EL DÍA DESPUÉS DE REYES (MICRORRELATO)

(Copyright Andrés Fornells)
A Margarito Suárez aquel año los Reyes le dejaron la soledad que ya tenía de muchos años antes, y un frasquito de perfume que llevaba un nombre muy sugerente “Irresistible”.
Después de tomado un frugal desayuno, Margarito dudó entre salir a la calle o permanecer en casa. En el caso de salir se enfrentaría a gente adulta enseñando por sus bocas todos sus dientes, como es habitual en fechas tan señaladas, y a montones de críos dichosos disfrutando de sus juguetes y obligándole a esquivar pelotas y atropellos de bicicletas, choques de cuerpecitos montados sobre patines, sentir alguna flecha clavada en su espalda, recibir algún golpe de palo de golf, etc.
Miró por la ventana y vio que el cielo exhibía un azul muy intenso y el sol lucía con todo su esplendoroso oro. “Es un crimen permanecer encerrada un día tan hermoso como éste”, se dijo.
Total que, puesto que se lo habían traído los Reyes, se echó encima un par de rociadas del perfume “Irresistible” abandonó su diminuto apartamento y se dirigió al ascensor con pasitos cortos y el cuerpo encogido que es como se mueven las personas tímidas. Este cómodo artilugio descendía .  Se detuvo en su planta y él entró encontrándose dentro de este practico artilugio a Paquita Orellana, una vecina del inmueble a la que el buen Dios proveyó de todas las curvas que pueden hacer pecar,  a ateos, a creyentes y hasta a santos.  Ella le sonrió y, al hacerlo, el rojo joyero de su boca-tormento mostró dos hileras de deslumbrantes perlas. Y no contenta con embrujar a Margarito con esta sonrisa hechicera, le dijo ella con  voz que mezclaba terciopelo y miel:
—¡Vaya, vecino, qué sexy hueles!
El apocado corazón de Margarito, al escuchar esta alabanza suya, se convirtió en trapecista y le dio varios peligrosísimos saltos mortales, todos ellos realizados sin red.
—¿De veras crees que huelo sexy? —consiguió tartamudear Margarito, sus embelesados ojos adorándola.
—Muchísimo —afirmó ella, regalándole un seductor parpadeo de las negras, tupidas mariposas de sus pestañas.
—Con lo sexy que estoy no merezco yo un beso de esa golosina maravillosa que tienes por labios —tentando él suerte en el que acababa de ser el mayor descaro que se había permitido en toda su apocada existencia.
—¡Ay, vecino, que apasionado eres! —burbujeó, coqueta, la garganta de la seductora Paquita.
Habían llegado abajo. Se abrió la puerta del ascensor. Margarito decidió que seguiría a Paquita igual que el asno sigue a la zanahoria que nunca consigue alcanzar. Llegaron al portal y entonces ella, deteniéndose, le dijo a su embelesado admirador, ejerciendo de adivina:
—No se te vaya a ocurrir seguirme, vecino. Que en la cervecería de la esquina me está esperando mi novio. Es policía de los que llevan pistola encima; es muy rápido sacándola, y además extraordinariamente celoso.
—El día que haya justicia en el mundo, alguna me llegará a mí —lamentó Margarito al borde del llanto.
Paquita Orellana se alejó riendo, contoneando sus voluptuosas caderas, y Margarito la siguió con ojos enamorados. Y cuando ella desapareció de su vista, a él se le oscureció la luz diurna, y resignado se enfrentó a balones que buscaban hacer blanco en él, a bicicletas que pretendían atropellarle, a niños con patines que intentaban lo mismo y a esquivar un par de flechas que pasaron rozando su enfebrecida cabeza. Pero ninguna de estas agresiones consiguió que se le borrara la ilusionada sonrisa que le había nacido cuando Paquita Orellana le dijo en el ascensor, con su voz de terciopelo con incrustaciones de miel:
—¡Vaya, vecino, que sexy hueles!

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