DIEGO EGARA, DETECTIVE (CAPÍTULO II PÁGINAS 31 Y 32) -ACTUALIDAD)-
—Señor Canales, la investigación que tendré que llevar a cabo será ardua —le avisé defendiendo mis intereses económicos—. Nada sabemos sobre esa adorable chica. Tendré que preguntar por ella a todos los fotógrafos acreditados de nuestra ciudad, que son multitud. Esto me llevará muchas horas de trabajo y muchos desplazamientos. Y si entre los acreditados no doy con el fotógrafo que hizo esa foto, tendré que buscar entre los fotógrafos de poca monta, que pueden ser incluso mayor cantidad, y esperemos que esta agraciada señorita no sea una modelo extranjera porque entonces tendríamos que contactar a detectives de otros países.
—¡Mierda! —estalló indignado—. ¿Cuánto tiempo considera que necesitará para encontrar a mi futura esposa? —impaciente.
—Imposible calcularlo, caballero. Partimos de cero, compréndalo.
—¿Tengo que adelantarle algo? No sé cómo funcionan estas cosas. Nunca antes he requerido los servicios de investigadores privados.
—Bueno, para empezar, podría adelantarme los honorarios de una semana —propuse—. No creo que pueda tardar menos tiempo en resolver el dificilísimo asunto que me ha traído.
—¿De qué cantidad estamos hablando?
Puedo avergonzarme de casi todas las malas notas es-colares y universitarias que coseché durante mis años de estudiante, exceptuando las matemáticas en las que destaqué siempre sacando sobresalientes. Así que, sin necesitar calculadora alguna, le dije al instante la cifra que consideré adecuada para una persona de sus posibles.
Estudiándome con cara de zorro feo, él manifestó:
—Es una cantidad considerable diría yo por no hacer otra cosa que preguntar por ahí.
—No lo crea así. En gasolina y zapatos se me ira la mitad de ese dinero, o más. Luego están los pequeños sobornos que puedo verme obligado a hacer. Es un asco, pero hoy en día impera el duro materialismo. Todo tiene precio. Nadie hace nada, por nada. El altruismo ha muerto.
Cuando le vi sacar del bolsillo interior de su impecable chaqueta el acordeón que formaban las numerosas tarjetas de crédito que llevaba metidas dentro de su cartera, me arrepentí de no haberle pedido el doble.
Le comuniqué que, lamentándolo en el alma, mi empresa no acepta dinero de plástico. Un gesto de disgusto torció un poco más su boca. Abrió entonces su billetera, sacó de ella dos “papiros” de quinientos euros y me los entregó.
Me acordé inmediatamente del Pluma, un carterista que conozco. Este amante de lo ajeno, de haberse tropezado en la calle con el señor Rufino Canales, habría muerto de felicidad aligerándolo del peso de su abultada cartera y recuperado su fe perdida en la bondad de Dios.
—Llámeme únicamente cuando tenga algo importante que comunicarme —me advirtió escribiendo dos números de teléfono sobre mi libretita de apuntes, en una hoja que no estaba el lamentable esbozo que sobre Pasión llevaba elaborado yo—. Estoy siempre muy, muy ocupado.
—Así lo haré, señor Canales. ¿Puede dejarme esta lámina de calendario? Necesitaré enseñarlo para que sepan, los interrogados por mí, a quién busco.
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