DIEGO EGARA, DETECTIVE (CAPITULO IV PÁGINAS 43 Y 44) -ACTUALIDAD-
—De acuerdo, señora Ramírez, empezaré a seguir a su marido hoy mismo.
Le mencioné entonces el adelanto que debía dejarme para que yo iniciase mi investigación. Torció el gesto y expuso:
—Yo creía que se pagaba al final del trabajo.
—Lo siento, pero no es así.
Se lo pensó un momento, una expresión de contrarie-dad en su bello rostro. Pero finalmente abrió su elegante bolso sacó de él la cantidad por mí requerida. Le extendí un recibo, que ella se guardó.
—Espero tener pronto noticias suyas —displicente.
—Las tendrá. Se lo garantizo. Poseo un alto prestigio y me esfuerzo en mantenerlo.
Se levantó ahora tan bruscamente como antes se había sentado. Dirigió hacia la puerta sus vivos, perturbadores pasos. Si por delante poseía una figura de infarto, por de-trás la superaba. Sentí una oleada de excitación recorrerme entero. Acababa ella de recordarme a Pasión.
Cerró ella la puerta y, como un perro de caza venteé el aire durante algunos segundos inspirando la estela de embriagador perfume desprendido de la sensual mujer que acaba de marcharse, pues me recordaba al de otra mujer que mi recuerdo no era capaz de identificar. A las fragancias femeninas he sido sensible desde mi niñez, cuando jugaba al parchís con mi prima Montse algunas noches que ella me hacía de canguro.
A continuación arrinconé estos recuerdos lejanos y nostálgicos, y me acerqué al banco, que estaba a punto de cerrar, e ingresé parte del dinero que acababa de obtener. Me atendió el subdirector, un encumbrado individuo poseedor de muy mala leche, que me recordó:
—A pesar de este ingreso todavía mantienes números rojos en tu cuenta, Diego Egara.
—Alonso, hazte mirar el alma. La tienes tiznada —le dije, rencoroso.
Como si lo creyera un insulto, él replico:
—Pero yo no tengo números rojos en mi cuenta y tú sí. Que lo sepas.
Acuciado por el hambre entre en la pizzería Nonna, situada en la misma calle que tengo la agencia. Coincidí allí con Alba, la chica del quiosco de prensa, uno de mis anhelados ligues imposibles. Había llegado al establecimiento antes que yo y estaba comiendo una pequeña “cuatro quesos”, con fineza, a bocaditos, moviendo encantadoramente su boquita de fresa. Me detuve junto a su mesa.
—No te causaré indigestión si me siento un momento contigo, ¿verdad?
—Espero que no —más cauta que simpática.
—¿Qué tal marcha el negocio, Alba? —ocupando la silla que nos dejó frente a frente.
—Regular.
—Como a todos.
Durante algún tiempo nos dedicamos a darle tarea a las herramientas de masticar. Ella con delicadeza, yo con voracidad. De nuevo fui yo el que inició conversación:
—Oye, Alba, a menudo, desde el balcón de mi agencia admiro la elegancia con que te mueves y lo bien que te sienta