza por divertirme a costa de un anciano que tiene que trabajar porque la miseria de pensión que le pagan no le basta para subsistir.
—¡Tú eres imbécil! —estalla Alfonso.
—Seguramente —acepta, Ramón—. Adiós. Yo me voy a mi casa.
—Adiós, idiota —insulta con rabia su amigo.
Ramón no responde, se aleja metidas sus manos en los bolsillos, indignado. Está pensando que no le conviene continuar siendo amigo de Alfonso. Le ha demostrado que carece de escrúpulos y eso lo convierte en muy diferente a él.
(Copyright Andrés Fornells)