DOS GATOS Y SUS CARIÑOSOS DUEÑOS (RELATO)

DOS GATOS Y SUS CARIÑOSOS DUEÑOS (RELATO)

DOS GATOS Y SUS CARIÑOSOS DUEÑOS

(Copyright Andrés Fornells)

Yo tenía, cuando me ocurrieron los hechos que narraré a continuación, esa edad en que los varones nos enamoramos apasionadamente de esas personitas que ondean cabellos largos, exhiben sensual vaivén sus faldas cortas y poseen figuras irresistiblemente bien esculpidas.

Mis padres y yo ocupábamos un modesto piso en un barrio del extrarradio. Ellos, mis padres, trabajaban en una fábrica de pastas alimenticias. Al personal que quería adquirir sus productos les hacían una buena rebaja en el precio. Por esta razón nosotros comíamos más espaguetis, macarrones y raviolis, que cualquier tradicional familia italiana.

Yo me había empleado en una papelería. Era un empleo aburridísimo. Vendíamos material escolar, material de oficina y prensa. Por las mañanas solía estar bastante ocupado durante algún tiempo. Mamás con niños que necesitaban algún artículo para ellos, y más señoras que señores que leían prensa y revistas.

Después pasaba muchos ratos sin tener a nadie. Yo combatía mi aburrimiento leyendo cómics y periódicos deportivos. Yo no practicaba ningún deporte, pero me gustaba saber cómo les iba a esos que se matan entrenando y ven coronados sus bestiales esfuerzos con trofeos y fama.

Yo no practicaba ningún deporte porque la práctica de cualquiera de ellos exige enormes esfuerzos físicos que yo me negaba a realizar, pues no me creía capacitado para destacar en ningún deporte, y esto me habría significado machacar mi cuerpo para nada, pues no ganaría ni medallas ni copas con las que poder presumir y salir en las portadas de periódicos, revistas y televisiones mostrando dientes y trofeos.

Muchos chicos de mi edad, que miraban a las chicas con ojos tan golosos como las miraba yo, tenían novia. Yo no la tenía porque las novias, aunque cuando sales por ahí con ellas, aunque tengan la saludable práctica de pagar a medias los gastos, yo habría tenido que mejoras mucho mi economía cogiendo algún otro empleo por horas y reventarme el cuerpo todavía más. Por eso, aunque las chicas me gustaban a rabiar, no estaba liado con ninguna.

Un lunes de verano, por la mañana, acaba yo abrir la puerta y dejada abierta para poder colocar en el exterior los estantes con la prensa del día, entró en el local un gatito blanco con manchas negras. Como la dueña del negocio me tenía prohibido permitir entrara allí nadie con sus mascotas, y debía pedirles las dejaran afuera atadas a una argolla que con ese propósito sobresalía de la pared exterior, le dije al felino, muy educadamente:

El animal se me quedó mirando. Sus ojos mostrando incomprensión. Por cierto, que poseía los ojos color musgo más bellos que yo había visto jamás. Y de pronto abrió su boquita me dirigió un miau tan conmovedor que me derritió un trozo del corazón.

Sé que voy a dejar expuestos mis más tiernos sentimientos al afirmar que, solo a los muy duros de corazón no los conmueve el suplicante miau de un gato. Total, para que no me regañase la señora Elvira o hiciese algo peor, me diera el finiquito, pues cuando me concedió el empleo me lo puso muy claro:

—<<A la primera cosa que hagas, que a mí no me guste, vas de patitas a la calle. Tenlo bien presente>>.

Así que, por miedo a que ella pudiese cumplir conmigo su advertencia, cogí al mínimo y tras acariciarle con sumo cariño, vigilando todo el tiempo la puerta por si aparecía mi estricta jefa, me llevé al animalito a la calle y le dije:

—Búscate por ahí un dueño que no pueda causarle problemas tu adopción. Yo te tendría conmigo, muy gustoso, porque eres lindísimo, pero no pudo. Así que no te lo tomes a mal y afronta tu destino, que espero y deseo sea esplendoroso.

Salí a la calle con el gato y lo dejé dos portales más lejos, casi a la entrada de la panadería, convencido de que algún cliente de los que frecuentaban ese establecimiento se compadecería del animalito y se lo llevara con él. Y cerré la puerta para que no pudiese volver a entrar.

Saqué de un cajón la libreta de anillas donde iba anotando todas las cosas que algunas clientas me pedían y que no teníamos, y enchufé la caja registradora.

Enseguida entró un anciano llamado Agustín. Debía desajustarle la dentadura postiza pues realizaba continuamente una especie de castañeo y chupeteo con la boca. En su mano llevaba un periódico. Había leído su portada pues me dijo:

—Hay conseguido, de momento, rescatar a casi la mitad de los obreros que habían quedado presos en esa mina de cobre de Uganda.

Como en una conversación este buen hombre me había confesado que era muy católico, elaboré una frase que seguro sería de sus agrado:

—Ojalá sea la voluntad de Dios salvar a los mineros que todavía están dentro de la mina.

—Sí, ojalá sea esa la voluntad de Dios —dirigiéndome una mirada de simpatía.

Le cobré y lo acompañé hasta la puerta. Busqué con la vista al gatito. No estaba más donde yo lo había dejado. Estaba sentado en el bordillo del local. Había reparado inmediatamente en mi presencia me dirigió un dulce mirada de reproche y dijo:

—Miau, miau…

Solté un suspiro de sufrimiento. Cerré la puerta y regresé al mostrador. Busqué distraerme con un comic del Capitán Escarabajo, un héroe que poseía los dones de andar por las paredes igual que los humanos normales andamos por las calles, y era dueño de unos cuernos lanzallamas con lo que asaba, como si fuesen filetes de ternera, a los malos.

Pasaron algunos minutos y preocupado por el pequeño felino, al primer hombre que entró a comprar un encendedor barato, supuse que era pintor de profesión por las muchas manchas repartidas por su mono azul desteñido, le pregunté:

—¿Ha visto usted un gato cerca de la puerta?

—¿Es que has perdido uno, muchacho? —quiso saber él, curioso, moviendo de izquierda a derecha su bigote muy grueso y que tenía la misma forma que los cuernos del capitán Escarabajo.

Le expliqué el motivo de mi pregunta, pues a mis dieciocho años yo todavía conservaba la suficiente bondad y buenos modales para ser amable con la gente.

—Se lo habrá llevado alguien, porque allí delante de la puerta yo no he visto ningún gato. Te deseo suerte y que lo recuperes —dijo.

—Vale. Pero el gato no es mío. Entró aquí y como la dueña de este negocio no quiere animales aquí lo coloqué cerca de la panadería por si algún cliente deseaba llevárselo. Es un gatito precioso.

—No quiere animales tu jefa, ¿eh? Todos los explotadores son iguales: no tienen corazón.

—En corazón no se lo he visto a mi jefa, pero si lo tiene en proporción a sus pechos, lo debe de tener de muy buen tamaño.

—A mí me gustan mucho las mujeres tetudas —dijo el pintor poniendo ojos de niño que está pensando en una tarta de cumpleaños.

Pensé en mi padre y en mi madre. De mi padre que él tenía el mismo gusto que el cliente que se dirigía ya a la salida.

A las dos me comí el bocadillo de tortilla que me había preparado mi santa madre, me bebí un botellín de agua y, como en aquel momento no tenía a nadie cerca, me permití el lujo de soltar un sonoro eructo. Los que se los tiran sin disimulo saben lo a gusto que te quedas una vez lo has expelido. Total, que a las cuatro vino la señora Elvira, con su buena delantera que ese día, por haberla mencionado con un cliente, le presté mayor atención y aprecié superaba por algunos centímetros, aunque no se la había medido, la delantera de mi santa madre. ¡Perdona, mamá, no hay lujuria ni erotismo ni falta de respeto en esta apreciación! Es solo eso: una apreciación.

Mi jefa comprobó que el dinero reunido concordaba con la lista de todo lo vendido y luego me dijo:

—Puedes marcharte.

Salí a la calle. No había andado más de cuatro pasos cuando escuché un lastimero miau proveniente del escalón de una casa vecina a la papelería. Buscó mi vista al ser que lo había emitido. Era el gatito blanco con manchas negras que sentado me miraba con ojos tristes, pedigüeños.

—Vaya. No te ha querido nadie y me has estado esperando.

Su siguiente miau lo interpreté como respuesta afirmativa a mi supuesto.

—Bien. Por esta noche vas a tener un cobijo. Mañana veremos que dicen mis padres.

Lo acuné en mi pecho y me lo llevé a casa. Yo tenía mi propio cuarto y lo llevé allí después de darle unas migas de pan con leche que él se comió con muy buen apetito.

Estuve jugando con él y lo pasamos genialmente los dos. Yo le tiraba una pelotita de ping-pong. Él, muy gracioso, la hacía correr dándole impulso con sus patitas y cuando llegaba junto a mis pies se revolcaba feliz. Luego jugamos a atraparme él una cinta que yo movía por el suelo zigzagueando como si fuese una serpiente.

Escuché la puerta de la calle. Mis padres acababan de llegar. Puse el gatito en lo alto de la cama y le dije:

—Quédate aquí quietecito hasta que yo vuelva. No hagas ruido, ¿eh?

Me reuní con mis padres. Me preguntaron cómo me había ido en el trabajo.

—Bien. Gracias a esa mujer de ochenta años que ha comprado un bebé, todo el mundo quiere saber si la justicia consigue quitárselo o no, y a unos mineros que han rescatado en una mina de Uganda, he vendido muchos periódicos. Ha venido ese viejo que le ajusta mal la dentadura y a punto he estado de recomendarle el lubricante que usa papá para la chirriante cerradura, pero al final no lo he hecho no fuese a tomárselo mal. La gente no siempre agradece los buenos consejos.

Cenamos fruta. Mis padres tenían problema de exceso de peso y a mí, que nací con un paladar falto de capricho, me daba igual comer un cosa como otra, exceptuando el odio que le había cogido a las pastas. Mi padre los mediodías que comía lentejas, y ese día las había comido sufría diarrea. Al ir al cuarto de baño paso por delante de mi dormitorio. Escuchó un miau del desobediente gato, entró en mi habitación vio al animal y se vino a la cocina donde yo ayudaba a mama en la tarea de lavar los platos y dijo en un tono que me asustaba de niño, cundo no tenía a mamá cerca, pues estando ella cerca yo no le temía ni al Capitán Escarabajo, porque mi madre de un sopapo lo habría tumbado de espaldas.

—¿Puedo saber qué hace un gato en lo alto de tu cama? Échalo a la calle ahora mismito. No tenemos para comer nosotros bastante, vamos a quitarnos la comida de la boca para dársela a un sucio gato.

Mi madre ha tenido siempre un corazón de oro, sea su pecho superior o inferior al de mi severa jefa. Cuando me vio con lágrimas de pena chorreando por mis mejillas abajo, se encaró con su ceñudo marido y elevando su seno, poniéndolo en valor, dijo casi amenazadora:

—Nunca tenemos un detalle de amor paternal con nuestro niño. El pobrecito trabaja de sol a sol, y nos entrega hasta el último céntimo que gana. Si el único lujo que puede darse es un gato, pues ese lujo lo tendrá mientras yo sea su madre, ¿te enteras, esposo mío? —claramente amenazadora.

Mi padre que era muy valiente insultando a los árbitros en el campo del equipo de futbol de nuestro barrio, se acoquinaba delante de madre cuando ella se ponía sería con los brazos en jarra y las arrugas de la frente muy marcadas.

Total, el gato se quedó conmigo y lo honré con el honroso nombre de Capitán Escarabajo. A él le gustaba, porque yo decía ese nombre y acudía enseguida junto a mí.

Mi vecinita Susi Morales y yo teníamos en común una sonrisa pícara, unas ganas locas de enamorarnos y un gato cada uno. El gato suyo era hembra y se llamaba Princesa, el gato mío era macho y ya mencioné su nombre. Susi y yo habíamos hablado de intentar un día que Princesa y Capitán Escarabajo pasaran un rato juntos. Una tarde ella me llamó por teléfono y me dijo con tono apremiante:

—¡Aligera, Julito! Mis padres han salido y no volverán a casa hasta las ocho. Ven ahora y contaremos con tres horas para que estén juntos nuestros gatitos. ¿Te ilusiona?

—¡Muchísimo! Se me ha puesto como loco el corazón. Vengo volando —le dije entusiasmado.

Cogí a Capitán Escarabajo en brazos. Corrí como un velocista olímpico y llegué a casa de Susi con la lengua fuera, el pecho jadeante y las piernas temblorosas.

—¡Uf, lo que has tardado, Julito! —dijo ella demostrando su impaciencia.

—Pues mira que he batido dos veces la velocidad del sonido —le expliqué, sin exagerar demasiado.

Total, que dejamos en el balcón protegido por una espesa tela metálica a Princesa y a Capitán Escarabajo iniciando el galanteo y Susi y yo nos fuimos a su cama donde nos juntamos bien juntos, apretaditos, no fuésemos a caernos de ella. Lo hicimos tan bien que no nos caímos al suelo ni una sola vez. Este éxito se debió a que le pusimos muchas ganas y alcanzamos el éxtasis.

Dos meses más tarde descubrimos que la felicidad que todos deseamos sea eterna es de duración muy corta. Princesa descubrimos que iba a tener gatitos. Susi y yo, asustadísimos, no sabíamos cómo decirles a nuestros respectivos padres que ella, Susi, estaba, indeseablemente, embarazada.

Resultó que al Capitán Escarabajo le pasó algo parecido, a lo nuestro, con una modelo. Su creador lo solucionó de un modo imposible para Susi y para mí, envió al Capitán Escarabajo a realizar una misión a otro planeta y este héroe se llevó a la modelo con él.

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